sábado, 6 de julio de 2013

Bienvenidos

Crítica publicada en Desperta Ferro - Historia Moderna, de junio 2013

Reseña de 'Álava en Waterloo', firmada por Oscar González Camaño, publicada en la revista Desperta Ferro - Historia Moderna Nº 4, de junio de 2013. El texto es una reproducción íntegra y completa.


"La Historia quizá no recuerde que un español estu­vo en Waterloo: la batalla que acabó con Napoleón Bo­na­parte y sus Cien Días. Fue el general y diplo­má­ti­co Miguel-Ricardo Álava y Esquivel (1772-1843), quien ac­tuó como improvisado segundo al mando del du­que de Wellington, comandante supremo de las fuer­zas anglo-neerlandesas. Para narrar los he­chos, Ilde­fon­so Arenas ofrece en esta impresionante ¿novela his­­tórica? un relato pormenorizado y coral, al mismo tiem­po que un riquísimo tapiz histórico. Trece meses son los que Arenas recorre en su libro, desde el mo­men­to en que Fernando VII envía a Ála­va como em­ba­jador en el naciente reino de los Países Bajos y has­ta la firma del 2.º Tratado de París, tras la de­rrota de­fi­nitiva del Corso. Por medio se sucede el vue­lo del Águi­la, que sorprendió a los soberanos que negocia­ban en Viena la vuelta a los tiempos pre­rre­vo­lu­cio­na­rios. Y la formación del ejército coaligado que había de derrotarle. Con el detallismo que bebe de una vas­ta documentación, Arenas traslada al lec­tor a la(s) ba­talla(s) que entre el 15 y el 18 de junio de 1815 se dis­putaron en el Brabante valón. Y para ello se pre­sen­ta y reconstruye a un amplio reparto de per­­so­na­jes, desde el ambicioso Wellington (capaz de sa­crifi­car­lo todo con tal de conseguir su lugar en la pos­­te­ri­dad) al brutal mariscal prusiano Blücher, pa­san­do por el Graf Gneisenau (su lugarteniente), el ma­­quia­vé­lico embajador francés Talleyrand, el tenebroso mi­nis­tro Fouché, las hermanas Von Biron, la princesa Thé­rèse de Caraman-Chimay (anterior­men­te Teresa Cabarrús), Madame Juliette Récamier, el Zar Alejan­dro I o el canciller austríaco Metternich, entre mu­chos otros. Y, cómo no, un Napoleón en su de­clive, ju­gándose el todo por el todo. Del retrato de estos per­sonajes, de las conversaciones que man­tie­nen en­tre sí, surge el vívido relato de antes, durante y des­pués de Waterloo. Pura historia."

domingo, 21 de abril de 2013

Cabo Norte - Mayo 2014


Hoy, en medio de una paella en que hemos participado 12, se ha revisado la vieja idea de organizar un viaje en la primavera de 2014, cuando celebremos los 50 años de haber dejado el Ramiro. Hasta hoy de lo que más se había hablado era de repetir el viaje a Roma, pero lo cierto es que no parecía entusiasmar a muchos, quizá porque el que más y el que menos ha estado allí un montón de veces. Así salió una idea discutida en unos pocos minutos y que, con el acuerdo general, planteamos aquí, para que la vayamos pensando.

El Cabo Norte es un lugar que todos sabemos donde está y donde, que sepamos, muy pocos de nosotros, si alguno, ha estado allí. Sus atractivos son el sol de medianoche, las ciudades de Noruega que si se viaja con sentido común se visitan a la ida o a la vuelta, los fiordos y la propia Noruega, la cual, para los que hemos estado allí, es uno de los más cautivadores paraísos sobre la tierra.

Noruega tiene una serie de peculiaridades. Una de ellas es que su costa atlántica no se hiela en invierno, porque la Corriente del Golfo sube hasta el mismo Cabo Norte. Eso da lugar a que ni siquiera en condiciones climatológicas extremas los barcos de un servicio marítimo nacional llamado Hurtigruten dejan de enlazar las ciudades costeras entre sí, todas con todas. Por muy malo que se ponga el mar la mayor parte del trecho marítimo entre el Cabo Norte y Oslo está formado por mares interiores cerrados por cadenas de islas, a lo cual se debe que no sólo se puede navegar, sino que los pasajeros sólo se marean si le dan demasiado al frasco.

El Hurtigruten lo cubren docena y pico de barcos nada pequeños. Son como cruceros un tanto espartanos (nada de piscinas; buenos camarotes, buenos salones, buenas cenas y buenos bares; nada más); su función es transportar carga no desmesuradamente pesada, correo y pasajeros. Tienen capacidad excedente, sobre todo en verano, de modo que de mediados de mayo a primeros de septiembre la ofrecen para llevar o traer turistas, en diferentes configuraciones de servicio (desde mochileros a yayos con pasta). Su forma de operar es simple: el barco zarpa de noche, navega de noche y atraca según amanece en la ciudad que le toque; el pasaje desembarca y hace lo que hacen los turistas; a la noche regresan cenados, se les abre el bar y tras eso a la litera, mientras el barco zarpa de nuevo.

La ventaja fundamental de esta clase de servicio es que sale muy a cuenta (no es barato, pero sí mucho más que ir a tu aire; los hoteles en Noruega van de hipercaros a carísimos, en las carreteras no se puede pasar de 90 y la gasofa está por las nubes). Las secundarias son que se aprovecha el tiempo una barbaridad, de forma que al acabar se puede decir, sin exagerar, que se ha estado en Noruega y se la ha conocido de verdad, y que se ven los fiordos como deben verse, desde un barco y no desde un autobús.

Hay diversas clases de servicios, dependiendo de la calidad de hospedaje que se demande y de la duración que se contrate. La opción mejor para los que tienen más tiempo es dos semanas, saliendo de Bergen, llegando a Kirkenes y volviendo a Trondheim, en camarotes dobles o cuádruples (esta fórmula es la preferida de familias con papá, mamá y dos niños). La de menos tiempo es por una semana. Siempre puede haber emergencias, pero se gestionan bien, porque todos los días se toca cerca de un aeropuerto, de modo que si alguien tiene que regresar apresuradamente no pasan más de 24 horas hasta que se pone a volar a casa. 

Los puertos donde se toca son todos los de interés. Que recuerde ahora mismo (escribo de memoria) son Bergen, Alesund, Trondheim, Narvik, Skomvaer, Tromsö, Hammerfest (Cabo Norte) y Kirkenes, de los cuales se visitan la mitad a la ida y la otra mitad a la vuelta. En algunos de ellos conviene pasar dos noches, aunque en ese caso hay que buscarse hotel (la propia Hortigruten te lo consigue), porque los barcos siempre zarpan a medianoche.

En fin, esto es todo. Desde aquí viene que os lo penséis, que hay mucho tiempo aún para saber si nos puede interesar o no. A efectos de comenzar a tantear a quien nos pueda llevar a Oslo (la primera opción es Skandinavian, pero hay varios operadores más) y cuánto nos puede cobrar Hurtigruten por un grupo tan numeroso como el que podríamos llegar a formar, no hay prisa hasta el próximo abril de 2013. Será una negociación de meses, dificultada porque difícilmente vamos a dar con un café con leche que nos guste a todos, aunque ya os indico que la mejor fecha para nosotros, considerando todos los factores, es la segunda quincena de mayo. Aún es temporada baja, por el frío, pero el sol de medianoche ya funciona (desde San Isidro, día más o menos), el clima ya no es disuasorio y, aunque llueve mucho, en julio-agosto llueve exactamente lo mismo.

Si alguno piensa que puede estar interesado (él y su parienta; es la clase de viaje que las mujeres no nos dejarían hacerlo solos) que cuelgue un comentario. De momento, y como me ha tocado escribir esto, yo me apunto.



Este es un barco Hurtigruten atracado en Bergen, hace cinco veranos.

Si queréis echar un vistazo por vosotros mismos a lo que ofrece Hurtigruten pinchad aquí:

Si queréis haceros una idea de lo que ofrece Noruega sin salir de aquí mismo, pinchad aquí:

PG Wodehouse - Love among the chickens



Sir Pelham Grenville Wodehouse, más conocido por PG Wodehouse, fue un autor inglés de vida muy larga (1881-1975). Hasta los 30 llevó una existencia inusual, o al menos heterodoxa; nada que hiciera pensar que algún día sería una gloria de las letras británicas. Una gloria un poco golfa, porque desde muy pequeñito se manifestó irremediablemente escorado hacia el más peligroso de todos los sentidos: el del humor. De hecho, el 'motto' que eligió para uno de sus más famosos personajes recurrentes, el enternecedor Stanley Featherstoneough Ukridge, basado según las peores lenguas (las de sus amigos) en su propia personalidad, se le podría aplicar sin apenas faltar a la verdad: 'Pobre, Vago y Optimista'.

No pretendo escribir una biografía de Wodehouse. Para una urgencia, la de Wikipedia está bien (http://es.wikipedia.org/wiki/P._G._Wodehouse; mejor la que está en inglés), y si ya queréis profundizar encontraréis docenas en Amazon. Este preámbulo es sólo para exponer que hasta 1906 había escrito muy poquito y en plan vicio oculto, a deshoras, robando tiempo al sueño y los fines de semana. En 1906, con 25 recién cumplidos, le publicaron su primera novela de una cierta extensión, 'Love among the chickens' (en España, 'Amor y Gallinas'). Desde ahí dejó de ser un aficionado con escasas esperanzas, para volverse un profesional de futuro discutible pero que al menos podía pagarse las facturas de lo que sacaba con la Underwood (tres años después pegó un discreto braguetazo que acabó de resolverle la intendencia, pero esa es otra historia). Wodehouse escribió casi hasta su muerte, y siempre con éxito. Sus novelas, sin apenas excepción, son impecables máquinas de hacer reír, sobre todo en su tiempo, cuando las fuentes externas de la sonrisa y la carcajada no despreciaban al humilde papel impreso. Ya sé que hoy lo habría tenido difícil frente a genios del calibre de Chiquito de la Calzada, pero hablamos de una época donde la humanidad aún no se había vuelto imbécil; al menos, a la hora de sonreír.

El precio que pagaba Wodehouse por sus perfectos artefactos era privarles de toda emoción. Te mondabas de risa, pero no te enternecías (ojo: creo haber leído todos los libros que publicó, gracias, supongo, a comenzar muy prontito, a eso de los 11 años); en 'Amor y Gallinas', sin embargo, aún no dominaba esa implacable maestría, de modo que a cambio de reírte un poquito menos sí te podías emocionar, tanto si eras un niño de 11 años como uno de 65 que la relee para desintoxicar. 'Amor y Gallinas' es una obra casi única en la producción de Wodehouse, pues ante todo es una historia de amor. Un amor muy enternecedor, el de un joven escritor con una sola obra publicada (de poco éxito) y una misteriosa e inaccesible beldad irlandesa que veranea, como él, en un delicioso pueblecito del Devonshire que, si hay suerte, este verano volveré a visitar, en la búsqueda imposible de mis fantasmas privados.

La trama es sencilla, se desarrolla sin sobresaltos y acaba en boda insinuada, como no podía ser de otro modo en los tiempos que corrían (hacia el final de la primera belle époque, hace nada menos que 107 años), aunque por en medio Wodehouse desliza su alter ego literario, el bendito Ukridge, que fiel a su 'motto' es el que corre con el trabajo de arrancarnos las carcajadas.

'Amor y Gallinas', en general, es una obra capaz de hacer soñar a todo aquel que aún no disfrute un cerebro debidamente anquilosado. Sí aún sufrís el deplorable vicio de soñar con los ojos abiertos haréis bien si corréis a buscarla (está disponible para Kindle). Si no es así, si ya sóis venerables y solemnes caballeros a salvo por completo de retroceder mentalmente, siquiera unos minutos, a los deplorables tiempos adolescentes, ni os molestéis.

Aunque sería una pena.  

Portada de la primera
edición española

Portada de una de las primeras
ediciones británicas




Joseph Sheridan Le Fanu - Carmilla


Hará unos doce años, coincidiendo con el Y2K, los vampiros se apoderaron del mundo. Por si no habéis reparado en ello, los tenemos por todas partes. No me refiero a vampiros en sentido de parábola, ex-gerentes de Lehman Brothers y seres por el estilo, sino a los legítimos, los que van por ahí colmillo en punta procurando que no les dé mucho el sol y luciendo unas tonalidades de piel tan pálidas como interesantes. Se pusieron de moda gracias a una novela de Anne Rice que no pienso leer, aunque no porque la desprecie (ninguna obra de la que se vende un millón de ejemplares, tirando por bajo, es para despreciarla), sino porque los bellísimos vampiros adolescentes dotados de ultrapoderes no me molan mucho, y eso que afirmar tal cosa -he sido informado de ello por quien puede hacerlo- revela sin género de dudas que soy un anticuado.


El vampiro de los tiempos presentes es uniformemente bello, heroico, atractivo, cautivador y capaz de resistir las agresiones más infames. Como los bancos los hay buenos y malos, aman y sufren, odian y lloran, saltan como canguros, corren como caballos, todos saben karate y los hay que hasta vuelan. Las tradicionales limitaciones operativas de su especie se las pasan por el forro, pues salen de día (protegidos por elegantes gafas de diseño), comen de todo, beben de lo que haiga e incluso -los últimos modelos- se reproducen a un estilo que antes, tenía yo entendido, nada más volverse inmortales dejaba de interesarles. Presentes en el cine, en la red,  en la tele, en las consolas, en los cómics y en los libros, han implantado un estilo entre lánguido y desfalleciente que sus trillones de fans siguen del modo más disciplinado, de modo que no pocos presentan una facha general que da espanto verla. Lo peor es que no tiene pinta de ser una moda pasajera. Cuando una desdicha se consolida doce años es que no piensa moverse del terreno conquistado, con lo que deberemos resignarnos a convivir con unos adolescentes cuyas pintas cada día son más deprimentes.  


Los vampiros románticos, en realidad, llevan cerca de dos siglos entre nosotros, desde que John Wlliam Polidori (21 años tenía el angelito) alumbró a un tal Lord Ruthven, el padre de todos ellos, un fin de semana de tinta, láudano, champagne y mucho sexo en un château de Suiza (la Villa Diodati, cerca de Géneve). Lo hizo en compañía de otros jóvenes perversos -los hermanos Percy y Mary Shelley, Lord Byron, Mathew Lewis, la condesa Potocka y Claire Clairmont-, que apostaron a saber cuál virginidad que ninguno lograría escribir en los tres días que duró la juerga una novela de terror -solamente lo consiguieron el propio Polidori, con El Vampiro, y Mary Shelley, que con su Frankenstein también se apuntó un buen tanto, lo que tiene su mérito, pues no tenían más remedio que participar a sus horas programadas en la orgía general, de modo que todo el mundo se sigue preguntando de dónde sacarían el tiempo-; el resultado, a la vista de lo sucedido desde aquella hermosa ocasión de junio de 1816, no cabe duda de que ha sido satisfactorio, pues desde que se publicó el libro no ha habido forma de librarnos de los puñeteros vampiros gótico-románticos.


John William Polidori


A lo largo del XIX, al principio con timidez y después con remarcable determinación, fueron apareciendo excelentes ejemplares de vampiros machos, cosa que culminó cuando Abraham (Bram) Stoker, un autor irlandés hasta entonces apenas conocido, publicó su Drácula en 1897. Desde ahí los vampiros se volvieron una pesadilla, la cual se acrecentó cuando la industria del cine comenzó a explotar el filón. El primero fue un film mudo alemán llamado Nosferatu, y luego vinieron las de Bela Lugosi, que hacía un Drácula parecidísimo a Göring. Si hacéis un pequeño esfuerzo de memoria, el primer gran Drácula gótico-romántico fue Christopher Lee, con su Horror of Dracula de 1958. A Madrid no llegó hasta 1960 y no era tolerada, pero en un cine de mi barrio, el Quevedo, los porteros tenían una manga anchísima con los niños (su apodo entre los chicos de la calle era 'El Monasterio', nunca supe por qué), de modo que pude verla con unos cuantos amigotes de la panda de los Jardinillos y el Parque Móvil. No recuerdo que me diera mucho miedo, pero sí que Nata, la nutrida beldad adolescente de la que todos estábamos enamorados en secreto (debíamos ser diez o doce, chicos y chicas no del todo entremezclados) se tapaba la cara con las manos mientras yo me preguntaba cómo habría cabido en el jersey; me temo que por entonces ya era bastante prosaico.



