domingo, 21 de abril de 2013

Los Cañones de Lundahaugen

Uno de mis vicios favoritos es viajar, como le sucede a casi todo el mundo, pero en mi caso quizá el placer vaya demasiado lejos, porque la forma de hacerlo que más me gusta es en mi coche, sin prisas, sin más compañía que la que me apetezca y en condiciones de total anarquía. Es una forma de viajar que requiere contar con mucho tiempo, y si no te planificas bien requiere asimismo muchísimo dinero, aunque a base de práctica en indagar por la red es posible dormir por el precio de un dos estrellas de la Costa Mediterránea en un cuatro de la Europa interesante, la que descubrí a los 18 recién cumplidos cuando el trabajo me sacó de la tristona España para demostrarme que la vida de verdad, la que merecía ser vivida, empezaba en el otro lado de los Pirineos.

En 2007 había comenzado a escribir un libro de los que requieren un esfuerzo documental exhaustivo, porque si no es difícil que nadie se crea lo que lee. Una cierta parte del tal esfuerzo consistía en examinar una reliquia de la WWII que se conserva en las proximidades de Trondheim, en Noruega. De paso, y convirtiendo la necesidad en virtud, sería el pretexto para un largo viaje por la Europa de mis peores devociones. Mientras padecí la tiranía de una nómina jamás pude hacer un viaje que durase más de tres semanas (a menudo ni la mitad). Desde mi manumisión nominera ya llevaba tres de casi un mes, pero este a Trondheim sería de por lo menos cinco semanas, lo que requería una seria planificación. Viajar en coche, contra lo que algunos piensan, que sólo es subirse al buga y darle al acelerador, requiere muchas horas de pensamiento (qué te llevas, qué te pones, dónde paras, qué ves, que solicitas con anticipación, y mil cosas más), las cuales se añaden al placer de viajar en esa inusitada forma. Un placer que en realidad es triple: planearlo, vivirlo y evocarlo. 

Contaba, al igual que desde 1995, con la mejor de las cómplices: una compañera tan loca como yo y tan aficionada como yo a salirse de las normas que regulan la vida en el rebaño. Es mucho más joven que yo, lo cual hace que aún sufra la dictadura de una nómina, de modo que sólo podría disponer de dos semanas. Así acordamos que, como tantas otras veces antes y después, la recogería en un aeropuerto a un tercio del camino y la dejaría en otro a un tercio del final, con lo cual estaríamos juntos en lo más interesante, los lugares en que ni ella ni yo habíamos estado antes; al menos, la una con el otro.


El primer momento de placer en un viaje como este llega en el mismo instante de comenzar: dejar tu casa muy temprano, antes incluso de haber amanecido. El coche, listo y cargado con el equipaje desde la noche antes, aguarda en el garaje. Una última inspección de la casa, contacto y adelante, al tiempo que las estrellas comienzan a borrarse. El fresco del amanecer de un día de finales del atroz julio majariego, combinado con la inmensa dicha de saberte sano, libre, fuerte y hasta joven (relativamente, al menos), hace que te sientas el rey del mundo, y como tal emprendes el camino a la hora en que los peores radares, los móviles, aún la están sobando. La primera etapa, contra lo que opinan muchos, debe ser larga, de modo que sólo tras un día de viaje te halles rodando por caminos vírgenes. Hasta Orleáns, donde pensaba dormir, sólo hay 1.300 Km, que para un conductor experto (a nuestra edad, quién no tiene un millón de kilómetros a la espalda), una salud en buen estado y un buen coche no es gran cosa. Las autovías españolas, sobre todo antes de las 10 la mañana, permiten una razonable velocidad de crucero, por lo cual no era mucho más tarde cuando emprendía la cuesta de Saint-Jean-de-Luz. Desde ahí a Orleáns tampoc0 hay demasiado, así que llegué muy descansado, listo para una ducha en un buen hotel (en el centro, con parking, aire acondicionado, wifi y €35; más o menos, así fueron casi todos los del viaje; insisto, tíos: viajar en modo ILT puede ser no sólo una experiencia muy satisfactoria, sino asombrosamente barata).



Orleáns. La catedral al fondo; el buga y el hotel a la derecha.