Abraham (Bram) Stoker


Si hacéis otro esfuerzo de memoria recordaréis que más o menos por entonces, 1960 o 1961, llegaron en programa doble dos superproducciones mexicanas en blanco y negro, tituladas El Vampiro y El ataúd del Vampiro. Recuerdo la atmósfera silente del Quevedo, la panda conteniendo la respiración mientras se abre la tapa del ataúd y sale un tío de frac impecable y aspecto espantoso que se acerca con pomposa solemnidad a la presumible virgen (un tanto entrada en carnes; a los mexicanos de por entonces no les iban los huesarrancos), se para frente a ella, la mira fijamente, abre su boca y muestra los colmillos listo para hincárselos, aunque quizá pensando que antes de morderla debería decir algo, para romper el hielo, inicia un parlamento que ya se me ha olvidado, pero sí me acuerdo perfectamente del tono y del acento: ¡eran clavados a los de Cantinflas! El Quevedo, en ese punto, se vino abajo, aunque no de miedo ni de horror. Era una simple y total descojonación. Desde ahí toda la película fue un cachondeo inmisericorde. Una pena, porque no era mucho peor que las otras de miedo (muy apreciadas en mi entrañable barrio), pero el acento las mataba. El vampiro, por cierto, ni siquiera era mexicano: era un pavo de Gijón -hijo de exiliados-, más feo que picio y que se había metido del todo en su papel, el infeliz. La recuerdo con simpatía y no poca nostalgia, no tanto por ella misma sino porque viéndola comprendí que nada desearía más en este mundo que la dulce Nata me criara.  



Poster de ambas las dos; precioso, ¿verdad?


Los años fueron pasando y más vampiros fueron llegando. Los he visto blancos como el papel, negros como el betún y de sospechoso café con leche, del pasado y del presente, malos-malísimos o sólo regulares, y hasta un híbrido bondadoso que acababa siendo más bueno que el pan. Ahora, cuando Robert Pattinson apareció en el horizonte (soy incapaz de reconocerlo entre sus iguales; me avergüenza reconocerlo, pero todos me parecen el mismo) la vida volvió a cambiar. El vampiro dejó de ser un monstruo fantasmagórico y tétrico para volverse un guaperas jovencito tan majo como cualquier otro; si acaso, de preferencias dietéticas un tanto particulares. 

No pocos sociólogos piensan que esta nueva generación de vampiros es fruto del inseguro mundo en que vivimos, donde los jóvenes, instalados en la dificultad de conseguir un curro estable, imposibilitados de independizarse, conectados unos a otros de un modo tal que ni sentados en el trono son capaces de pensar por su cuenta, y declarados partidarios de no seguir el camino duro, el de apretar los dientes y trabajar cuantas horas hagan falta para salir adelante, buscan en mundos que no existen (el de los vampiros, el de Harry Potter, el de los Tronos, el del Señor de los Anillos y el de todos los etcétera, etcétera que aparecen a razón de dos o tres al año) un cobijo donde sentirse cómodos y puedan olvidarse unas cuantas horas cada día de la cochina vida que les aguarda ahí fuera, en la fastidiosa realidad. Ahora, yo no compartiría este optimismo tan piadoso. Pienso, por el contrario, que el germen de lo vampírico está en la submente de los adolescentes desde hace mucho tiempo. Si Lord Ruthven (nacido a efectos del gran público en 1819) es el padre del vampiro moderno, Carmilla (pronunciada Carmila; aparecida, y nunca mejor dicho, en 1872) es la madre de todas las vampiras, las cuales, después de todo, son las que cortan el bacalao y las que llevan por la senda del ensueño a los que a su vez sólo piensan en llevarlas a otro sitio (los pocos que tienen dónde).



Sheridan le Fanu y una de las innumerables portadas de Carmilla


Joseph Thomas Sheridan le Fanu fue un escritor irlandés de ascendencia hugonote, nacido en Dublin en 1814 y muerto en 1873, también en Dublin. Un año antes de su muerte publicó, en un volumen que contenía otras dos historias, una novela no muy larga llamada Carmilla, y desde entonces el mundo es distinto. Obra de madurez, Carmilla combina con perfección el estudio detallado de la liturgia vampírica (no poder invadir una casa sin ser invitado, llevar una vida anfibia, dormir al menos unas horas cada día en un ataúd que contenga tierra de la propia tumba, flotando en sangre, del que se entra y se sale sin mover la tapa, y sólo perecer por estacazo, aunque para evitar resurrecciones hay que cortar la cabeza del vampiro dejándole como si fuera un espetón para luego pegar fuego a las dos piezas) con varias historias de seducción, y aquí es donde la narración, que de primeras ya es extraordinaria (hasta Carmilla sólo había vampiros; ella es la primera vampira -odio la palabra vampiresa; se parece demasiado a lideresa-), se marcha de golpe a otra tonalidad, cuando se comprende que, por si algo le faltaba, es una vampira sáfica. El problema para mí, cuando la leí por primera vez (intercambio de novelas en el chiscón de Santísima Trinidad con García de Paredes, 60 cts. un libro, una pela dos libros), que tendría 13 años, es que no sabía que una vez, en el muy lejano pasado, hubo una poetisa mediterránea llamada Safo que vivía en la idílica isla de Lesbos. Aún menos sabía que 17 de cada 100 caucásicas (Kinsey dixit) serían felices de vivir en Lesbos. En mi primera lectura, que fue la que de veras me impresionó, sólo veía una vampira guapísima que se hace muy amiga de una idiota de 16, la cual es incapaz de imaginar que cada noche la ordeñan. El hecho de no entender todas las claves (bueno, todas: ni la mitad) es lo que provoca más terror, así que me aterroricé a conciencia. Frente a Carmilla, las trepidantes andanadas del Submarino eran una bobada. Tardé dos semanas en cambiarla por otra ('Un Mundo Feliz', de Aldous Huxley; también se las traía, incluso más, por estar en El Índice); en ese tiempo me la leí tres veces, hasta ser capaz de recitar páginas completas. Debo aceptar que, superado el espanto de la primera lectura, incluso pensé que ir al cine con Carmilla podría ser una experiencia interesante -aún estaba por descubrir que más allá de las manitas en la oscuridad se abría un fascinante universo de pecado-, ya que Carmilla, según la describía Sheridan le Fanu, reunía todos los dones imaginables para un niño inocente pero deseoso por dejar de ser inocente cuanto antes.



Celebrada ilustración de la primera edición de Carmilla


Releí Carmilla diez o doce años después, cuando ya sabía de Lesbos, una isla cuyas habitantas me caen la mar de bien, vaya eso por delante. Uno de los escasos principios que acepto padecer es el respeto absoluto a la libertad individual, siendo la primera manifestación de la misma la elección del tipo y cantidad de seres con los que te acuestas. Sigo sin comprender que haya individuos empeñados en intervenir las braguetas de los hombres y las bragas de las mujeres, en nombre de un Dios que, como explican los autobuses, a saber si lo hay. ¿Hasta dónde puede llegar la intolerancia en pleno siglo XXI? Y más si encima se predica desde donde no se paga IBI, como sí lo pagamos la inmensa mayoría de los desdichados pecadores.

Más o menos en esos tiempos Roger Vadim hizo una película espantosa inspirada en Carmilla. En la España predestape se vio una versión tan censurada que ni siquiera se comprendía que aquello era un bodrio; preferíamos imputar a La Tijera que aquello fuera imposible de seguir. Años después, cuando la teta pasó a ser del dominio público -una medida muy saludable; alguien debió darse cuenta que sólo con el fúmbol no se aliviaban las tensiones sociales, por no decir la mala leche nacional-, volví a verla, en el programa ese de Balbín donde te atraían con el cebo de una película suculenta para que luego te tragaras un debate de pedantes cum laude. Así comprendí que aquello era un desastre, pero con un detalle de agradecer: gracias a Vadim, y gracias sobre todo a su señora del momento -la sensacional Annette Stroyberg- pude poner cara, y orografía detallada, a la divina Carmilla. 

Si ya la habéis leído y habéis llegado hasta aquí me alegro de haberos hecho recordar vuestros tristes sueños de adolescentes despistados y jovenzuelos incautos. Ahora, si no la habéis leído, ya podéis ir a comprarla. Es una novela de vampiros, cierto, pero es la madre de todas las novelas de vampiros, como habría dicho el llorado Sadam. Sólo por eso ya merece una noche de leerla en casa, en completa soledad, las luces apagadas salvo la de donde hayáis acabado de leerla, para con la última frase aún flotando en vuestra memoria -'en ocasiones me vuelvo sobresaltada y miro tras de mí; es porque me ha parecido oír sobre las alfombras el paso etéreo de Carmilla'-, ganéis el dormitorio en plena oscuridad, preguntándoos al tiempo si el crujido en el pasillo que os ha escalofriado los cuatro pelos que os quedan en el cogote no se habrá debido precisamente a eso, a que también os ha llegado el paso etéreo de Carmilla.


Sylvia Plath - Ariel


Sylvia Plath (Boston, 27.10.1932 – Londres, 11.2.1963) es, en el mundo anglosajón, mucho más que una gran poetisa o una escritora muy admirada, de las que más en el siglo XX. También es un icono feminista, una suicida diseccionada más allá del buen gusto por toda clase de pseudo psicólogos, una prodi­gio­sa generadora de ingresos (49 años después de muerta consigue entre todas sus obras unas cifras de ventas que ya quisieran muchos autores consagrados, además de vivos) y una ina­gotable fuen­­te de inspiración para cantidad de biógrafas (no tiene biógrafos, que yo sepa). En el mundo de habla española, sin embargo, es una virtual des­­conocida. Existe sólo para una minoría caracterizada no ya por leer habitual­­mente en inglés, sino por mante­ner­se más o menos cerca del mundo cultu­­ral de habla inglesa. Esto se ha podi­do constatar hace tres o cuatro años, gra­cias a una ex­celente película sobre la última parte de su vida, inter­pre­tada por Gwy­neth Paltrow (a mi juicio componía una Sylvia muy creíble) y Daniel Craig (un intragable híbrido de James Bond y Ted Hughes, el marido poeta), y que aquí, en España, pasó poco menos que desapercibida, mientras en el Rei­no Unido y en los Estados Uni­­dos cubrió muy decorosamente sus objetivos co­mer­­ciales.

De todos modos, y gracias a esta película, hoy resulta un poquito más familiar. Si se hace una encuesta entre los que la han visto (y entre los que compraron el DVD), casi todos serían capaces de decir que hizo el equivalente a Filología In­glesa en una universidad americana, que cursó un posgrado en Cambridge, que escribió dos poemarios (The Colossus y Ariel), más una novela bajo psudónimo (The Bell Jar o La Campana de Cristal, firmada como Virginia Lucas en sus primeras ediciones), que allí conoció a un poeta inglés, que se casó con él, que tuvo dos hijos, que al poeta se lo ligó una golfa, que a su debi­do tiempo la plantó (a Sylvia) y que la pobre, incapaz de superar tamaña tragedia, ser abandonada por el objeto de su amor, se suicidó.

Pues no.

Los que la conocieron parecen estar de acuerdo en que Sylvia Plath fue una mujer extraordinariamente complicada, de trato muy difícil, inteligente como pocas pero incapaz de servirse de su fenomenal IQ para entenderse con la gente. Para entenderse, sobre todo, con los que pensaban algo más despacio pero desde unas posiciones intelectuales más establecidas, más fundadas en la experiencia y menos en el razonamiento abstracto. Casi todos los que la estudian (somos multitud) sostienen que su inadecuación para comunicarse con los humanos vulgares viene de su niñez, de la enorme pérdida que supuso para ella quedarse huérfana con apenas ocho años. Yo, en esto, discreparía. No discuto lo más o menos estrechamente que Sylvia pudiera estar vinculada a su padre, pero pienso que su ambiente familiar, bastante inusual para la sociedad de su niñez, le llevó, ya desde jovencita, a verse cuadrada en un mundo redondo.

Su padre era un emigrante prusiano, educado a la prusiana por sus padres prusianos. Su madre, lo mismo pero en austriaco. Los principios de rigidez, firmeza, el trabajo es lo que nos distingue de las bestias y la disciplina por encima de todo, apenas atemperados por la eterna duda de la cultura austriaca (o de la educación austriaca, mejor), impartidos en una casa donde los padres hablaban alemán entre ellos y en imperfecto inglés con Sylvia y con su herma­no menor, debían chocar bastante con la cultura wasp (white-anglosaxon-protestant) del área universitaria de Boston, donde el padre se ganaba la vida co­mo profesor. Sylvia nació en 1932. A sus nueve años, recién huérfana, su país entra en guerra con sus ancestros. A los prusianos, en esos tiempos, no se les veía con excesiva simpatía en el área metropolitana de Boston, y de ahí los esfuerzos de Amelia Plath en americanizar su pequeña familia del modo más ex­peditivo posible. En el caso de Sylvia lo consiguió sólo aparentemente. Lo que Sylvia nos ha dejado, sus escritos, lo demuestra. La obra de Sylvia, mucho más abundante de lo que se piensa, consta de cinco partes: sus poe­ma­rios, su novela, sus innumerables cuentos-relatos, sus cartas y sus diarios. Tam­bién, sus dibujos, que a menudo pasan desapercibidos y es una pena, pues fue una 'sket­cher' maravillosa. La prosa de Sylvia es exquisita. Un tratado de buen inglés, y ya desde sus primeros cuentos, desde ese Sunday at the Miltons que le supuso los primeros dólares literarios y el afianzamiento de su determinación de vivir para escribir, y de escribir. Lógico, si se considera que Sylvia terminó sus cuatro años en el Smith College (una institución que se podría definir como 'universidad femenina', sólo para chicas; Massachusetts, entre 1950 y 1954, debía ser bas­tante irres­pirable) con Premio Extraordinario y con una plaza garantizada de profe­sora titular, cuando regresara de su posgrado en Cambridge.

Si su prosa siempre fue un tratado de buen inglés, en su poesía es donde asoma su herencia prusiana. El inglés de su poesía, perfecto, cultísimo, exquisito, no es 100% inglés. Carece casi por completo de la suavización latina. Es lacónico, seco, asombrosamente cortante. Sajón, dicho en una sola palabra. Un tipo de inglés muy apreciado en las multinacionales informáticas: conciso, preciso y si algo se puede transmitir en tres palabras que a nadie se le ocurra decirlo en cuatro. Sus oraciones las construye como si Roma jamás hubiera puesto pie en Gran Bretaña. El inglés sajón, ése que a igualdad de contenido ocupa entre un 50 y un 60% del in­glés común (para decir lo mismo), es el inglés de Ariel y de The Co­lossus, sus dos poemarios. Es, apostaría cualquier cosa, el inglés de su padre. El inglés de los prusianos que deciden aprender inglés. Un inglés muy difícilmente traducible. A eso se debe que Sylvia sea tan escasamente popular en nuestra cultura. Los poetas que hablan en inglés completo se dejan traducir bien (ejemplo: William Butler Yeats), pero Ariel es intraducible. Imposible conservar el ritmo diabólico de Sylvia en una lengua que necesita de dos a tres fonemas por cada uno de los suyos. Ejemplo:

... her bare feet seems to be saying:
we have come so far, it's over...

¿Lo reconocéis? Es Edge, el asombroso, divino Edge. Lo último que firmó. Catorce fonemas, o dos heptasílabos perfectos. En español sería

... sus pies desnudos parecen decir:
hemos ido demasiado lejos, esto ha terminado...

Veintisiete fonemas, si es que todavía sé contar en sílabas fonéticas, o poéticas, como habría dicho mi nunca olvidado Basilio Palacios. Nada que ver, ¿verdad? La traducción es exacta, pero todo se ha perdido: la emoción, el sentimiento, la profundidad, el ritmo. Todo. Se reconocen las palabras, aunque detrás no dejan nada. Se sabe qué pareció decir la poetisa, pero no se percibe qué dijo la mujer casi muerta.

Si la poesía de Sylvia resulta tan arrebatadora no es sólo por sus temas recurrentes, anunciadores de que tarde o temprano realizaría la más vehemente apuesta de marketing al alcance de un poeta (nada como suicidarse para que la gente compre tus libros). Lo es, también, por su dureza formal, por su lenguaje, por su voz. Por su voz prusiana, que sólo en la poesía se deja ver, se deja oír. Sylvia Plath nunca dejó de ser, quizá sin saberlo, una prusiana perdida en un mundo británico. Ignoro en qué parte contribuyó ésto a que una mujer como ella, una superdotada bellísima, espectacular, acabara metiendo la cabeza en un horno de gas, aunque intuyo que no poco.