Orléans no es es una ciudad que justifique pararse a verla. Feúcha, tristona, deprimida y empobrecida (mucho paro juvenil, sobre todo del tipo emigrante, el que suele entretenerse pegando fuego a las bagnoles los fines de semana; de ahí que el mínimo exigible a un hotel francés incluya parking), tiene un centro peatonal donde pasear no es desagradable; ahora, cenar sí es agradable; como en casi toda Francia, comer es en Orleáns algo que va más allá del placer y cae de lleno en el pecado, si se sabe dónde (la guía Michelin aconseja bien, aunque mejor lo hace el instinto) y te has embarcado en esto con la firme decisión de no resignarte a una pizza y una cerveza. No se trata de darte cada noche un festín a lo Carême, pero sí de cenar como recomendaba Talleyrand a los caballeros españoles que se sacudían la tiranía de su cocina pesadísima.

El verdadero viaje comenzó ahí, en Orleáns. No pretendo aburriros con detalles de fechas, hoteles y precios. Si alguien planea un viaje similar y le interesa esa clase de información, estaré encantado de darle detalles, pero a los efectos de este relato prefiero limitarme a lo sabroso: los lugares y lo que dejan en la retina de quienes los visitan, en algunos casos en su memoria y en otros, muy pocos, en sus corazones. Por mi parte no tenía prisa; tanto me daba ir por el camino más corto (a Copenhague, donde debía recoger a mi mujer) que haciendo eses, ni tampoco me preocupaban los hoteles; la fórmula de viajar sin sobresaltos conservando todas las opciones es reservarse una buena variedad (dos o tres para cada noche), de modo que cada tarde, ya con las ideas claras para el día siguiente, se dedican cinco minutos en el hotel (si no hay wifi seguro que al menos hay un terminal con Internet) para cancelar las reservas inútiles de la próxima jornada, ver el mail y echar un vistazo al periódico de aquí, el que te guste, y tras eso a cenar como Dios manda y dar una vuelta después. Así, en el camino de Orleáns a Copenhague, vi unos cuantos lugares que para mí eran novedad o que recordaba de un modo difuso, de algún viaje de trabajo. El primer alto fue Amiens, una ciudad devastada unas cuantas veces y que no tiene mucho que ofrecer, salvo una catedral enorme, muy bien conservada aunque no disimula los estigmas del precio que debió pagar por seguir en pie hace ahora un siglo; se percibe, sobre todo, en el pavimento, en escaques blancos y negros que a mi juicio le sientan como a mí me sentaría un cilicio, pero salvo eso es un templo que justifica desviarse un par de horas. En general, no hay catedral europea que cerca no tenga algo interesante.

Catedral de Amiens (jamás se os olvide poner un 'papelito'; suele bastar el de mínima duración, aunque os paséis; si no ponéis nada el riesgo es que os calcen un cepo, cosa por demás desagradable, pero por pasarse de hora rara vez sucede nada).

  
El siguiente alto fue Rotterdam. Había estado en Holanda infinidad de veces, aunque casi siempre por trabajo; ya sabéis, llegas en un avión, de allí a un hotel de aeropuerto, te tragas la reunión, el seminario, el curso o lo que sea, con suerte puedes salir a cenar fuera del hotel y darte una vuelta por la ciudad, aunque normalmente rodeado de pelmazos que no te dejan concentrarte, y a la mañana siguiente de nuevo al avión y eso ha sido todo. En el caso de Rotterdam ni siquiera eso: jamás había estado allí. Sabía que resultó tan destruida como Gernika en mayo de 1940 (por los mismos y con idénticos procedimientos), por lo que esperaba una ciudad reconstruida un punto a la buena de Dios. Bien, pues ni eso. El centro es enteramente nuevo, basado en el plan urbanístico diseñado por la Luftwaffe. Edificios y edificios funcionales que no dicen nada, salvo, en todo caso, que allí la gente trabaja bastante. Turismo, no demasiado, y casi todo del género 'buscador de gangas'. En fin, una ciudad estupenda para darle un par de horas, echar un buen vistazo a lo poco que se salvó y largarse cuanto antes.


Todo es así, de un peatonal trufado de ciclistas que te pueden dar un susto de muerte a poco que seas un pelín sorderas

De lo poco que los lugareños decidieron reconstruir

Rotterdam es, además de una ciudad poco interesante para el turismo desocupado, un área fabril e industrial de primera categoría. Su puerto fluvial no sé si es el mayor de Europa, pero si no lo es poco le faltará. Cubre la principal de las bocas del Rhein, el cual desemboca unos kilómetros más al NO, en un lugar que se llama Hoek van Holland y que tenía interés en visitar, por ser parte de la investigación en que andaba metido. Como boca de un gran río es bastante anticlimático, y como lugar, sin ser feo, no dice nada. Lo más de interés es una cadena de dunas que ocupa la ribera derecha, y que no se pueden visitar en toda su extensión, pues el lado que pega con el mar es reserva militar y no dejan pasar a los turistas con cámara y aire sospechoso (bueno, a los demás tampoco). Allí, entre las dunas, se alzan los fantasmas de las casamatas de hormigón que construyó la Organización Todt en 1943 para albergar una batería de tres piezas del 283, procedentes del Schlachtschiff Gneisenau. No creo que sigan allí, pero las casamatas sí. El que no sean visitables (en Francia hay multitud de instalaciones similares, y todas se pueden recorrer, algunas incluso gratis) hace pensar que donde antes había cañones ahora hay otras cosas, pero me quedé con las ganas de saberlo, pues por lo visto es un secreto militar. De todos modos, alguna idea me llevé de Hoek van Holland: es un lugar excelente para no volver por allí.


Es el principal de los brazos del Rhein, que se subdivide aguas arriba (ya dentro de Holanda); el tráfico que registra es asombroso.

Más allá de Hoek van Holland se llega a un lugar mítico para los aficionados al ajedrez. Se llama Scheveningen, para muchos no es más que un barrio de La Haya que se extiende hacia el mar, para otros viene a ser el Benidorm holandés y para unos pocos es el lugar donde nació en 1923 la variante Scheveningen de la defensa Siciliana (1.e4 c5 2.Cf3 d6 3.d4 cxd4 4.Cxd4 Cf6 5.Cc3 e6). Nació en un torneo muy fuerte que se celebró en el gran casino de la playa, este que véis aquí:


En 1923 era mucho menos populachero

Scheveningen es una de las pocas playas amplias que padece Holanda, de modo que, a poco que haga sol, se pone que da pena. En 1923 sólo existían el casino y unas cuantas 'villas' elegantes, pero en estos tiempos de libertad, igualdad y horteridad está para espantarse. Al casino, en particular, se le ve tan rodeado como Custer en el Little Big Horn, de modo que si no queréis sufrir un sofoco mejor id a otra playa (las hay), aunque viviendo en España lo último que a cualquiera se le ocurre es ir a Holanda en búsqueda de sol. En cualquier caso, Scheveningen es una experiencia curiosa y no del todo desagradable. Incluso si no se sabe qué carajo es la variante Scheveningen de la Defensa Siciliana.



Amsterdam


He estado en Amsterdam más veces de las que soy capaz de recordar. Nunca me canso de echarme la cámara al hombro y salir a pateármela; es porque Amsterdam, como está embrujada, es una ciudad para eso, para pateársela. En este viaje sólo estuve dos noches, lo suficiente para dedicar un día entero al vagabundeo y dos noches para cenar como los dioses recomiendan (y después dejarse arrastrar por el peor de los pecados, el de mirar y soñar). A lo largo de diez horas de andar y andar se ven algunas cosas nuevas y se repiten muchas otras, siempre con placer. No me atrevo a recomendaros nada en particular, pero sí os recomiendo Amsterdam en su conjunto. Sí no la conocéis marchad raudos a verla, no sea que os muráis antes (ya habréis visto cómo va esto, y lo peor es que acelera) y dejéis el más acá sin haber estado allí, pues de ser así los dioses, como poco, os echarán un broncazo celestial (empezando por recordaros que venimos a este mundo sin muchos más propósitos que verlo y disfrutarlo). Más en serio, pocas ciudades en Europa son tan inspiradoras, tan hospitalarias y tan agradables. Aquí os dejo unas fotos, casi al azar (hice docenas), con el sólo ánimo de haceros llegar un poquito del alma de sus calles.