A los 19, en el decentísimo bikini de los tiempos (1951)

De su ficha en Cambridge, 1954

Recién casada con Ted Hughes, 1957


Vacaciones en Benidorm, 1958

Su tumba (1977)

Loire, Île de France, Normandía, Bretaña, Périgord y Pirineos Franceses

Hace poco, leyendo estadísticas de turismo, vi que Francia sigue siendo el país más visitado de Europa, y junto con los USA el que más del mundo. España ocupa un envidiable tercer lugar mundial y segundo europeo, pero eso es antes de considerar que los visitantes que recibe Francia suelen gastar bastante más que los que visitan España, los cuales en buena medida muestran un evidente propósito -a menudo exclusivo- de sólo venir a desmadrarse por dos gordas.

A la vista de los fríos números se podría pensar que si Francia tiene tan buena suerte será porque la merece, sin más, pero lo malo de las cifras es que suelen invitar a preguntarse la razón de que sean como son, lo que suele aparejar un inevitable desmontaje de prejuicios, malas prensas y viejos resabios muy sesgados que quizá un día, en un pasado lejano, reflejarían la realidad, aunque no en estos tiempos tan competitivos que vivimos. Uno de estos prejuicios, quizá el principal, es que Francia es un país carísimo que sólo a partir de una prodigiosa oferta cultural y gastronómica consigue mantener sus envidiables ingresos por turismo.


Pues no.


Francia es barata, o al menos España es más cara que Francia, cuando menos para los españoles. Es para los guiris para quienes España es barata, lo que cada vez es menos una murmuración y más un secreto a voces, pero el objeto de este rollo que intento colocaros no es una disquisición filosófico-moral de las malas artes con las que pretenden engañarnos, sino de lo hermoso, lo divino y lo barato que resulta pasar las vacaciones en la dulce Francia. Cuando menos en nuestro caso, el de los españoles que ya estamos hasta el culo de que se nos cobre más por el hecho de residir aquí y de pagar aquí nuestros brutales impuestos.


No creo que esta humilde página llegue a ser leída por nuestro solemne ministro de turismo, ese que no para de recomendarnos que pasemos aquí nuestras vacaciones, porque -según él- como aquí no se vive en ninguna parte, pero si llegase a suceder estaría encantado de demostrarle, datos en mano, que una gran parte de los que preferimos irnos por ahí, adonde sea, lo hacemos por lo mucho que nos cabrea que aquí se nos cobre de más. Ahora bien, como ese milagro es virtualmente imposible que acaezca, dejemos eso de lado y concentrémonos en Francia. La misma que mi mujer y yo nos pateamos el año pasado durante un verano para nosotros inolvidable, y que también lo sería para cualquier españolito como los que frecuentamos este Blog, amante de su tiempo, de su libertad, de su cultura y de su dinero, lo último por lo mucho que nos ha costado ahorrarlo a lo largo de una vida que dudo no haya sido durísima para todos y cada uno de nosotros, pues por algo nos hemos jubilado sin jamás haber visto un 'sobre', ni de de lejos.


El viaje no sólo tenía por objeto disfrutar unas muy soñadas vacaciones, sino un espero que disculpable 'hacer de la necesidad virtud'. Por entonces, el verano aún sin llegar a la mitad, tenía por corregir las galeradas de un libro que algunos de vosotros ya habéis comprado (y espero que leído, aunque no me hayáis dicho nada), y otro cerca de terminar y que, con suerte, dentro de no mucho también podréis leer. De los dos aún me faltaba un poquito de documentación, y en el caso del primero atraparla ya era urgente, de modo que los pasos iniciales del viaje los dimos donde pensaba conseguir lo que aún tenía pendiente de 'Álava en Waterloo'.


Tours está a unos mil kilómetros de Madrid, lo que para dos que conducen y les gusta turnarse, madrugando, con buen tiempo y en día laborable, supone llegar a primera hora de la tarde. De Tours al château de Rochecotte hay menos de media hora, incluso marchando despacio, para saborear unos paisajes a medias naturales y a medias urbanos donde se adivina que los habitantes saben vivir bien. No lo digo en el sentido usual, el apropiado para definir a los podridos de dinero, sino al de los que saben disfrutar lo que tienen, empezando por la naturaleza y siguiendo por unas costumbres urbanas que si fuera posible definirlas con sólo dos palabras, serían 'exquisitamente civilizadas'.



Hotel (4*) Château de Rochecotte

El château de Rochecotte hoy en día es un hotel, y no de los baratos. En general, para viajar por Francia, en coche y a tu aire, en plan 'ILT', es bueno fabricarse un 'set' de reservas garantizadas (las que no te dicen 'you have arrived too late; sorry') con una tarjeta de crédito. Cada uno debe fabricarse su mínimo tolerable (el umbral de comodidad y servicios de donde no se desea descender), para tras eso lanzarse a reservar. En nuestro caso es muy sencillo: preferible hotel de cadena internacional, donde no hay sorpresas entre lo que te dicen y lo que te encuentras, con baño y WC 'in cabin', con aire acondicionado, wifi y 'parking place' en el propio hotel; lo último, en Francia, no es para tomárselo a broma, pues una especie de nuevo deporte nacional es pegar fuego a las 'bagnoles' de matrícula extranjera las noches de los fines de semana. A partir de estos mínimos lo normal en verano es que si no te pones muy exigente en cuanto a ubicación (que no exijas el cojocentro de las ciudades, vamos), no pases de €50 la noche (dos personas), y entre 70 y 80 en París. Así, por ejemplo, un Ibis cerca de la Place d'Italia, que sería una especie de Manuel Becerra en parisino, sale por 75, mientras en Madrid el mismo Ibis (es una cadena francesa), pero en el barrio de Malasaña, se pone en 110.

Nuestro viaje nos lo montamos a partir de esa premisa, con lo que no nos salimos de un razonable presupuesto de 40-60 la noche de los tres (nosotros y el coche), salvo en Rochecotte, que ya sabíamos era bastante más caro, pero era un gustazo que nos queríamos dar, además de una obligación profesional. En realidad no es tan caro, porque €158 la noche  para un 4* con las comodidades y la historia (y el restaurante) de Rochecotte en absoluto es una desmesura.


(a título de inciso, preguntáos qué se puede conseguir en verano, en España, en cualquier punto de nuestras congestionadas costas, por €50-60 la noche y reservando directamente, por Internet; tengo ejemplos apabullantes para mostrar al ministro el día que me llame para debatir en los Desayunos de TVE, empezando por algunos de los hoteles donde a veces vamos en primavera, que nos salen a €50, el mismo precio al que se ofrecen para el mes de agosto en las agencias de viaje nórdicas, alemanas o británicas, pero que en www.trivago.es, o en las propias webs de los hoteles, aparecen por encima de 110; luego se quejan los hoteleros españoles de que el 'turismo interior' ha caído mucho; nos ha jo..do si ha caído, y más que caerá).


Rochecotte es un château de lo más francés, empezando por que Versailles es un château, Rochecotte también y cantidad de casuchas en el Medoc, con unas cuantas viñas alrededor, también son 'châteaux'. La vida de Rochecotte comenzó hace unos 300 años, en calidad de residencia campestre de no recuerdo cuál noble o alto funcionario. Fue pasando de mano en mano hasta que en buen día de 1820 el príncipe de Talleyrand le dijo a su sobrina, la en el pasado condesa de Périgord y en el presente duquesa de Dino, a la sazón embarazada del que sería su cuarto hijo  'oficial' (le vivían dos, o quizá tres), del que se sospechaba que su padre no sería su padre, sino su tío-abuelo (en su momento fue una niña preciosa que se llamaría Pauline de Talleyrand-Périgord), que comprarlo por las dos gordas que pedía la propiedad, para reconstruirlo, adecentarlo y redecorarlo, sería una magnífica inversión. La sobrina siguió los consejos de su tío, que siempre le aconsejó la mar de bien, y así Rochecotte volvió a cambiar de manos. Pocos años después, hacia 1825, era la mansión campestre más codiciada de Francia, para empezar porque su dueña (y su tío, que llevaba 10 años viviendo con ella) apenas invitaba a nadie. Había que ser un amigo en verdad íntimo de la fascinante pareja para pasar allí unos días, ya que Talleyrand y Dorothée sólo 'recibían' en su otro château, Valençay (sí, ése donde Fernando VII se pasó unas vacaciones de cinco años), dejando Rochecotte para cuando deseaban estricta intimidad y, en todo caso, la compañía de gente muy notable, discreta y nada pelma, como por ejemplo era el exiliado General Álava, que desde 1828 residía por allí cerca, en Tours.


Andando el tiempo (enero de 1830), Rochecotte acogió el nacimiento de 'Le National', el periódico que encendería la mecha de la revolución de julio de 1830, con la ansiada expulsión de Francia de la familia Bourbon; un nacimiento donde las madres fueron los cuatro periodistas más influyentes del país, y quien hizo de partera fue la deslumbrante Dorothée de Talleyrand-Périgord, duquesa de Dino. La misma duquesa de Dino que preside el salón de té del château (su tío es el que está del otro lado), el lugar más adecuado imaginable para tomarte una copa de Taitinger muy frío antes de darte una cena de las de pecado mortal.




Antesalón del Hotel Château de Rochecotte (http://www.chateau-de-rochecotte.fr/)

En cuanto a las habitaciones no puedo deciros más que sería de pésima educación dormir con las ventanas cerradas. El perfume que llega del jardín es tan asombroso que resulta inevitable preguntarse cuántos libros habría que vender al año para irse a vivir allí con carácter estable. La única decepción fue no darnos con el fantasma de la duquesa vagabundeando por los corredores (no sería un château como Dios manda si no albergara esa leyenda), cosa que me apetecía de verdad (a mi mujer, algo menos), pero no hubo forma. Quizá sea porque a estas alturas, casi dos siglos después, ya van siendo muy pocos los que se acuerdan de que allí, durante quince años, habitó -alrededor de un mes al año- la más exquisita 'castellana' imaginable, Dorothea-Johanna von Biron, Prinzessin von Kurland, Comtesse de Périgord y Duchessa di Dino.

A la mañana siguiente, tras una noche gloriosa (no penséis mal; después de mil kilómetros de una sentada nada se agradece más que una cama espléndida en un dormitorio de ensueño, sin más ruido que algún grillo despistado y un perfume no ya de naturaleza, sino de inmenso jardín cuidado al viejo estilo) y una estupenda mañana de descubrir rincones en lo que además de un hotel magnífico es un museo interesantísimo (y atendido por un personal que también es 'del viejo estilo'), llega el momento de elegir por dónde marchar a París, si por la impersonal pero muy práctica A-10 o por esas divinas carreteras regionales francesas donde lo último que se debe tener es prisa, y lo primero unos ojos muy abiertos, porque a cada kilómetro que recorres te das con tres o cuatro maravillas. Una de ellas es Blois, un encantador pueblecito medieval a orillas del Loire donde se conserva un imponente château que en realidad es un complejo de seis o siete más pequeños, siendo el principal un lugar de peregrinación, ya que un cierto rey francés, me parece que Henri 3 o algo así, se cargó de mala manera un pariente que le molestaba, un tal Duque de Guisa, con lo cual entre ambos regalaron a Blois un pretexto para que sus excelentes restaurantes estén llenos casi siempre. El château, en cualquier caso, es para no perdérselo.




Palacio Real de Blois; dentro de sus muchas vistas exteriores esta es la más incitante.

Si en el Ramiro hubiérais seguido con atención las clases de Historia con que nos torturaban, seguiríais sin saber nada de la vida privada de Napoléon I Bonaparte, porque esas cosas, algo más que picantes, de ningún modo se explicaban a los alumnos de bachillerato (sospecho que hoy tampoco, pero esa es otra guerra). No temáis, que no pienso aburriros explicándoosla. Sólo pretendo recordaros que a eso de los veintitantos se casó con una viuda, treintona y de muy buen ver aunque con más kilómetros que Le Tour de France, con la que resistió 14 años a ver si con ella lograba tener un hijo, y que como no se lo daba se ligó al Papa para le concediera una anulación eclesiástica, supongo que por desconocimiento del vínculo (según creo es la fórmula que se sigue usando en La Rota cuando al asunto no hay por dónde cogerlo), para pocos días después casarse contra una archiduquesa austríaca del tipo formidable paridora, esas a quienes les bastaba una mirada de cierta intensidad para quedarse muy embarazadas. A la recién repudiada, de viuda Rose de Beauharnais, de emperaora Joséphine de Bonaparte, y Yeyette para los innumerables incroyables que la conocieron 'a la bíblica', le había regalado tiempo atrás una enorme mansión en ruinas no muy lejos de París, llamada 'La Malmaison'. En sus buenos años la reconstruyeron, reformaron, agrandaron, acondicionaron y decoraron al carísimo gusto de Madame Bonaparte (pagando el contribuyente francés, más o menos igual que hoy hacemos nosotros con determinadas 'casas'), resultando un lugar muy agradable para vivir. Napoleón, que ciertamente no era tacaño, la cedió a su ex en las capitulaciones del repudio, digo de la anulación. A la muerte de Joséphine (1814) pasó a su hija, y desde ahí, tras una sucesión de idas y venidas un tanto rocambolescas, pasó a formar parte del patrimonio nacional francés. Hoy es un museo napoleónico donde buena parte de los cuadros son legítimos, la decoración y el jardín-parque tienen poco que ver con los que ideó Madame Bonaparte, y el mobiliario, por fin, sólo se parece al original, cosa que, en un detalle de buen gusto muy elogiable, no se oculta. Los últimos restauradores trataron, simplemente, de redecorar y amueblar las estancias con elementos coetáneos o no muy posteriores a los de los grandes días de La Malmaison, con excelentes resultados, ya que si bien es obvio que en las sillas que contemplas no se sentaron ni Boney ni Yeyette también lo es que las desaparecidas originales no debían llevarse mucho con las que váis a fotografiar (no os pondrán pegas si lo hacéis, pero mejor no uséis el flash; ésto, en general, es constante en todos los museos franceses, los cuales están administrados con mucho más sentido común que los españoles). En fin, que no os la perdáis. No se sale de La Malmaison con la sensación de haberse asomado a la vida privada de l'Empereur, pero si a una que se le debía parecer bastante.



La Mailmaison desde la entrada principal; se aparca un poquito lejos, por cierto.

Según sospecho, Boney no jugaba al billar, pues si era tan bajito como se murmura (más o menos como Franco, poco más de metro y medio) no podría darle a una bola
situada en el centro de esta inmensa mesa, la cual, en cualquier caso, no es de una época muy posterior.

El comedor principal; es de las pocas estancias donde algunas piezas de mobiliario son originales, aunque lo que
cuenta es el efecto general, que está conseguidísimo

París nos gusta mucho (acepto que decirlo es una vulgaridad), tanto que raro es el año en que, a la que nos den un pretexto, no vayamos al menos unos pocos días. En este viaje no teníamos gran cosa que hacer allí (para ver La Malmaison ni siquiera es preciso acercarse al Périphérique), pero la tentación de París, incluso en medio de su agobiante verano, es irresistible, de modo que hicimos allí una noche, siguiendo un programa que para nosotros es casi obligado: dejar los trastos en el hotel, aparcar tan cerca de l'Île de la Cité como podamos (en la calle no es difícil, además de que en agosto no se paga por aparcar; en cuanto a los parkings, que hay muchos, son tan caros como los de Madrid) y echar a caminar, empezando por las cáoticas Jaune-Gibert de discos, películas y libros, las del primer tramo del Boulevard de St. Michel. Después quedaba el tiempo justo para dar una vuelta por el más desconocido de los grandes museos de París, el Carnavalet (si queréis más detalles, en este mismo conjunto de blogs, pinchad aquí: http://manminman.blogspot.com.es/p/madame-recamier-y-madame-tallien.html). Al salir procedía recuperar la formalidad exigible a la hora de cenar; ese día teníamos el capricho de zamparnos un cock-au-vin en el antiquísimo Cafe Procope, como si fuéramos el General Álava y su aide-de-camp, el Capitán Miniussir. A la vuelta del viaje nos esperaban las galeradas, y mi condición nerviosa era la que sin duda podéis imaginar, de modo que nos pareció inexcusable dedicarles la cena y la botella de grandioso borgoña con que la empujamos. Las cosas, estaréis de acuerdo, se hacen bien o no se hacen.