Por último, una recomendación especial: si váis por Amsterdam, lo menos que debéis hacer es visitar el Rijksmuseum; no es que esté dedicado a Rembrandt pero es, sin duda, la estrella principal, y dentro de sus obras magníficas la que allí llaman, por abreviar, 'La Guardia Nocturna' (el nombre real es 'La Compañía del Capitán Frans Banning Cock y el Teniente Willem van Ruytemburgh', a lo cual algunos iconoclastas añaden 'yéndose de putas por ahí'), es la que capta un mayor número de 'eyeballs'; en un rincón, muy escondidita, se exhibe otra obra de Rembrandt que por ser mercenaria (pintada sin particular inspiración aunque por mucho dinero, el normal de un buen retrato redondeado con un gran extra por sacar guapa a una solterona con visos de incurable) no goza de muchas simpatías, pero que a mi me hechiza, quizá porque soy un decidido partidario de todo lo que suene a mercenario. La chica de la foto se llamaba María Tripp, se casó con un comerciante riquísimo -treinta años más viejo- dos años después de que su padre comenzase a enseñar el cuadro a las casamenteras, y tras eso no tengo la menor idea de si tuvo hijos o no, de si fue feliz o no, o de si la partió un rayo o no; sólo sé que jamás que paso un día en Amsterdam dejo de ir a verla, y siempre me cuenta cosas. Quizá a vosotros os las cuente también, si sois capaces de mirarla con los ojos que más pronto se nublan, los de la imaginación.

Maria van Tripp
De camino a Hamburgo me paré a comer en Osnabruck, y de paso a estirar las piernas. Osnabruck es una ciudad industrial moderadamente grande, de unos 150.000 habitantes (más o menos como Las Rozas y Majadahonda si para reducir costes decidieran juntarse en lo administrativo, porque en lo demás ya lo están). El centro urbano y las fábricas que lo rodeaban salieron de la guerra reducidos a cenizas, aunque al quedar en la zona británica se reconstruyó con moderado buen gusto. El centro es anodino, pero eficiente. Todo él es peatonal, salvo los senderos por los cuales los coches llegan y se van de los parkings, que son inmensos aunque todos ellos embebidos en edificios comerciales. Por las calles se pasea en paz y tranquilidad, igual da que seas un indígena que sale por su bratwürst, o su pizza, o un turista que intenta no perderse una. Un detalle que os interesará: como en casi todas las ciudades alemanas, hay más librerías que bares. Casi como aquí, ¿verdad?



Las costumbres ciudadanas en las ciudades alemanas de mediano tamaño me resultan familiares (Osnabruck se parece mucho a Gutersloh, de donde brotaba la última nómina que padecí): la gente se levanta sobre las seis, desayuna bien, llega a su trabajo del modo más eficiente (la DB, 'Die Bahn', llega a todas partes, o si no lo hace el S-Bahn -los 'cercanías'- o el U-Bahn -el metro-), lo que no descarta el coche; los que no lo usan rara vez es por dificultades insalvables (atascos, imposibilidad de aparcar, costes), sino porque la Administración les ofrece buenas y bien estudiadas alternativas. Casi todo el mundo está en el curro a las ocho, trabaja hasta las cinco -salvo media hora para tomarse algo ligero- y a esa hora se larga. Desde ahí hasta las siete (o poco más) sobreviene la compra cotidiana, o el 'ir de tiendas', pero a las siete y media lo más tardar los Zentrum de las ciudades se vacían y en pocos minutos ya no se ve un alma por las calles (ni se oye un ruido; la Polizei es implacable con los que atentan contra el descanso ciudadano, pues al día siguiente hay que madrugar para ir a trabajar, ya que ahí tienen trabajo todos los que de verdad quieren tenerlo; llama mucho la atención que allí no conciben una moto a escape libre, como aquí son prácticamente todas). Supongo que a muchos esto les parecerá muy triste, pero yo desearía con toda mi alma que Majadahonda fuese así, y no como de veras es, 1/así.