Pasar por París y no sacarle una foto a la recién adecentada Notre Dame tiene pecado mortal, no sé si lo sabéis.

Viniendo desde París, Normandía comienza en Les Andelys, un poblachón sin mucho que ver pero situado en un bonito recodo del Sena. Desde una colina cercana hay unas vistas notables, y allá que nos subimos para hacer nuestras primeras fotos de Normandía. De la Alta Normandía, para ser exactos, porque hay dos, ésa y la Baja. Dejando aparte divisiones administrativas, la única diferencia en orografría que se halla bien a la vista está en las costas, que en la Alta son habitualmente acantilados bastante altos con playas de cascajo, mientras en la Baja los acantilados escasean y las playas, mucho más agradables, son de arena y muy planas, de modo que las diferencias entre bajamar y pleamar llegan a ser de kilómetros.

En Les Andelys, ya os lo he dicho, no hay mucho que ver, salvo una no sé si iglesia grande o catedral pequeña (otra cosa no habrá en Francia, pero catedrales hay a patadas) que la Guía Michelin (si en algún lugar es imprescindible es en Francia) recomendaba no perderse. Yo no puedo recomendar ni eso, aunque conservo una curiosa sensación de abandono, y no del templo, sino de los creyentes. Había un cura, muy mayor y de gesto nada simpático (no debían gustarle los turistas de gesto indiferente y en apariencia sólo preocupados por hacer fotos), y nadie más, cosa que nos llamó la atención, porque según el cartelón de la entrada era hora de culto. Un culto en el que no participaba nadie; luego vimos que ésa es una constante a poco que te salgas de los entornos más turísticos; es como si la Iglesia Católica, en Francia y a saber por qué, aunque no me asombraría que a causa de su fundamentalismo talibánico, estuviera quedándose sin fieles incluso donde más debería conservar, en los pueblos y en las ciudades pequeñas, de siempre tenidas por más conservadoras. Bien, pues por lo que sea no parece que les quede mucho por conservar.


Recodo y cañón del Sena, y vista de Les Andelys; según nos dijeron después la mejor vista es en primavera; en verano todo se pone un tanto amarillento.

Rouen, capital de la Alta Normandía, es una ciudad bastante industrial que ha conocido tiempos de mayor prosperidad, y que en estos, según se cuenta, trata de ponerse al día. Tiene un centro histórico muy bien restaurado (en 1944 le cayeron bastantes bombas); está situado en la ribera derecha del Sena (la parte industrial, con el puerto a la cabeza, está en la izquierda), donde como es natural destaca esa catedral que pintó Monet un día que debía ver muy borroso. El gran polo de atracción de la ciudad no es la catedral, sino la plaza donde unos católicos ciertamente devotos dejaron muy hecha a una pobre chica esquizofrénica, que otra cosa no debió ser Sainte Jeanne d'Arc. Es una plaza feota, con un museo evocativo de pésimo gusto arquitectónico plantado en medio. El pilón al que se ató a la pobre santa se conserva (dudo bastante que sea el original, pero en materia de reliquias ya sabéis lo que sucede, que si se pusieran todas juntas las astillas que se conservan de la Santa Cruz darían para construir varias casas), pero no resulta muy excitante, que se diga. Por lo demás, la plaza está rodeada de todo tipo de restaurantes, ni demasiado caros ni con aspecto de timar a los turistas, si bien es verdad que aquí, como en todas partes, apartarse un poquito del centro-centro es tan bueno para el estómago como para el bolsillo.

Plaza de quemar santas; no se llama así, pero el nombre vale para entendernos.
Rouen estaba en fiestas; ahí, con alguna pena, comprobamos que los lugareños, en fiestas, podían ser tan ruidosos como los españoles.

Nuestro camino, como habréis ya imaginado, no era en línea recta ni buscando las distancias más cortas, sino con frecuentes cuchilladas a babor y a estribor. Una de las más pronunciadas la dimos para no perdernos esta abadía normanda del siglo X, o quizá fuera el IX (si os pica esa curiosidad, ya sabéis: wikipedia). Se llama Jumiélges y de veras que impresiona, incluso en un día esplendoroso (bajo una tormenta de rayos y truenos debe dar bastante miedo), sobre todo por los descarnados y altísimos campanarios. Por cierto: justo al lado se come tan magníficamente como en toda Normandía, la Alta y la Baja.

Una guía muy amable (voluntaria; no cobraba) nos explicó que su estado actual no tenía que ver con los bombardeos de 1944, sino con los revolucionarios de 1789, a los que, por razones que no tenía tiempo para explicarnos, las iglesias en general y las abadías en particular les caían bastante mal. Eso nos llevó a preguntarnos la razón de que la primera consecuencia de cualquier revolución es emprenderla con los curas y con las iglesias, con los monasterios y con los conventos. ¿A qué se deberá?



Abadía normanda de Jumiéges; no os la perdáis

Dieppe es un puerto de un cierto tamaño (unos diez mil habitantes) situado cerca del extremo NE de Normandía, en un largo remanso en medio de una inacabable cadena de acantilados y con una amplia playa de cascajo. Se puso de moda como 'resort' veraniego en la primera mitad del XIX, cuando a las damas elegantes de París se les vendió que darse un chapuzón en el Canal de la Mancha iba bien para la salud y la belleza. Hay un museo del baño donde se aprecia cómo lo hacían, y la verdad es que cuesta no sujetar una sonrisa viendo cómo aquellas damas elegantes, sostenidas entre cuatro forzudos sobre una especie de manta e impecablemente abotonadas hasta el cuello, eran sumergidas sin compasión. En esas mismas aguas hoy en día las parisinas se bañan prácticamente à poil, porque lo cierto es que Dieppe sigue siendo la playa más cercana a París, con quien la enlaza un baratísimo 'cercanías', aunque supongo que siguen saliendo del agua tan tiritando como las pioneras de hace siglo y medio, pues su temperatura (y la del ambiente en general; a mediodía no había forma de pasar de 20º, y por supuesto lloviendo cada dos por tres) es como para pensárselo. En cualquier caso Dieppe es una ciudad para no perdérsela, porque sin ser especialmente bonita su puerto y su centro tienen un gran encanto, especialmente en ese agosto de 2012 donde se conmemoraba el 70º aniversario del desembarco de Dieppe (1942), una intentona del tipo 'a ver que pasa' de británicos y canadienses para ensayar lo que dos años después fue el de Normandía. Se conservan, a título de curiosidad para turistas, varios vehículos y restos diversos de aquel fallido desembarco, donde la Wehrmacht se puso las botas con los optimistas invasores y en especial con los muy bisoños canadienses, a los que hizo cerca de dos mil muertos e incontables prisioneros. No pocos de los que pudieron contarlo, acompañados de sus hijos y sus nietos (el más joven de los combatientes de 1942 no bajaba de 88 tacos), desde hacía unos días se congregaban en Dieppe y sus alrededores, de modo que conseguir una reserva si se buscaba en ese mismo agosto era bastante difícil (nosotros la teníamos desde mediados de julio; a la hora de planificar un viaje como el nuestro, la premeditación y la alevosía son inexcusables).


Dieppe: el puerto. Es una sucesión de restaurantes y lugares de copas, unos ruidosos y otros no, unos encantadores y otros no,
y unos de precios razonables y los más no, pero donde tienes garantizada una velada muy agradable (si te abrigas bien).

La carretera costera desde Dieppe a Le Havre discurre sobre la cima de los acantilados, y es un ejemplo excelente de esa definición internacional que se llama 'scenic drive'. Ni que decir tiene que hay que ir despacio, lo que no impacienta, porque las maravillas a disfrutar no se acaban nunca. Saltas de paisajes imponentes, a 200 o 300 metros de altura sobre el mar contemplados desde miradores encaramados a lo alto de unos acantilados que dan verdadero miedo, a pueblecitos encantadores donde te pararías de mil amores a estirar las piernas y estudiar lo que se puede uno comer en los incontables bares, tabernas o simples puestos de mariscos que bordean el camino. En uno de ellos, el merecidamente famoso Saint-Valery-en-Caux, no pudimos resistirnos. Valió la pena, sobre todo cuando tras un largo paseo nos paramos en un puesto que ofrecía lo que a continuación veréis en las fotos, y donde en un segundo puesto a pocos pasos te cocían lo que habías elegido, y en compañía de un agradable muscadet muy frío te lo zampabas dando gracias a los dioses de que Normandía siga existiendo.


Saint-Valery-en-Caux; se parece a San Vicente de la Barquera, pero bastante más barato.

Centollas gordísimas (vivas) a €4 el kilo. Cayeron dos.

Lubrigantes azules, según los marisqueiros galegos los más sabrosos de todos, a €9,50 la pieza de un kilo; en el puesto de al lado te lo cuecen gratis,
con las centollas, si te quedas allí a comértelo y les compras el vino (€8 una botella de algo que podría pasar por un blanco de Rueda).
Todo ello en compañía de un trato por demás agradable, aunque sólo en francés; los normandos, en general, son gente la mar de hospitalaria.

Fécamp es un poblachón bastante feo. No tiene nada, salvo un paseo marítimo bordeando una playa muy larga (tirando a cutre) y el recuerdo de bombardeos despiadados (era una de las principales bases avanzadas de la Luftwaffe, de donde despegaban los cazas que escoltaban a los bombarderos durante la Batalla de Inglaterra), así como un antiguo monasterio benedictino, hoy en día convertido en museo, donde durante siglos se criaba el famosísimo 'Licor Benedictine', una cosa dulzona y de graduación comprendida entre 40 y 70º (según especialidadaes) que a nosotros no nos gustaba un pelo, pero del que teníamos el encargo de llevar un par de botellas a España (no de las corrientes, las que puedes comprar en cualquier Carrefour, sino el 'acqua vitae' de 70º cuya función, dicen, es despertar a cualquier muerto). Eso si que es caro (en Francia es lo único prohibitivo, el bebercio de muchos grados; ahí reside la gran ventaja competitiva de nuestro país para el borrachucio de importación, aunque a nosotros, que salvo algo de vino bebemos muy poquito, nos daba igual), pero la visita al monasterio-museo es interesante; sobre todo, por lo inusitado que es todo.


Fécamp: museo Benedictine


Étretat es un pueblecito, ya cerca de Le Havre, situado en un tajo entre acantilados, los cuales, por su parte, ofrecen una serie de curiosidades, tipo rocas perforadas por las olas, que no sólo han sido fotografiadas hasta la extenuación, sino que hace siglo y pico fueron fuente de inspiración para no pocos pintores impresionistas que vivían en París y veraneaban en Normandía. Sólo vimos los de un lado (se nos echaba el tiempo encima), y aún asumiendo que no podíamos dejar de verlos y hacer la preceptiva foto, el área estaba tan masificada de turistas que disuadía un poquito. En cualquier caso no pasa nada por perder una hora en verlos (no tienen mucho más).


Acantilados de Étretat, lado Este

Íbamos a dormir a Honfleur, un pueblo al otro lado del Sena, ya en la Baja Normandía, que teníamos idealizado desde que supimos hace muchos años que allí se refugiaba Satie para componer sus varias Gymnopédies, pero no queríamos dejar de ver Le Havre, quizá por lo mucho y muy romántico que se había escrito sobre su puerto, de donde zarpaban los transatlánticos para New York, y que los dos habíamos leído hasta la saciedad en nuestras niñeces. Hay un promontorio poco antes de Le Havre donde tomamos unas cuantas fotos; esta que sigue es la mejor, y además permite darse una idea del horror en que se convirtió Le Havre entre 1944 y 1950, primero por culpa de los aliados, que la bombardearon sin compasión, luego de los alemanes, que al retirarse volaron todo lo que no se habían cargado los otros, y por fin los propios franceses, que pretendían reconstruirla cuanto antes, aunque para desdicha de sus habitantes eligieron como responsable un ingeniero fanático del hormigón pretensado y de los edificios construidos por medio de paneles prefabricados, al peor estilo sociata (se debió inspirar en las monstruosidades de Berlín Este), con lo cual le salió un engendro que viene a ser un inmenso Barrio de la Concepción, sólo que en uniforme hormigón gris. No sé si es la ciudad más horrenda del planeta, pero en el 'top ten' seguro que figura. Espero me agradezcáis que no cuelgue ninguna foto del centro. Sinceramente, da espanto.



Le Havre y desembocadura del Sena

Otra leyenda negra de Francia, sin duda interesada, dice que la gasofa es carísima. Bueno, pues tampoco. Si te paras en las gasolineras de las autopistas te clavan a conciencia, por supuesto, pero a poco que aprendes la manera de vivir de los franceses te vuelves como ellos, y a la hora de repostar te buscas alguna gran superficie de las reputadas como más baratas para el asunto del combustible (en el verano de 2012 eran Super U y E. Leclerc), sin esperar a vaciar el depósito y circulando con el ojo atento a la oferta del día, y cuando veías algo del estilo 'super a €1,45' pues ya estaba, ahí era donde lo llenabas (en el último repostaje 'español', cerca de Lasarte, pagamos el litro de 95 a 1,48; sin comentarios).

Honfleur es divino. Punto. Es un viejo puerto de pescadores, y hasta hace siglo y pico también lo era de barcos de un cierto porte, pero los sedimentos del Sena le han reducido mucho el calado, cosa que no creo les importe porque para los pesqueros, los yatecillos de recreo, y algunos otros ya un poquito más grandes, les da de sobra. La ciudad, que no es tan pequeña como podría parecer, se arbola desde el puerto viejo, en forma de U. Ese puerto viejo es el legítimo 'punto G' de Honfleur, ideal para pasear, hacer fotos y en todo caso comprarte un helado, porque cenar está fuera de discusión, sobre todo en cuanto adviertes que basta con caminar un par de calles, o unos 200 metros, para que los precios se reduzcan a la mitad y la calidad, y la cantidad, se doblen. Hay multitud de rincones evocativos de que ahí componía Satie, o pintaba no-sé-quién, y cosas por el estilo, y algún museo pequeñito y golfo, como de fortuna si no de pegote, pero el atractivo de Honfleur no está en eso. Está en sí misma, en su esencia de viejo paraíso de contrabandistas y bucaneros donde casi todos los días hay una luz tan deslumbrante como apasionante, tanto para los pintores como los fotógrafos. De verdad, no os lo perdáis.




Honfleur: el puerto


Más puerto. Adivinad a cómo iba la temperatura.
Empezando a anochecer, y empezando a buscar dónde cenar sin tener que vender nuestros cuerpos.
Después de haber cenado, a la búsqueda de un helado


La noche, en Honfleur, tarda mucho en caer. Serían las 2, y aún no había caído. Sin ruido, eso sí. El chunda-chunda está Prohibido por la Ley.

En Honfleur comienzan las agradables y kilométricas playas de la Baja Normandía; la de Honfleur no es estrictamente atlántica, porque el mar no es tal, sino el estuario del Sena, pero a todos los efectos es como si lo fuera. Al igual que en todas las demás que descubriríamos después, rebosa carteles advirtiendo que el paso de bajamar a pleamar puede ser muy rápido, tanto que al paseante despistado le puede costar un gravísimo disgusto no tener en el cuenta la hora límite para regresar al paseo marítimo.


Honfleur: es una playa casi al mediodía de una mañana de agosto y con sol. Interesante, ¿verdad?

Entre las diversas curiosidades de Honfleur figura esta iglesia católica de madera. No es como las prusianas luteranas construidas en Polonia, sin clavos, sin cimientos y sin piedras, pero aún así es interesante. No era momento de culto, por lo que no tiene nada de particular que sólo hubiera turistas. Según nos explicaron más tarde, es la más concurrida de la ciudad.