Osnabruck, en suma, es una ciudad ideal para vivir, para trabajar, para estudiar y para disfrutar de la vida desde la racionalidad. Un concepto, el último, que aquí, en nuestro desdichado país, parece sobrar. Así nos van las cosas, y así les van a ellos. A los alemanes.


Hamburgo salió de la WWII por completo laminada. La RAF fue particularmente cruel con ella, pues además de las habituales bombas explosivas contra el puerto, los arsenales y los astilleros, regaron de fósforo el centro de la ciudad, con el resultado de unos incendios pavorosos donde unos 50.000 desgraciados acabaron achicharrados, al punto que no pocos, bien pringados de fósforo blanco (adquiere ese color cuando se mezcla con una gelatina diseñada para que se adhiera irreversiblemente a la piel humana), se arrojaban al lago alrededor del cual se levanta el centro de la ciudad, permaneciendo allí días y días, desesperados porque si salían del agua el fósforo que les impregnaba y del que no se conseguían librar por mucho que se desuñaran se inflamaba de nuevo; aquello acabó con algunas escuadras de SS rematando a los que al cabo de una semana todavía seguían con aquello, y en este caso no me atrevería a decir que por crueldad ni por falta de humanidad. Ese mismo lago sigue presidiendo el centro de la ciudad, la cual ha resurgido convertida en un lugar fascinante, captador del mejor turismo imaginable (el que tiene más dinero para gastar, que últimamente son los chinos), el cual ni pestañea frente a los desmesurados precios de los hoteles y de los restaurantes. Hamburgo es como Amsterdam, una ciudad lacustre plagada de canales, aunque más triste; son demasiados los espectros que pululan por las calles y por las riberas del lago, además de que los lugareños, con excepciones, son como casi todos los alemanes: detestan trasnochar y no toleran que no les dejen dormir (salvo en las Balearische Inseln, que vienen a ser su 17º länder; ahí, sí; ahí, todo vale). De todos modos, y sea como sea, no es ciudad para perdérsela. Os dejo unas cuantas fotos de los cientos que hice; son una mera insinuación de la ciudad; desde aquí, vosotros mismos, pero no os la perdáis.


Así quedó la catedral de San Nicolás, en el mismísimo centro de la ciudad; la reconstruyen poquito a poquito, piedra a piedra, con fondos que trincan por ahí, en buena parte de bombardeadores que se sienten culpables.
Así va de momento; aún falta muchísimo

Copenhague es una joya. Pequeña, delicada, amable, bellísima y desmedidamente cara (salvo si se ha tenido cuidado al buscar hoteles; los Best Western, ese año, estaban de oferta), te succiona de la parte de las meninges desde nada más llegar y el par de días que le puedes dedicar acaba sabiendo a muy poco, al punto que te vas de allí con una inmensa pena, la de haberte dejado mucho por ver, y con el firme deseo de regresar a la que puedas.

Esta es, sin la menor duda, la mejor manera de llegar a Copenhague: en tu propia goleta de dos palos (con un diesel de 400 HP en las tripas, por si acaso). A mí ya me pilla mayor (y a vosotros también), pero si fuera verdad la chorrada esa de la reencarnación seguro que no me la perdía).
Vista desde cualquiera de los canales navegables (tiene muchos más de los otros) es irresistible

Vista desde dentro, aún más (sobre todo si hace buen día, cosa no usual)
El Nyhavn, o Puerto Viejo; viene a ser el Punto G de Copenhague
Christiania (creo que se llama así) es un pequeño barrio donde la policía no entra; aquí todo está consentido, empezando por el más absoluto droguerío; la residencia se basa en el Okupismo, y por lo demás posee sus propias leyes; una dice que se toleran los turistas mientras no hagan fotos; a la primera que hagan se les tira una botella de agua medio llena, con mala puntería (es lo que nos ocurrió tras hacer esta); si aún así no entienden supongo que se les descuartiza (no insistimos). Aún así merece la pena verlo.

Odense es una ciudad del tamaño de Osnabruck que se halla en una isla llamada Funen (un tercio de Dinamarca es insular, empezando por la propia Copenhague). Mi mujer y yo añadiríamos, por nuestra cuenta, que es un paraíso del tamaño de Osnabruck. El que una ciudad tan pequeña disfrute la presencia de dos universidades define la clase de lugar que es. Ni que decir tiene que ni de lejos es tan silenciosa como Osnabruck. En el plano arquitectónico no tiene nada de particular. No se la visita por eso (de hecho pocos la visitan; no es un polo de turismo), sino en todo caso para envidiar su exquisita calidad de vida, la cual se basa, a ojo de buen cubero, en media hectárea de parque bien cuidado por habitante.


Esta bonita y audaz estatua se halla frente a la puerta de la facultad de Medicina de no recuerdo cuál de las dos universidades, en medio de un parque donde no cuesta imaginar a la estudiantada repasando apuntes al tiempo de tomar el sol, los rarísimos días en que lo hay; según se nos explicó, una tradición muy acendrada es dejar una caricia en determinada parte de la estatua cuando se camina hacia un examen (acarician por igual las damas y los caballeros; en Dinamarca no hay prejuicios sexistas), a lo cual se debe su aspecto liso y resplandeciente.

Las fotos que vienen a continuación están tomadas aquí y allá, en nuestro vagabundeo por Dinamarca camino de Helsingor, el puerto donde pensábamos tomar el ferry de Oslo. Si hay un país ideal para perderse a la deriva, en la seguridad de que tras la próxima curva se alza una nueva maravilla, es Dinamarca. Por si fuera poco sus gentes son uniformemente amables, acogedoras y hospitalarias, siempre y cuando te comprendan (no ponen nada de su parte por hacerlo; afortunadamente, el danés es su segunda lengua; la primera es el inglés; gente sensata, ya lo véis) y esté fuera de toda duda que no eres alemán. Hay heridas, y desconfianzas, que tardan generaciones en cicatrizar.



Es el castillo de Hillerod. Lo siento, no recuerdo qué tenía de particular, salvo ser muy grande, ciertamente fotogénico, estar exquisitamente conservado y rodearlo un parque maravilloso. Ignoro quién o quiénes vivieron ahí, y si hicieron o no algo extraordinario, pero no dudéis en ir a verlo (y en comer en su orangerie; un poquito cara, pero merece la pena)
Aarhus; una de las pocas ciudades danesas sobre las que cayeron bombas en la WWII; no debieron ser muchas, porque las cicatrices, si las hay, no se aprecian; es agradable, acogedora y deliciosa para pasear después de cenar, antes de irse a la cama en un hotel sorprendentemente bueno y en absoluto caro. La pena es el clima. Los habitantes dicen que llueve 335 días al año. Los otros 30, nieva.
Troense. Un pueblecito donde todas las casas, sin excepción, se consevan al estilo del XVII danés (quizá se construyen así; esta, por dentro, no tenía pinta de cargar con tres siglos). Sea realidad o sea ilusión, cuesta encontrar nada igual de bonito.
Skagen. La punta norte de la península de Jutlandia. Famosísima por su luz, su playa blanca-blanquísima y sus pintores. A mediados del XIX se establecieron aquí media docena larga (lo que un restaurante gallego llamaría la media docena del cura) de pintores excelentes, algunos de ellos aparejados entre sí. Dejaron una obra que hasta no hace mucho sólo era conocida en Dinamarca, de fuerte influencia prerrafaelita pero con grandes dosis de impresionismo francés. Hace un cuarto de siglo comenzaron a ponerse de moda, y hoy se cotizan por las nubes (no hay como fallecer para triunfar). Los críticos achacan la uniforme luminosidad de los cuadros a la luz de Skagen, la cual posee, por lo visto, características mágicas, gracias a lo cual está infectada de acuarelistas ansiosos de triunfar en vida. Dejando aparte que se produzca o no milagro alguno, recomiendo a todos los acuarelistas aquí presentes (va por ti, Ángel) que agarren sus pinceles y se vengan aquí unos días, por si acaso hay algo de cierto. Ignoro si es una magia que se pueda contagiar, pero a nuestras respectivas Pentax les sentó la mar de bien.
Helsingor. De aquí parten los ferries para Oslo (y para más sitios). Del otro lado del Kattegat (el sueco) hay una ciudad gemela, Helsingfords. En una de las dos vivía Hamlet (debería saber en cuál, que bien nos lo explicaron, pero no me acuerdo). Helsingor es pequeña, delicada y repleta de tiendas horripilantemente caras pero de buen gusto exquisito donde la señora debe recurrir a toda su inhumana fuerza de voluntad para resistirse a llevarse las más carísimas chorradas imaginales (Dinamarca es la primera potencia mundial en fabricación de chorradas). Lo sé porque fuimos a verlas mientras esperábamos la salida del ferry, con el coche ya en sus tripas. De paso no me pude resistir a sacar esta foto, por el cielo: jamás en los 60 tacos que tenía por entonces había visto uno más negro a la hora del ángelus. Minutos después se abrió como una tolva rencorosa y vengativa, y no nos calamos hasta el trigémino porque habíamos ganado el muelle a la carrera. Es un clima prodigioso, el danés.