Por fuera
Por dentro

El 6 de junio de 1944 ciento y pico mil soldados británicos, canadienses y americanos desembarcaron en las playas centrales y occidentales de la Baja Normandía, en un área que del lado Este se inicia en un pueblo llamado Ouistreham y en el Oeste acaba en otro de nombre Saint-Vaast-la-Hougue. Entre medias hay cantidad de playas, de bonitos y muy eufónicos nombres franceses, aunque la fuerza de los acontecimientos ha dado lugar a que para casi todo el mundo sólo haya cinco, y encima de nombres tan horribles como Sword, Juno, Gold, Omaha y Utah (tuvo que ser un chusquero el que los eligió; sin la menor duda). Los dos sentíamos alguna curiosidad por saber qué tal pinta tenían, y qué restos de aquel día (y de los siguientes) aún se conservan, y qué cosas, en general, se están preparando para la conmemoración, dentro de dos años, del 70º aniversario del desembarco, el cual, por cierto, va a coincidir con apenas seis semanas de diferencia con el centenario del comienzo de la Gran Guerra, de modo que va a ser un año bien cargado de festejos guerreros.

En el camino hacia Ouistreham había unas cuantas cosas que ver, siendo las primeras la doble ciudad Trouville-Deauville, de las que se podría decir que son dos barrios de una sola población separados por la desembocadura de un río breve aunque muy caudaloso que se llama Touques. Es llamativo, sin embargo, que dos ciudades tan cercanas en la práctica sean tan distintas, pero quizá resida en eso su embrujo y su fascinación.

La primera que te encuentras viniendo del Este, de Honfleur, es Trouville-sur-Mer. Es muy agradable para pasear, y se le nota que no excesivamente cara para vivir. De hecho presume de cantidad de vecinos más o menos célebres que la han elegido para pasar allí el otoño de sus vidas (yo no estaría en contra de pasar allí el mío; la verdad es que me gustó mucho). Dentro de las diversas cosas entrañables que la hacen aconsejable para pasar allí un fin de semana, si se encuentra hotel (hay pocos y no tienen pinta de baratos) hay un gran lonja de pescados y mariscos, a la que rodean cantidad de puestos donde por menos de €10 te sirven una docena de ostras #3 (bastante gordas, para entendernos) y media botella de chablís o muscadet (para dos). Es no sólo un  aperitivo excelente a la par que exótico (en Madrid no es normal gozar estas exquisiteces, y menos en estos precios; visítese, si no, el mercado de San Miguel), sino que da una buena pista del talante general de la ciudad: nada relamida, sofisticada sólo en el fondo aunque no en las formas y bien consciente de que no todo el que aparca en sus calles es un millonario.


Comienzo del paseo marítimo de Trouville; no todas las casas son así, aunque sí la mayoría. Definitivamente, para quedarse a escribir un libro.

Deauville comenzó a ponerse muy de moda tras la guerra franco-prusiana de 1870-1871, cuya principal consecuencia fue que Francia dejó por fin de ser una monarquía para volverse república de un modo se cree que definitivo (yo, al menos, no veo a los franceses con la menor gana de volverse a colocar un Borbón encima, y menos uno tan español como el biznieto de Franco que desde hace un tiempo dice ser 'el pretendiente'). Gracias a su playa extraordinaria se volvió un lugar no sólo ideal para veranear, sino para mantener una segunda residencia válida para todo el año. Las mansiones deslumbrantes, los restaurantes elegantes y los hoteles apabullantes florecían aquí y allá, culminando en una 'société des bains', en un náutico, en un casino y en un club hípico dotado de hipódromo donde la buena sociedad no necesitaba más, salvo en todo caso una barrera que la protegiera de los proletarios asquerosos, y para esa función no hay nada más eficaz que unos precios desmesurados.

Deauville alcanzó su esplendor en los divinos 20's, ese tiempo maravilloso conocido por segunda belle époque (la primera, mucho más larga, comenzó en 1871 y concluyó en el verano de 1914) y que inició su declive con la crisis de 1929, para terminar en la mucho peor de 1940, cuando los mandos de la Wehrmacht decidieron aplicar a rajatabla el 'leben wie Gott in Frankreich' (vivir como Dios en Francia), una expresión popular que define el ideal prusiano de la buena vida, para lo cual comenzaron por requisar todo lo requisable. De allí les sacaron los aliados en junio-julio de 1944 (les encontraron bastante acomodados y con escasas ganas de pelear a muerte; la buena vida, ya se sabe, acaba conduciendo a la molicie, la galbana y al no valer para nada); éstos dejaron tras ellos una Deauville que nunca llegó a recobrarse del todo, ya que cuando la gente chic comenzó a verse lo suficientemente bien en fondos para regresar en gran estilo, la revolución de los transportes modernos había trasladado a lugares como Saint Tropez, Cannes y Montecarlo, de clima es de reconocer que muchísimo mejor, el gran polo de atracción para la gente con pasta. Deauville, pese a todo, está lejos de haber muerto. Conserva ese encanto un punto indefinible de la cocotte acincuentada que ha estado buenísima y que ha levantado inmensas fortunas, y que acepta resignarse a una vida menos deslumbrante pero aún así muy confortable (en Deauville, por cierto, residen numerosas damas elegantes a quienes se percibe de un vistazo un pasado galante; se detecta en cuanto sale el sol, pues a casi todas las que aún pueden andar les encanta salir a dar una vuelta por las carísimas tiendas, sin comprar nada pero quizá recordando los hermosos tiempos donde ahí, en esas mismas joyerías y boutiques, sus diversos y adinerados caballeros les compraban de todo para que, luego, ellas les hicieran de todo).

Esta foto corresponde al centro-centro de Deauville. Una ciudad exquisita donde todo es hermoso, limpio y carísimo. Aún así, un café y un croissant es algo que aún se puede uno pagar. 

Deauville, la cocotte eterna

Deauville, su playa magnífica (y habitualmente desierta; es que suele hacer un frío del carajo)

Siguiendo el camino hacia Ouistreham es inevitable detenerse a comer en Cabourg, un pueblecito de chichinabo con una playa como todas las de Calvados, pero de fuerte influjo literario. Es porque aquí veraneaba Marcel Proust, sobre cuyo 'En busca del tiempo perdido' nos hemos afanado todos los que alguna vez, a lo largo de nuestra vida, hemos padecido pretensiones de pasar por intelectuales. Hoy, con la serenidad de mis numerosos años, no tengo reparo en afirmar que esa monumental obra de Proust es un coñazo inaguantable, lo cual sólo es posible asegurar con la debida propiedad tras habérsela tragado, eso sí. De ahí mi empeño en hacer un alto en Cabourg, y en visitar ese mítico Gran Hotel idealizado por generaciones y generaciones de apasionados lectores del gran hombre. Debo confesar que visto de lejos el Gran Hotel tiene muy buena pinta, aunque una vez dentro recuerda no poco a las otoñales cocottes de Deauville, en el sentido de que, como ellas, también ha conocido tiempos mejores. Ya no es, para empezar, un lujosísimo 5* (como tampoco lo es Cabourg, dicho sea de paso). Tras la ruina de sus anteriores propietarios fue adquirido por la despiadada cadena Accor, dueña, entre otros, de los ultrafuncionales Ibis que tanto aprecio desde mi desapasionada practicidad. Tras unas reformas orientadas más al buen funcionamiento de sus tripas que a la preservación del 'Tiempo Perdido', hoy es un decoroso 3* de la marca Mercure (los 3* de Accor; los 4* son los Sofitel, los 2* son los Ibis y los 1* los Formule 1), gracias a lo cual, y si te quieres dar el capricho, por unos €80 -temporada baja-puedes dormir en la chambre donde Monsieur Proust perseguía tanto su tiempo perdido como el de los infelices que después leerían sus aburridísimas historias. Eso sí: en su terraza, la instalada en el paseo marítimo, se come muy decentemente, por mucho que si te descuidas se te lleva el viento, como a la desdichada María Sarmiento.



Cabourg: Gran Hotel, con reminiscencias proustianas

Al llegar a la desembocadura del Orne, en cuya otra orilla está Ouistreham, nos desviamos hacia el Sur, pues teníamos reserva en Caen, la capital de la Baja Normandía, donde pensábamos quedarnos dos noches. Desde poco antes de llegar al Orne comenzamos a sentir la presencia del desembarco de 1944, en forma de continuos anuncios y mensajes destinados a convencernos de visitar toda clase de museos, monumentos, bastiones y memoriales, no sólo en evocación de aquel día en verdad histórico, sino de la menos conocida batalla por el control de Normandía que a partir del 6 de junio se prolongó durante casi seis semanas, para terminar dejando la región hecha unos zorros, con más de quince mil muertos en su desdichada población civil y buena cantidad de sus núcleos urbanos reducidos a escombros, cuando no a cenizas. Ésa, sin ir más lejos, fue la suerte de Caen. Hoy en día se muestra casi perfectamente reconstruida-restaurada, si bien las fotos que se exhiben en el museo de la ciudad son inequívocas: no quedó piedra sobre piedra, salvo las muy añejas de los templos principales, que aunque fueron levantados con el simple propósito de honrar a Dios Nuestro Señor se revelaron excelentes para resistir las bombas de fragmentación americanas.

En Caen se rinde culto a un tipo ciertamente interesante, un Duque de Normandía que se llamó Guillaume le Conquérant (William the Conqueror para los ingleses) y cuyo mayor logro fue conquistar Inglaterra, así, con dos... bueno, poned vosotros el resto. Era hijo de otro gran tipo conocido por Robert le Diable, que a su vez era un bastardo del duque que mandaba por entonces. Se cuenta de él, y de su singular delicadeza en el trato y la seducción de las mujeres, que teniendo noticia de una noble dama muy hermosa y de gran fortuna quiso ponerle sitio, para encontrarse con un 'en plan de amigos lo que quieras, pero más allá de ahí ni lo sueñes' que no le gustó nada, porque nacía de su triste esencia de hijo bastardo. Otro se habría entristecido para liarse a componer sonetos, pero Robert le Diable era de otra pasta, de modo que se plantó en el castillo de la dama, se abrió paso arrojando por las almenas a todo infeliz que se opusiera, se plantó ante la bella, le agarró de la trenza y la sacó a rastras hasta el patio de armas, para tras eso explicarle el gran amor que sentía por ella y que ni se le ocurriera volver a decirle que no, ante lo cual, y como era de prever, la otra cayó rendida en sus brazos. El primer fruto del gran amor que se tuvieron (hubo muchos) fue Gillaume, que ya desde pequeñito dio muestras, como tantos y tantos hijos que han eclipsado a sus gloriosos padres, de ser capaz de gestas inimaginables. Apoderarse de Inglaterra fue una, pero hizo más cosas. Entre otras, convertir Caen en una maravilla de arquitectura normanda (una sorprendente mezcla de elementos románicos y góticos, de alturas muy considerables e inencontrable fuera de Normandía), construyendo magníficos edificios administrativos y religiosos que con el tiempo también se volverían administrativos. La mayoría sigue aún en pie y funcionando, lo que demuestra que lo suyo no fue, ni de lejos, una 'Ciudad de las Artes y de las Ciencias al Trincadís del Gürtel Valençiá'.

El gran Guillaume no sólo se las tuvo tiesas con los ingleses, sino con el mismísimo Papa. Éste, al final, se arrugó un tantico, presintiendo que el normando sería capaz de hacer lo que pocos siglos después haría su descendiente Enrique VIII, de modo que se avino a parlamentar. Fruto de la negociación y del ulterior acuerdo fue la construcción de un par de Abadías, la de Los Hombres, patrocinada por Guillaume, y la de Las Damas, inspirada por su señora la duquesa Mathilde. En realidad fue un hacer de la necesidad virtud, porque los tiempos eran duros y el desempleo era la peor de las plagas. Levantar las dos abadías, cuya financiación corrió por cuenta de Guillaume sólo en una pequeña parte (el resto fueron 'aportaciones voluntarias' de nobles y terratenientes sabedores de cómo las gastaba Guillaume), fue una buena forma de repartir trabajo y pan, que al fin y al cabo era de lo que se trataba. El proyecto y la construcción fueron tan de primera categoría como casi todo lo que aprobaban los maestros de obras normandos que trabajaban para Guillaume (su política retributivopunitiva era sencilla: como se os arrugue el trincadís os quemo vivos), lo cual queda demostrado al considerar que las dos abadías siguen en servicio, la de Los Hombres albergando el Ayuntamiento de Caen (su iglesia, que sigue funcionando con el nombre de Saint Étienne, contiene la tumba del Duque Guillaume) y la de Las Damas el Consejo Regional de la Baja Normandía (su iglesia, también consagrada, se llama de la Trinité y alberga los restos de la duquesa Mathilde). 


Abadía de Los Hombres

Abadía de Los Hombres, volviendo al hotel después de cenar como normandos.
Abadía de Las Damas (a punto estuvimos de quedarnos encerrados; ojo si váis, porque si dicen que cierran a las ocho no es a las ocho y cinco).

En Caen hay muchos más templos, aunque tres de ellos son ciertamente interesantes (al menos, mi mujer y yo sufrimos fuertes presiones para que no nos los perdiéramos). El primero es la Iglesia Vieja de San Esteban (Saint Étienne). Está muy cerca de la nueva, que a su vez forma parte de la Abadía de Los Hombres. Según entendimos quedó tan hecha polvo por los bombardeos de 1943 y 1944 (los aliados la tomaron con Caen mucho antes del desembarco de Normandía) que no se intentó reconstruirla; se prefirió, en cambio, conservarla en ruinas, como recordatorio de lo mala que es la guerra. De día pasa desapercibida, pero de noche, al estar iluminada por dentro, muestra un aspecto ciertamente fantasmal.


Iglesia Vieja de San Esteban

Otra perspectiva de la Iglesia Vieja (la foto, a diferencia de las que lleváis vistas, no es nuestra)

Esta es la Iglesia de San Pedro. Cuando la vimos estaba a medio restaurar; habían terminado el lado que no se ve, y se preparaban para empezar con el que aquí se ve. Es rara, y fea, pero muy original. Por dentro, y al ser tan estrecha, resulta extrañamente armoniosa, por no decir una preciosidad (el interior ya está restaurado).



Iglesia de San Pedro, en los dos lados que todavía dan pena

Esta es la más original de todas, la de San Juan. Su estado espeluznante no se debe, cosa rara, a los aviones americanos (los ingleses, que sólo bombardeaban de noche, preferían ir más lejos), sino a que quien eligió el terreno para construirla no hizo caso a los maestros de obras, que lo juzgaban inestable. Sucedió lo usual cuando las grandes decisiones las toman los políticos (o los religiosos) sin hacer caso a los profesionales: a media construcción de la torre central los muros comenzaron a moverse, de modo que se abandonaron las obras aunque no por eso dejó de consagrarse. Hoy en día es un templo que los ciudadanos miran con simpatía, pero en el que prefieren no sólo no poner los pies, sino ni siquiera acercarse, no sea que se derrumbe con ellos dentro o demasiado cerca (está junto a una calle por donde pasan tranvías, autobuses y tráfico pesado en general). Nosotros nos limitamos a fotografiarla a prudente distancia, admirándonos  profundamente de sus retorcidas paredes (se asemejan bastante a las de un flan) y a la inclinación extraplomada de su pórtico. En la foto quizá no se aprecie bien su aspecto bamboleante, pero si nos hacéis caso y os apuntáis a un par de noches en Caen, ya nos diréis después si os habéis atrevido a entrar o no.


La inusitada Iglesia de San Juan

A partir de Ouistreham, y si se circula hacia el Oeste buscando siempre la carretera más cercana a la línea costera, os adentraréis en una sucesión de pueblecillos, playas, más pueblecillos, más playas, y de vez en cuando un tanque atravesado en el camino (abundan los Sherman del US Army, y también los Mathilda del British Army, pero de la Wehrmacht apenas hay nada; sinceramente, no sé cómo interpretar eso). Hay un supuesto museo cada cinco kilómetros, más o menos, aunque visto uno, vistos todos. Por lo general no contienen más que unas pocas armas de infantería, algún cañón pequeñajo, dos o tres vehículos de cualquier tipo y, eso sí, un tanque (siempre hay uno). Para compensar tanta monotonía recurren a unos precios desmesurados, de modo que cuando picas en uno ya no repites. Nosotros íbamos avisados, de modo que desoyendo sus cantos de sirena no nos detuvimos en ninguno hasta llegar al único que de verdad merece la pena, el de Arromanches.

Arromanches es un pueblecito situado más o menos en el centro de la línea del desembarco. Delimita la zona anglocanadiense -la que se queda del lado Este- de la norteamericana -la que sigue hacia el Oeste-. Allí fue donde la Royal Navy y la US Navy desplegaron sus Mulberries. Tranquilos, que os lo explico: el desembarco fue objeto de una planificación detalladísima; lo primero que se advirtió fue que mantener abastecida una fuerza desembarcada de cien mil tíos, a la cual habría que reforzar a diario, supondría desembarcar igualmente miles de toneladas al día, lo que de ningún modo se podría llevar a cabo de no contar con un puerto. Al Este de la Baja Normandía el primero que valdría sería Le Havre, que muy difícilmente caería antes de tres meses. Al Oeste se contaba con Cherbourg, pero nadie se hacía ilusiones de que se pudiera capturar, adecentar y poner en servicio antes de un mes. Era necesario, pues, habilitar algún sistema para que los buques de transporte, que rara vez desplazaban menos de cinco mil toneladas, pudieran llegar cerca de las playas conquistadas. La solución era un muelle artificial, construido a base de módulos de acero y hormigón depositados en la playa de Arromanches (sumamente plana, tanto que se interna en el mar un par de kilómetros sin apenas ganar profundidad) y ensamblados unos con otros por medio de pasarelas metálicas también fijas, y de resistencia suficiente para permitir el tráfico de blindados. Los llamaron Mulberries y construyeron dos, uno para los anglocanadienses y otro para los norteamericanos. El mismo día del desembarco ya se comenzaron a fondear módulos, de forma que los primeros tanques ya circulaban apenas cuatro días después. Más o menos por entonces vino una galerna fenomenal, como no se recordaba otra por allí, la cual se llevó por delante uno de los Mulberries. El otro resistió hasta la caída de Cherbourg; justo a tiempo, pues ya estaba tan descalabrado que costaba Dios y ayuda mantenerlo en pie. Hoy en día queda bastante de este segundo Mulberry; sus restos, en forma de módulos feísimos semihundidos, se aprecian muy bien desde las alturas que enmarcan Arromanches (miradores donde no te cobran, si bien el parking sale por lo mismo que el de Place Concorde). Después, ya en el pueblo (adónde conviene bajar andando, porque ahí sí que es imposible aparcar), no se puede uno perder el museo, que sin ser nada del otro mundo (si se poseen algunos conocimientos previos de lo que fue el Desembarco de Normandía) suele bastar para colmar la curiosidad de la mayoría de la gente, la que no se inquieta por ser incapaz de distinguir un tanque americano de uno alemán (ni falta que les hace).


Arromanches-sur-Mer


No muy lejos de Arromanches se conserva uno de los motivos  profesionales de haber emprendido este viaje. Los que hayáis leído el relato de otro bastante largo que publiqué aquí, http://nuestviaj.blogspot.com.es/p/los-canones-de-lundahaugen-por.html, recordaréis que la razón de ir tan lejos fue ver con mis propios ojos qué había quedado de un buque muy airoso pero de vida desgraciada, el crucero de batalla Gneisenau. Allí, en Noruega, encontré tres de las nueve piezas de su artillería principal, y en Holanda estuve a pocos metros de los fortines donde se instalaron otras tres, pero la historia no la tenía completa. Me faltaban cuatro de las doce piezas de su artillería secundaria, las dispuestas en casamatas individuales (las montadas en torres dobles, o una parte de ellas, aún están en Dinamarca); un buen día leí que todavía existían, y que eran una especie de reliquia nacional francesa conocida por 'Batería de Longues'. Así, con la obstinación natural de todo hijo del Ramiro que se precie, no paré hasta convencer a la jefa de que sería una buena idea dejarnos caer por allí.

Las casamatas originales del Gneisenau se instalaron en el interior de robustos blocaos de hormigón, capaces de resistir todo salvo el impacto directo de una granada perforante. Una de estas granadas, disparada por el crucero inglés HMS Ajax (sí, el mismo que se las tuvo tiesas con elAdmiral Graf Spee), alcanzó el blocao #1, dejándolo que da pena verlo, pero los otros tres se conservan muy bien, gracias a que nada más observar qué había pasado con el #1, los artilleros de los otros tres, todos ellos reservistas, cuarentones y un tanto barrigudos, salieron de najas (Longues debió ser de las primeras baterías en capitular). Gracias a su encomiable amor por el propio pellejo hoy podemos visitar esta inquietante muestra de una rara forma de arquitectura disparatada, la militar. Para terminar de redondear el milagro la visita es gratis, lo que tiene cuajo por ser lo que realmente vale más de toda la línea de batalla. No me asombraría que cuando llegue el verano de 2014, con los millones de visitantes que se predicen, el ayuntamiento de Longues-sur-Mer fije algún tipo de canon, así que ya sabéis: id este verano, pues si lo dejáis para el siguiente os tocará pasar por caja. 


Batería de Longues: blocao y pieza #4 (la que mejor está)


Unos pocos kilómetros al sur de Longues y su batería se levanta una pequeña ciudad llamada Bayeux que bajo ningún pretexto puede uno perderse, aunque por razones en absoluto imputables al Desembarco de Normandía. La principal es el Tapiz de Bayeux; las secundarias, la catedral y el museo Gérard. Como veréis, nada que ver con los cañonazos y las bombas, pese a que allí cayeran unos cuantos y unas cuantas en los primeros días del desembarco.

El Tapiz de Bayeux es una especie de inmenso cómic, de varios cientos de metros de largo, en el que se representan las causas que llevaron a Guillaume le Conquérant a eso mismo, a conquistar Inglaterra, así como la forma en que lo hizo (fue el inventor de 'quemar las naves'; Cortés debería pagarle royalties) y cómo finalmente se hizo con el trono. El estilo es lo que hoy llamaríamos 'naif', aunque alrededor de 800 años adelantado a la moda de nuestros días. Se levanta en un museo-galería especialmente acondicionado. Como en todos los museos franceses se puede hacer fotos sin flash, aunque dada la escasa luz ambiente y la muchísima gente que hay prefiero ofreceros dos pilladas en internet (las nuestras son peores):





Así se exhibe el tapiz; ésto no es más que uno de los cuatro cuartos. En condiciones reales
hay que abrirse paso casi a codazos; la entrada está regulada para evitar aglomeraciones,
pero aún así hay que armarse de mucha paciencia.

Para que os hagáis una idea del estilo. Es un cómic y es naif, aunque la violencia que transmite no deja de ser estremecedora.

El museo Gérard, para nuestra profunda insatisfacción, estaba cerrado por obras de acondicionamiento. Un disgusto, porque no eran obras anunciadas, cuando menos en la web. François Gérard fue un retratista exquisito del primer cuarto del XIX, de gran presencia en la historia e imprescindible para saber cómo eran (o qué pinta tenían) los personajes más descollantes de su tiempo (si echáis un vistazo a las cuatro colecciones sobre 1815 de 'Nuestras Galerías' lo comprobaréis por vosotros mismos) y de lo más injustamente olvidado, sobre todo por los que defienden a ultranza a los que no sabían pintar (la mayoría de los impresionistas) contra los que lo hacían tan bien (los academicistas) que más que cuadros pintaban fotos. En fin, otra vez será.

La catedral, en cambio, sí estaba visitable (después de una larga restauración). No es un templo enorme, aunque sí de una armonía poco menos que asombrosa. En él se combinan como en ninguno, ni siquiera en los de Caen, los estilos románico y gótico que conforman la arquitectura normanda, la cual era una total desconocida para nosotros y de la que ahora nos declaramos 'fans' irredentos. No está bien abrumar con demasiadas fotos por mucho que algo nos haya gustado, de modo que aquí tenéis una sola (más la formal invitación a que vayáis a verla, la catedral, por vosotros mismos):


La preciosa catedral de Bayeux

Tras volver a Longues, y si se sigue la línea de la costa y de las  playas, que aquí son muy bajas y ofrecen una gran visibilidad,  se aprecia en toda su extensión lo que salvo unos pocos lugareños todo el mundo llama 'Omaha Beach'. Aquí desembarcaron dos divisiones americanas, a las que hicieron cuatro mil muertos y unos diez mil heridos en poco más de cuatro horas. A eso se debió que más o menos en el centro de Omaha Beach se levante un monumento-memorial que no vale gran cosa, pero al que sigue un kilómetro más al sur un pedazo de suelo nacional USA: el cementerio militar de Colleville-sur-Mer. Aquí descansan unos diez mil soldados americanos, no todos caídos el día del desembarco (de hecho, Colleville viene a ser, siquiera en cierto modo, una prolongación del cementerio nacional de Arlington, en Washington DC). Llegamos demasiado tarde para fotografiarlo bien, aunque casi es mejor así, porque las imágenes 'a pie de tumbas' no dan una exacta idea de lo descomunal del recinto. La foto que sigue, que no es nuestra, sí que la da (en no mucho más de la mitad; es que se prolonga bastante más allá, a la derecha y abajo):



Cementerio militar americano de Colleville-sur-Mer

Colleville no es, ni de lejos, el único cementerio militar de Normandía. Cuando llevábamos siete dejamos de contar; los hay franceses, canadienses, neocelandeses, australianos, polacos, ingleses y, no podían faltar, alemanes, aunque ninguno se acerca, ni de lejos, a este de Colleville. Impresiona, os lo aseguro.

Este de aquí abajo es uno de los numerosísimos Shermans con los que os daréis si decidís ver esto por vosotros mismos, aunque al acercaros notaréis, con alguna sorpresa, que no es del US Army: es francés. Está colocado en el lugar donde desembarcó la archifamosa Deuxième Blindée del Général Leclerc, la división acorazada francesa (100% material americano) que desembarcó en Normandía tres o cuatro días después de las americanas y las británicas. En realidad era francesa en dos tercios, pues en el otro era española; sus hombres, republicanos exiliados en su mayoría, fueron los primeros en asaltar París el 24 de agosto siguiente. Al término de la guerra se habían ganado la nacionalidad francesa, de modo que casi todos se quedaron (gracias a ellos, siquiera en parte, hay una tan grande cantidad de apellidos españoles en las guías telefónicas francesas), aunque unos cuantos prefirieron volver a España, si bien no de turismo, sino en forma de 'maquis', pero esa es otra historia.

Una curiosa anécdota de la presencia española en la DB se pudo apreciar en la película 'Arde París', donde se ve que buena parte de los Shermans franceses lucían nombres españoles, como Teruel, Belchite y otros por el estilo (todos los carros franceses estaban 'bautizados'). Se percibe en la copia DVD que hoy podemos comprar, porque en la versión que se estrenó en España en los años 60's esas secuencias fueron piadosamente censuradas. Al 'régimen' no le interesaba dejar ver que durante la segunda guerra mundial hubo más combatientes españoles que los héroes oficiales de la División Azul.


Memorial francés de la 2ème D.B.

Esta es una panorámica de la última parte, la más al Oeste, de Omaha Beach; el promontorio de más a la derecha es el muy famoso 'Pointe du Hoc', y más allá comienza la mucho menos famosa Utah Beach, de la que ya nos habían dicho que no ofrece nada de particular. A esas horas, además, ya no teníamos más ganas de ver rastros militares. Lo que nos apetecía era cenar como Dios mandaba e irnos a dormir, pues el día había sido de los extenuantes.



Extremo Oeste de Omaha Beach y Pointe du Hoc

Coutances es una pequeña ciudad en el centro de la península de Cotentin. Si la elegís para pasar una noche a la ida o la vuelta de las playas de Normandía, sabed que tiene una catedral normada espectacular, una plaza mayor muy notable y, en su centro, un restaurante donde dan la mejoresmoules marinières que he comido nunca (precediendo a un entrecôte absolutamente fantástico); sólo por eso ya merece la pena quedarse aquí a dormir.




Coutances: una gran desconocida

Siguiendo hacia el Oeste, en dirección a Brest, es inevitable dedicar unas horas al Mont St. Michel. Quizá sea, tras París, el lugar más emblemático de Francia; cuando menos lo es de Bretaña y de Normandía. A eso se debe que decepcione tanto. Si se conservara como lo que fue, una abadía encaramada en lo alto de un peñasco que doce horas al día era isla y las otras doce península, sin duda que conservaría su encanto, pues tiene unas fotos maravillosas, tanto desde cerca como desde lejos, pero el caso es que gracias a la masificación del turismo, y al deseo de hacer caja de las comunidades normanda y bretona, se ha transformado en un parque temático del que lo mejor que se puede decir es que resulta ideal para no volver jamás.

Yo lo conocí en 1975. Todavía era mitad isla, mitad península. Llegabas hasta su pie en coche, lo aparcabas allí y debías estar atento a largarte antes de las seis de la tarde, pues si no venía el mar y te quedabas sin él. Por lo demás, recorrías la abadía con mínimos agobios, pues aún habiendo mucho visitante no era una romería; podías elegir dónde comer entre bien y regular, y en general te ibas con la satisfacción de haber visto algo inusitado. Ahora llegas en el coche a una explanada inmensa donde aparcas a pendra per cul de lo que supones es el lugar de donde parten los autobuses para el Mont, pero no, sólo es la entrada de una especie de parque temático donde hay media docena de hoteles (de 2 a 4*), cantidad de restaurantes junk food y todas las tiendas del mundo, aunque todas de venderte basura. Llegas al fin a un autobús tipo 'lanzadera' que te deja a unos 200 m. de la base del Monte, para que puedas hacer fotos. Tras eso, la pesadilla. Te abres paso poco menos que a codazos hasta donde comienzan las colas kilométricas, y cuando al fin te dan la entrada es para una o dos horas después, que inviertes en maldecir, aunque lo que te recomiendan es que compres y compres basura y más basura. Por fin pasas e inicias el recorrido de un templo vagamente gótico, reconstruido unas cuantas veces, donde su decoración interior es el minimalismo llevado al extremo, porque no hay nada de nada, salvo un poder asomarte a las terrazas desde donde se ve un paisaje anodino y soso de muchos kilómetros a la redonda, eso sí. Cuando al cabo de un par de horas te ves al fin en tu coche, avanzando hacia la no lejana Saint Maló, sientes, más o menos, lo mismo que si te hubieras escapado de Auschwitz. Claro que habría podido ser peor, susurra la dueña de tu vida que por algo es mucho más lista que tú: si nos hubiéramos quedado a dormir aquí, en vez de en Coutances, ahora juraríamos en arameo, y hasta en ruso, en vez de sólo en castellano y catalán. 


Moraleja: llegad hasta la entrada del parking, dejad el coche allí, pasead y haced fotos de lejos. Si os quedáis en eso seréis felices. Si pasáis de ahí, allá vosotros.




Antes de iniciar la subida, cuando ya nos temíamos lo peor sin siquiera imaginar lo cortos que nos quedábamos


Es lo más presentable de todo el interior. No es que esté mal, aunque para ese viaje no hacían falta esas alforjas.


Un curioso entretenimiento de la turistada es echar a andar por lo que parece playa pero sólo es el fondo del mar cuando retrocede la marea.
Recomiendan encarecidamente unirte a un grupo con guía (y que le pagues, claro)- Es que si no te pierdes y te ahogas (o eso te auguran).

La oferta gastronómica de los comederos de Mont Saint Michel culmina en un McDonald's, así que vosotros mismos. Ahí nos asaltó una súbita inspiración: mejor desfallecer de hambre antes que tragarnos eso, y más existiendo la esperanza de que la carretera costera desde allí hasta Saint Maló se pareciese a la de la Alta Normandía. 

Fue una inspiración muy acertada, porque la carretera está llena de sitios a cual más coquetón, aunque también los hay muy rústicos; todos valen, en cualquier caso, para zamparte por pocos euros dos docenas de ostras, una buena centolla y un lubrigante de tamaño regular, los dos últimos cocidos vivos ante tus ojos expectantes (y tus fauces saliveantes). Así fue como de nuevo nos enamoramos de Francia y de los franceses. En concluyendas: si la gastronomía de Normandía es insuperable, la de Bretaña es aún mejor.

Cerca de Saint Maló, si se elige la carretera que sube por el Oeste (la 'scenic drive'), se deja a la izquierda uno de los pueblos de vacaciones más bonitos que hayamos visto nunca, Dinard. Nos lo apuntamos para un posible regreso, más a tiro hecho y menos en plan explorador.


La gran bahía-estuario-rada de Dinard. Aún me pregunto cómo se las apañará la gente para dar con su barco.. 
Gran hotel y casino de Dinard, a unos dos kilómetros (todo lo que acerca una lente de 250 mm). Ganas nos dieron de cambiar de planes
y quedarnos allí, aunque nos contuvimos al ver que, al menos en ese hotelazo, no había 'vacancies' hasta septiembre.

Saint Maló es una ciudad moderadamente industrial, no muy pequeña, en el norte de Bretaña y a menos de tres horas en TGV de París. Su 'ciudad vieja' viene a ser una especie de verruga que sobresale de la otra, la grande y moderna. La interesante es aquella. Construida íntegramente en piedra, del todo amurallada, rebosante de fortificaciones, se le nota muchísimo que durante siglos vivió del negocio corsario, un epígrafe de actividad que recomienda seriamente tomar abundantes precauciones defensivas. Saint Maló es preciosa para pasearla y fotografiarla (y para mojarte, también; cada año hay dos o tres días en que casi no llueve), para deslumbrarte ante lo bien que se integran sus habitantes con el mar y las mareas, y cuando ya no puedes procesar ni una maravilla más, es prodigiosa para cenar como los dioses, o mejor aún: como los corsarios.



Los corsarios lo aprovechaban todo para defenderse, empezando por los islotes que rodean Saint Maló. Todos están fortificados y artillados.


En el puerto está preservado un bergantín de tres palos, muy parecido a l'Inconstant, pintado,
como aquel, con los escandalosos colores de La Royale


El castillo o bastión principal de Saint Maló, a la primera luz del Este


El ciértamente húmedo paseo marítimo de Saint Maló. Cuando el mar está de este humor conviene pasear por la acera de más al interior.

Dinan está a menos de una hora de Saint Maló. Es una delicia  medieval, divinamente conservada (se nota que le cayeron pocas bombas). Es agradabilísima de recorrer, sobre todo los días de mercado. A la salida, ya iniciando el camino de Brest, hay una vista sobrecogedora desde un puente que cruza un río llamado Rance. Todo es como de cuento, aunque ni de lejos es un 'parque temático'. Prueba de ello es que los habitantes, aun recibiendo bien a los turistas, siguen siendo ellos mismos, conscientes de que llegará el otoño y salvo los fines de semana soleados su vida volverá a ser idílica de apacible y perezosa.


Ignoro el nombre del instrumento que toca el artista. ¿Lo sabéis, alguno?


Un rincón cualquiera de la ciudad.


El Rance desde el puente. Insisto: de cuento.

De Dinan a Brest el camino más bonito es bordeando la costa Norte, la del Canal, pero el tiempo (el del reloj) se nos empezaba a echar encima, y el otro tiempo (el atmosférico) no podía ser más hostil, de modo que cambiamos de filosofía y tiramos por la Autoroute. Fue una pena, porque las costas de Bretaña son mundialmente famosas, pero es imposible abarcar todo. El ir a Brest, por otra parte, no estaba en el programa inicial. Sólo era que pillando tan cerca, y teniendo que documentar algo importante, sería una pena no aprovechar.

Brest es un poblachón bastante horrible. Mezcla de astillero, base naval, fortaleza militar y ciudad destruida entre 1940 y 1945, y reconstruida tan de mala manera como Le Havre, el interés turístico que pueda poseer es mínimo, pero el histórico, y en especial si se trata de un cierto tipo de historia, es altísimo. De sus piedras medievales apenas se conserva nada. Un par de bastiones y poco más.




Lo que aún queda de la vieja fortaleza de Brest.

Este quizá sea el ángulo menos horrible.

Brest, hoy. Panorama de lo que fueron los diques A y B. En segundo plano, tres viejas fragatas en primera situación, esperando el soplete.
La misma perspectiva en 1941. El Gneisenau, en el dique A
Mismo sitio, noviembre 1941. El Gneisenau, bien camuflado

De camino a Saint Nazaire, donde había un último asunto para documentar, nos paramos en un pueblo nada famoso, pero que los bretones conocen bien. Se llama Le Croisic y no nos extrañó que apenas le hagan publicidad. Sin duda lo quieren preservar para ellos, por bonito, por agradable, por encantador en suma, y también, como es lógico, por su muy asequible nivel de precios. Su secreto ni siquiera lo desvelaron los alemanes, pese a los cuatro años largos que se pasaron en Bretaña. Es, no lo dudéis, un miniparaíso para disfrutarlo un fin de semana.



Buena parte de sus habitantes se sacan un dinero buscando 'moules' cuando baja la marea.
Esta chica, en particular, me hizo evocar a la Silvana Mangano de Arroz Amargo. ¿A vosotros no?


Le Croisic, la ribera del puerto; boutiques y bares mezclan la mar de bien; la parroquia no es la de Deauville, gracias a los dioses.


El puerto en bajamar, justo antes de comer; en los postres la barca de la rampa ya flotaba

Saint Nazaire es una ciudad industrial situada en la desembocadura del Loire que ha conocido tiempos mucho mejores. Ocupa un área muy deprimida, ya que la primera industria local, la construcción naval, marcha un tanto de capa caída; por si fuera poco ya no requiere la ingente cantidad de mano de obra de otros tiempos. La construcción modular, en dique seco, ha convertido los astilleros en algo más propio de delicados informáticos y finísimos roboteros que de robustos soldadores y fornidos remachadores.

Durante la última guerra la Kriegsmarine construyó varias bases de submarinos, basadas en un criterio común: amplias para mantener muchos barcos al mismo tiempo, y nada camufladas. Siendo evidente que su destino era ser muy bombardeadas se construyeron en una mezcla de acero y hormigón de altísima resistencia, tanta que al final de la guerra seguían bastante incólumes. Noruega, que las consideraba horribles, desmanteló todas las situadas en su terreno, pero Francia las conservó. Hoy en día sólo la de Lorient sigue operativa para la marina militar francesa (o eso creo). La de Saint Nazaire, sólo un poquito más pequeña, fue desalojada hace unos diez años, aunque se renunció a desmantelarla, pues el coste habría sido considerable; se hallaba en una zona (el antepuerto) bastante deprimida, y algún genio de la política debió pensar que mejoraría mucho si se le cedía la fenomenal infraestructura militar para equipar un colosal centro comercial y de ocio. Así se hizo, aunque a lo que se ve con poco éxito. La gran base submarina, que ahí sigue, no pasa de ser un supermural de graffitis y una desangelada colección de infrabares donde acude la peor clientela (no penséis en delincuentes: sólo en gente sin un céntimo). Nos habría gustado parar y fotografiar, pero intuíamos que no era el área semiurbana más segura del mundo, de modo que dimos gas y seguimos adelante, hacia Nantes, sin detenernos para nada salvo un mínimo stop de dos minutos junto al gran dique seco, que aún funciona. En él se construyó el último supercrucero, de casi 300 metros de eslora, lo cual es el máximo que tolera el dique. Quizá recordéis una anécdota de la última guerra, cuando los ingleses lanzaron contra su compuerta un viejo destructor (el HMS Campbeltown) cargado de explosivos. A su debido tiempo hizo ¡pum! y se cargó el dique hasta bien entrados los 50's (dejando al Tirpitz sin lugar alguno para reparaciones en la costa francesa). Hoy presenta este aspecto, un poquito desolado:




Saint Nazaire, dique seco principal
Saint Nazaire, base de submarinos (tomada de internet)

Nantes es una ciudad de un cierto tamaño (como un cuarto de millón de almas, a ojo, si bien su área total de influencia  pasa de las ochocientas mil), a unos 60 km al Este de Saint Nazaire según se remonta el curso del Loire. Siempre ha sido próspera, pues ha sabido compensar el declinar de algunas fuentes de riqueza con otras de tipo 'emergente'. Desde medio XIX a bien entrado el XX la construcción naval y su puerto fluvial fueron los ejes principales de su prosperidad, la cual llegó a ser tan acusada que durante un buen tiempo se la consideró una de las ciudades francesas donde la vida era más agradable. Hoy lo sigue siendo, aunque como puerto ha sido desbancada por Saint Nazaire, y en cuanto a sus astilleros han dejado de existir, ya que los grandes barcos que se botaban desde sus gradas encontraban cada día más penoso ganar el Atlántico a través de las difíciles y muy cambiantes aguas del Loire. Dragarlo de continuo terminó siendo una pesadilla sin fin, de modo que así murieron sus en verdad prestigiosos astilleros. Eso dio lugar a unos cuantos fenómenos sociológicos y socioeconómicos a cuál más interesante. Uno de ellos, que también se ha vivido en otras ciudades (Barcelona, sin ir más lejos), consistió en la recuperación para la ciudad de una enorme área industrial. Las autoridades, aparentemente más sensatas de lo que acostumbramos ver en nuestro desdichado país de aeropuertos sin aviones y carísimos tendidos férreos de alta velocidad por donde circulan media docena de trenes al día, y encima medio vacíos, la reciclan poco a poco, eligiendo con cuidado qué se instala, dónde se hace y cambio de cuál retorno para la ciudad. En general aciertan, aunque a título personal me asaltan ciertas dudas sobre una de sus vertientes, un a modo de parque temático que han plantado en medio de lo que antes eran astilleros y que me recuerda mucho a ese asombroso Warner de la Comunidad de Madrid que, según creo, al fin ha terminado por cerrar. Al de Nantes le pasa poco más o menos lo mismo, y eso que al estar casi en el centro de la ciudad es posible ir y venir andando: los precios son tan desmesurados que la gente se retrae, y es que si el presupuesto familiar aprieta y hay que sacrificar gastos, parece más razonable renunciar a que te paseen por un elefante mecánico absolutamente idiota que pasar a comprar entrecôte una vez al mes, en vez de dos a la semana. Salvo en eso, e insisto que sólo es una apreciación personal (de españolito muy acostumbrado a los horrores que perpetran los políticos gurtelescos insensatos e infatuados, alego en descargo de mi pesimismo), Nantes se revela como una ciudad pujante, muy agradable para vivir y que parece preocuparse por el bienestar de sus vecinos y por la educación de sus hijos. Si tenéis ocasión, no dejéis de pasar aquí un par de días.


Chäteau de los Duques de Bretaña; exquisitamente bien conservado


Una de las plazas principales; bajo la carpa se oculta una de sus fuentes más vistosas y afamadas, que está en plena restauración


Monumento a no-sé-quién (lo siento, pero se me olvidó apuntarlo; quizá sea Boney). La foto, más que a la estatua, es a una de las diversas
y amplísimas avenidas de la ciudad, en absoluto congestionada; como ya os dije, es un lugar estupendo para vivir.


Límite occidental de la gran isla en el Loire que contenía los astilleros, y que ahora se recupera para la ciudad. Estos aros son una excelente muestra
de arte moderno de vanguardia que no sirve para nada, salvo para ensuciarse muchísimo.


Otro ejemplo de arte muy moderno: trozos de metal y plástico que insinúan escapar de un 'impasse' (callejón). Al que los parió le gustan mucho.


Atracción del 'parque temático'. Aunque lo parezca no es sólo un 'carrousel', sino un acuario carísimo. La inmensa cola para verlo era de tres o cuatro individuos.


En su imaginación desatada los políticos lo aprovechan todo. Esta vieja grúa portuaria, ahora pintada de
amarillo, les debe parecer bellísima (y quizá lo sea; de veras que siento ser tan descreído en materia de arte moderno)

Air Nostrum opera un vuelo diario Madrid-Nantes-Madrid. Eligiendo bien el día, el trayecto sale a unos €60 (es una posible ruta alternativa hacia París, pues si se combina con un TGV sale por menos de lo que cobran Air France o Iberia por llevarte desde Barajas hasta Orly). Es el que tomó mi mujer para volver a Madrid, pues ella trabaja y sus vacaciones terminaban. Para mí empezaba otro tipo de viaje, el de volver a España muy despacio, por carreteras regionales y comarcales, deteniéndome aquí y allá, y explorando sitios interesantes para volver algún día, l0s dos juntos. Desde hacía unos años tenía curiosidad por conocer el Périgord, esa región francesa colocada inmediatamente al norte de los Pirineos, a la que todos solemos desdeñar cuando nos lanzamos hacia Europa por estar demasiado cerca. Según las diversas guías esconde cantidad de tesoros, y esa era una ocasión tan buena como cualquier otra para descubrirlos.

El primer lugar se llama Sarlat. Está a unos 400 km de Nantes (por carreteras regionales, donde no se puede pasar de 100 o de 90, según anchuras); llegar allí supone un viaje precioso si se hace sin prisas y dispuestos a parar donde algo nos llame la atención. Si se acaba cerca de donde se pretendía ir (cerca de Sarlat; no allí mismo porque los hoteles son carísimos, aunque a unos 20 km regresan a la cordura), hay garantía de una jornada la mar de placentera y, a poco que sepa uno orientarse, de una cena estupenda seguida de una noche muy cómoda en un hotel sin sorpresas. Ya sé que ésto no suena demasiado a 'vida aventurera', pero es que hace muchos años me desengañé de las 'vidas aventureras'. Donde se ponga un buen hotel con habitación garantizada, y una cena como los dioses recomiendan a los que desean tardar lo más posible en conocerles en persona, que se quiten las aventuras. Cuantos menos disgustos nos llevemos, espero estéis de acuerdo, mejor.

Sarlat viene a ser la capital del Périgord (no estoy seguro de que lo sea). Es una ciudad larga y estrecha cruzada por una calle atestada de tiendas, donde con suerte se aparca para dos horas por un par de euros. Paralela a esta gran calle de comprar souvenires hay un conjunto de callejas, casas medievales, hoteles para no fiarse mucho y exquisitas boutiques de delicatessen donde se pueden pasar dos horas deliciosas. Al final acabas con el saco lleno de magnífico paté de foie gras y excelente embutido del Périgord; es una reserva suficiente para llegar a Navidades, y a unos precios mejores incluso que los de Andorra (si sabes lo que buscas y no te dejas liar por las guapísimas vendedoras lugareñas, tan dulces y cariñosas que cuesta mucho trabajo decirles que no). También acabas sin hambre, pues en todas partes te dan a probar lo que te quieren vender, de modo que al cabo de las dos horas te has puesto como el kiko de pan, morcón, paté y salchichón, aunque sin haberte dado cuenta.

Es curioso cómo somos los humanos más civilizados, reflexionaba según guardaba el botín en el maletero del coche. Vamos por la vida de justos, cultos, irreprochables y cultivados, pero nos encanta zamparnos el hígado de una pobre oca a la que han torturado durante meses obligándole a comer sin ganas hasta que revienta, y nos chiflan los huevos de una infeliz esturiona a la que alguna desalmada vecina del Caspio destripa una y otra vez para sacarle las huevas y tras eso recoserla de igual forma, en vivo, echarla al estanque y vuelta de nuevo a criar más caviar, y nos apasionan esas langostas, esos lubrigantes y esas centollas a los que arrojan vivitos y coleando -delante de ti, que lo contemplas no ya con indiferencia, sino con gula- a una olla de agua hirviendo, porque sólo así se evita que su carne delicadísima coja un cierto sabor a amoniaco, y ya no digo nada de los entrecôtes y solomillos de las dulces terneras danesas, esas que se crían en cercados sin alambradas para que con su piel impoluta de res adolescente se tapicen los automóviles de alta gama que disfrutan los triunfadores (la carne es mero subproducto; lo que cuenta es la piel, y quizá por eso no me asombraría que se las desollase vivas, para que llegase perfecta al curtidor). Sólo al analizar este punto me pude quedar tranquilo, porque mi humilde coche no es de triunfador; no está tapizado en cuero de ternera virgen de Jutlandia, sino en sórdido Alcántara prusiano resistente a toda clase de fluidos, gracias a lo cual me dije que, después de todo, no soy tan bestia como los más elegantes de todos nosotros, sólo un poco menos, o bastante menos, que en casa no comemos tan bien todos los días, así que a pensar en otra cosa y aquí paz, y después gloria.


Sarlat; muy recomendable para un finde con la secretaria

Rocamadour no está lejos de Sarlat. Es un santuario dedicado a una Virgen determinada (en este momento no recuerdo cuál), además de un pequeño pueblo y, sobre todo, una especie de parque temático. Es muy fotogénico por cuanto el santuario y el conjunto de los edificios están construidos en la ladera de una roca de considerable altitud. Se puso de moda en la Edad Media, cuando para ganar un cierto tipo de indulgencia era menester subirse, de rodillas, unos 216 escalones, hasta llegar a la imagen de la virgen, que estaba arriba del todo. Hoy en día dan más facilidades (hay un par de ascensores), aunque a cambio han de atravesarse callejuelas y callejuelas atestadas de peregrinos (o de simples curiosos, como yo) que serpentean entre las innumerables tienducas del lugar, donde lo mismo te venden una astilla legítima de la corona de espinas (ya sabéis de cual) que una camiseta de Benzemá. En cualquier caso es curioso de ver, aunque de ningún modo conviene quedarse a comer.


Perspectiva cuando llegas; es mejor hacerlo desde arriba, porque abajo se aparca fatal.



Callejuelas y tienducas vistas cuando te preguntas si merecerá la pena bajar (aún no sabía lo del ascensor)


Estos cuatro encantadores teckels os darán una idea de cómo estaba yo, porque me había dejado el paraguas en el coche


De Rocamadour a Lourdes hay una tirada, sobre todo si vas haciendo eses, algunas para visitar abadías que no valen nada, como la de Moissac (no todo es magnífico en Francia), y otras para comprar alguna pieza de buen salchichón doméstico, o alguna lata de legítimo paté de oca engordada con sus propias manazas por la robusta campesina que te la vende, pero el caso es que acabas por llegar, no voy a ocultaros que con un poquito de aprensión. Aún no siendo un modelo de creyente he visitado unos cuantos lugares de peregrinación mariana (Guadalupe en México, Guadalupe en Cáceres, Częstochowa en Polonia y Fátima en Portugal, que recuerde ahora mismo; ah, y Montserrat, claro está; bueno, y mi favorita de todas las vírgenes, la de Meritxell), y de todos ellos me he llevado una cierta sensación de inquietud, de haber estado cerca, si no en presencia, de fuerzas tan poderosas como indefinibles, con las que de ningún modo conviene ni siquiera parlamentar, pues parece claro que parlamentar no es lo suyo. Lo más que se puede hacer, diría yo, es observar y disimular.


No se llega a Lourdes por las buenas. Al pueblo, sí, claro está, pero el santuario es otra cosa. La ruta hace necesario cruzar un pueblo lleno de señuelos para que te pares y compres algo, aunque cuando al fin alcanzas el objetivo, preocupado por cómo de difícil será dejar el coche (y te asombra el primer milagro, el de que justo a la entrada se va un enorme Q-7 dejándote un hueco magnífico), encuentras que no te puedes librar de recorrer una calle un tanto infernal (son frecuentes las referencias al infierno, lugar donde acabarás como no compres nada, parecen sugerir), atestada de tiendas donde todo lo que venden, y es muchísimo, está indisolublemente ligado a la fe, como por ejemplo toda clase de envases, desde uno de tamaño dedal que se vende a €3 hasta garrafones de diez litros que cotizan a no menos de €40, todos ellos conteniendo agua certificadamente milagrosa, pues procede, sin intermediarios que la contaminen, de la mismísima fuente de la gruta. Tras eso, y un puntito apoquinado, pues al haberme negado a comprar otra cosa que un helado sin azúcar ya me veía incinerándome por toda la eternidad (la del padre Almellones, recordad), nada más doblar la última curva de la calle me di de manos a boca con esto:



Santuario de Lourdes, entrada principal.


No sé a vosotros, pero a mi me recordó, por un momento, el castillo de Blancanieves, el del Eurodisney. Quizá nazca de ahí mi desasosegante sensación de no haber llegado a un santuario de fe, sino a un parque temático.


Nada más entrar encuentras la primera imagen de la Virgen (bueno, sólo cuando te vas comprendes que era la primera; es que hay unas cuantas, además de la principal, que es la de la gruta). 



Primera imagen de la Virgen; hay unas cuantas más


Con esta primera imagen a la espalda hay que decidir por dónde comenzar la visita, si por el interior de la basílica o rodearla en búsqueda de la gruta. Elegí lo primero. Hice unas cuantas fotos, pero no son de gran interés, pues el interior de la basílica es como el cualquier templo bizantino-románico-churrigueresco-modernista. No me atrevo a calificarlo de engendro por si me cae una excomunión, pero acepto que puede haber alguien a quien le guste, pues ya sabéis eso de que para las preferencias se hicieron los colores. Cuando ya no pude más (olía un tanto a peregrino, qué queréis que os diga) salí al exterior, y tras unas cuantas inspiraciones profundas inicié la búsqueda de la Gruta Santa, dejando por el través el imponente costado de la basílica.



La Basílica según se avanza hacia la Gruta


Lo primero con que me dí fue una sucesión de incineradores de velones, previamente adquiridos en los expendedores automatizados que te atienden. Los puedes empalar donde quieras, si bien hay una serie de recomendaciones, no del todo claras, para que te autoclasifiques, primero por países y dentro de los países por tamaños. Este de aquí, que no era el más grande (la crisis, supongo), era el adjudicado a los colores españoles:




Incinerador matricial de velones


Esta es la lista de precios (para la vela minúscula; el precio se incrementa conforme al tamaño de la vela, y es de suponer que a la potencia de la fe). Por la forma en que estaba configurada me pareció entender que no son fijos e inamovibles. Quizá, en materia de peregrinaciones, también existan las temporadas altas, las temporadas bajas, los días puntuales y las ofertas especiales.




Price list

El mundo moderno es como es y no cabe duda de que también la fe se ha puesto al día. Ésto se manifiesta en que ha sido habilitada la Peregrinación Virtual. El peregrino, en su casa, establece diálogo con este sagrado centro de la fe (www.lourdes-france.org). Tras estudiar el catálogo elige el velón que más le satisface (o los velones; no hay tope de cantidad, que yo sepa), da sus datos, elige la fecha de su peregrinaje virtual, saca la VISA (creo que también aceptan American Express, aunque no estoy seguro) y ya está, la ofrenda se ha producido y en el momento elegido por el peregrino virtual alguien instalará su velón en el incineradero correspondiente, el cual está convenientemente reservado para este tipo específico de peregrino, según hace saber este gran cartelón explicativo:  



Virtual Pilgrims (or web-pilgrims): Operating Procedures

Ya en la gruta, prefiero quedarme muy al fondo, sin intentar buscar un sitio para sentarme. Lo intuyo difícil, y además no acabo de entender los procedimientos de adjudicación, pues parece claro que abalanzarse como un buitre sobre una silla nada más ver levantarse al peregrino que la ocupa no es lo más aconsejable. Por otra parte, sólo me interesaba fotografiar a la Virgen, en el entendimiento, quizá erróneo, de que esa imagen es la principal, y que está situada precisamente donde Sainte Bernadette Soubirous afirmaba que se le aparecía. uella



Imagen de la Virgen María en la Gruta de Lourdes


Un poquito más allá de la gruta están las piscinas; son dos, una para peregrinos y otra para peregrinas. Las dos, o eso me pareció, tienen mucho éxito, aunque percibí una diferencia: los peregrinos eran mayoritariamente hombres de una cierta edad, por no decir tirando a mayorcitos, mientras las peregrinas venían a ser mitad y mitad. La explicación me la dieron más tarde (ya os diré cómo); según parece, el peregrino doliente no consigue que nadie le acompañe, además de su mujer, pero la peregrina con problemas que justifiquen darse un baño de agua milagrosa suele llevarse con ella una hija o una hermana pequeña. Aquí podéis apreciar las dos colas de admisión, la de peregrinos y la de peregrinas:




Peregrinos a la espera de inmersión

Peregrinas a lo mismo


En las piscinas acaba todo, de modo que pensé que debía volver sobre mis pasos, pero me confundí, porque era la una en punto, y según deduje llegaba el momento de sumergir a los peregrinos en peor estado. Se les notaba el peor estado en que venían en sillas de ruedas, y alguno en parihuelas. Los remolcaban diversas clases de individuos, en su mayoría con aspecto de profesionales, pero alguna vi (eran mujeres) con mayor pinta de voluntarias penitentes. Ahí recordé un olvidado reportaje del impagable Hola, donde citaba una de nuestras más importantes figuras del mundo empresarial con apariencia de voluntaria (uniforme de Versace y camilleros a juego). Supongo que auxiliar a un impedido que apenas puede valerse por sí mismo es un acto de penitencia comparable a lavar los pies de los menesterosos el día de Jueves Santo, pongamos por caso, pero sin que por eso un fotógrafo aficionado pueda considerarse a salvo si hace alguna foto indiscreta, de las que se venden por una pasta al Interviú, pongamos también por caso, de modo que con ramiresca prudencia, que nunca se sabe por dónde puede aparecer un Gabaldón tamaño armario decidido a que comulgues, desistí de inmortalizar la escena. Si os habéis quedado con las ganas de ver la original, la del Hola, no os preocupéis: me mandáis un mail y os enviaré las claves de búsqueda para Google; seguro que en su BigData particular sigue estando disponible. 


Ya ganaba la puerta cuando me fijé en algo que antes me había pasado desapercibido: un parterre circular con multitud de cruces clavadas en él, cada una mostrando una especie de matrícula; es que cada peregrinaje, si es en grupo uniformado, trae una cruz identificando su procedencia, y la costumbre es clavarla ahí en medio. Esto lo supe, como algunas otras cosas, casi a continuación, cuando el trío que aparece aquí abajo se acercó para preguntarme, muy amablemente, si necesitaba un guía. Sin duda eran avezados, porque me calaron a la primera sin que nada en mi atavío indicase mi procedencia, pero bien sé que los hay muy diestros en detectar las claves del lenguaje corporal. No tardaron en explicarme que eran guías voluntarios para un servicio que llaman 'peregrinos por un día'. Según parece, los que peregrinan en manada suelen llegar en tren o en autobús, en algunos casos uniformados (a los polacos les gusta mucho) y en la mayoría no, pero todos suelen traerse su propio guía. Luego vienen los peregrinos de varios días, que suelen ser familias o grupos de familias en diversas gamas de edades, aunque siempre con gente tirando a mayor. Éstos, que se suelen hospedar en los hoteles medios-altos de la zona (los de los autobuses van sin apenas excepción a una especie de cuarteles que llaman 'residencias de peregrinos'), suelen traer un guía del hotel, o el hotel contrata uno de plantilla de los de allí, del santuario. Los que venimos por libre, que rara vez lo hacemos solos, suelen ser los que caben en un coche y rara vez duermen en Lourdes; por lo general llegan a mediodía y se largan a media tarde, dejando muy poco rastro económico tras ellos. La función del muy amable trío era ocuparse de este tipo específico de peregrino. Me abstuve de preguntarles su tarifa, pero me pareció entender que no había, que sólo era lo que la generosidad de cada uno aconsejase, la cual antes debía ser alta, porque hasta el año 2011 eran siete u ocho los que se dedicaban a eso (para peregrinos españoles, que también los había para franceses e italianos), y con lo que sacaban cubrían de sobra el canon que debían pagar al santuario, su hospedaje y su manutención, y lo que sobrase para el caviar, la langosta y la gasofa del BMW. En ese verano de 2012 la crisis se había llevado casi todas sus expectativas, porque los españoles peregrinos de un día no sólo eran escasísimos, sino que, como yo, preferían apañárselas con los medios de abordo. En mi caso no por tacañería, sino porque ya lo había visto casi todo y salvo un par de preguntas no me quedaba nada por saber. Preferí no decirles que si me los hubiera encontrado a la entrada tampoco les habría pagado nada. Mejor dejarles sufrir pensando en la mala suerte que habían tenido al sólo pillarme al salir.



Guías optimistas para Peregrinos por un Día


Tras dormir bastante bien no muy lejos de Lourdes, aunque a salvo de sus precios disparatados (debe ser que sólo peregrina en gran estilo la gente con dinero, y es fácil deducir por qué), me vi frente al día más soñado del viaje, uno que había planeado meticulosamente a espaldas de la dueña de mi vida, porque de sobra sé que no le gusta nada la gran simpatía que siento por las carreteras de montaña. Los Pirineos franceses rebosan eso precisamente, carreteras de montaña. Debe ser muy raro el español que jamás ha oído hablar del Tourmalet, del Aubisque y de Luz-Ardiden (hay muchos más), aunque quizá no sean tantos los que además sepan que no sólo existen para solaz y disfrute de ciclistas. A primeros de marzo y a mediados de octubre también cobijan otra clase de carreras sobre ruedas, sólo que con un número en la puerta.


Seguro que todos hemos visto unos cuantos ciclistas famosos escalar las rampas del Tourmalet a 10 por hora y echando el bofe. Posiblemente no se nos ha ocurrido que también se pueden subir a 150 y sin echar nada, salvo leches. Bien, pues eso era lo que pretendía yo ese día magnífico, que gracias a los dioses amaneció sin una nube (de haber estado cubierto habría desistido, por la imposibilidad de detenerse aquí y allá para fotografiar unos paisajes que intuía tan divinos como grandiosos). La ruta desde el Aubisque, primero a subir, hasta Envalira (el último de un total de 14), siempre por 'scenic drives', totalizaba cerca de 400 km, a disfrutar a todo trapo (día laborable, lo que significa pocos domingueros) y del modo más insensato, me avergüenza un poquito reconocerlo, porque ya tiene uno la edad en que según algunos políticos del PP, los del modelo más brillante y afanoso de conseguir votos, se nos debería prohibir el ponernos al volante, pero el caso es que conducir me ha gustado mucho desde que a los 18 recién cumplidos estrené un 600 de segunda mano. Me sigue gustando, sigo yendo tan deprisa como me apetece si las condiciones del tráfico son aceptables (respetando escrupulosamente los límites de velocidad, faltaría más, que uno no es un futbolista del Madrid) y, eso sí, cuando me veo sobre el asfalto de una autobahn alemana no me lo pienso mucho para circular a velocidades que aquí serían delito gravísimo, y es que en esos dulces momentos no puedo estar más encantado de hallarme en un país donde el carnet de conducir te lo dan para toda la vida, donde cada cual va como le da la gana (en autobahn) y donde si apareciera un politicastro que propusiera poner a pie a los de 65, su partido debería elegir entre ser barrido en las siguientes elecciones o cortarle las... ideas en la plaza mayor de su pueblo, porque con seguridad sería eso, un paleto de pueblo. A eso se debe que Alemania sea un gran país que está como está, y a nuestros políticos geniales se debe que el nuestro sea lo que es y estemos como estamos.

Esa mañana, según aparejaba muy temprano (sabedor de que a las benditas cicloturistas no les gusta madrugar), me acordaba de un gran hombre recientemente fallecido, un húngaro llamado Andor Lilienthal cuyo nombre quizá no os diga nada, porque fuera del mundo del ajedrez era un total desconocido. Falleció en 2012, a los 97. Estuvo en activo casi hasta el mismísimo final, escribiendo crónicas para la prensa del ajedrez, cubriendo torneos y jugando aún buenas partidas (la última, unas tablas con negras frente a la gran Judith Polgar, leí no recuerdo dónde). El día de su muerte se había levantado moderadamente tarde, había leído los periódicos, se había dado una vuelta por su amada Budapest, había comido más o menos como siempre y después se echó una siesta, también igual que siempre. No se despertó. Una muerte por demás envidiable tras una vida larga y muy llena, pero si le traigo aquí, ante vosotros, es porque apenas dos años antes salió de Budapest un día de verano, al volante de su coche, para conducir los mil y pico de kilómetros hasta Venecia, donde debía cubrir un torneo de primer nivel. Tres semanas después, lo mismo pero de vuelta. No me cabe duda de que a Lilienthal, gran persona y exquisito jugador de ajedrez, conducir debía gustarle tanto como a mí.

No tengo intención de aburriros explicando como fue este orgasmo de 400 kilómetros. Ahí tenéis tres fotos para que os hagáis una idea. No me atrevo a recomendaros que hagáis lo mismo, porque bien sé que conducir no a todos nos gusta por igual, pero si os animáseis os aseguro un disfrute incomparable. Sobre todo, porque dentro de no mucho ya no podremos hacer otra cosa que recordarlo.




El Aubisque, el primero de la lista. Había unos cuantos ciclistas, pero era muy temprano, de modo que aún no se habían quedado con la carretera..


Los precipicios pueden ser pequeños, medianos, grandes y muy grandes. Los del Tourmalet son Grandísimos.


El perfecto anticlímax; esto, vacas, niños y señoras atractivas, era lo que había en lo alto de casi todos


A la caída de la tarde, Andorra, por fin. Un paseo por la Avinguda de Meritxell, una visita a media docena de tiendas donde nunca dejo de ir, una cena de individuo que viaja solo, y al día siguiente en casa. Por entonces ya empezaba a escribir en mi cabeza esto que os ofrezco ahora. No vale gran cosa, soy el primero en aceptarlo. Aún así espero que os guste.




El río Valira. Hay ciudades de montaña bonitas y muy bonitas, y luego viene Andorra.