Oslo no es precisamente una gran capital, lo que habla bien de ella. Los noruegos no necesitan una. Prefieren repartir su 'capitalidad' entre un puñado de ciudades de un cierto porte, ninguna excesivamente grande (los noruegos no llegan a cuatro millones), donde Oslo es una más, junto con Stavanger (capital del petróleo), Bergen (de la investigación) y Trondheim (de lo virtual y de la cultura). Oslo no es mucho más que la capital administrativa, y con eso va servida a plena satisfacción de todo el mundo. No es grande, ya lo he dicho, de modo que se la patea uno en unas pocas horas. Día y medio puede bastar si te lo tomas con algún afán, y si bien cuando te marchas queda un cierto regusto de haberte perdido algo interesante, pues no puede ser que lo hayas visto todo en tan poco tiempo, lo cierto es que ninguna de las tres guías que llevas dice que hayas pasado por alto nada de importancia. Por lo demás, sus gentes se parecen mucho a las danesas: amables, frías al principio, más cálidas si descubren que te pueden comprender, lo que significa que alguna cultura sí tienes, al menos la de hablar un aceptable inglés, y con eso les vale para considerarte una persona.


El Palacio Real, en lo alto de una fotogénica colina. ¿Recordáis la pasmosa imperturbabilidad de los centinelas británicos? Pues los noruegos son de otra pasta. Con regular regocijo presenciamos a unos diez metros cómo una turista jovencilla, seguramente inglesa (su poco impoluto bra lucía la Cruz de San Jorge) y sin duda un pelín traviesa, tras una exihibición de mohínes y morritos dirigidos a un centinela tan impasible como guapísimo se sacó un melón, y después el otro, con lo cual el centinela impasible se tornó en centinela ojoplático, y al poco tan risueño como la chica traviesa. Lástima de reflejos, que no tuve los suficientes para inmortalizar la escena.
La calle principal; animadísima, pero ni la menor idea de cómo se llamaba
Una constante nórdica: bicicletas hasta en la sopa
Once añitos (las dos), y se atrevían con el Opus 114 de Dvorak (no excesivamente mal, a mis nada exigentes oídos). No eran pobres de pedir, sino estudiantes de conservatorio vespertino-dominical que se querían levantar un 'training' para gente de su edad en la Berliner Philarmoniker. ¿Y os dejan vuestros padres? -mi mujer, la ingenua-. Pues claro -a coro-; esto es Noruega, ¿sabe? Me parece que nos quedamos a un milímetro de algo bastante más fuerte. Las noruegas, ya desde pequeñitas, son para echarse a temblar.

La colina Lundahaugen está en los recovecos del gran fiordo de Trondheim (Trodheimfjorden). Desde Oslo lo recomendable es atravesar el país por el corredor que forman sus dos grandes valles transversales, pero eso preferimos dejarlo para la vuelta. A la ida nos apetecía ir por los fiordos, empezando por el mayor de todos, el de Oslo. Desde allí se llega a la punta Sur de Noruega bordeando una sucesión de maravillas, una otras otra y sin hueco para el descanso. No habíamos calculado bien el tiempo, ya que sólo en Noruega se da uno cuenta de que allí todo va muy despacio, primero porque no hay autopistas, segundo porque las carreteras son estrechas y tortuosas (muy bien pavimentadas, eso sí) y tercero porque cada tres o cuatro kilómetros hay un radar camuflado, artero, vil y traidor, y además no avisa. Te das cuenta cuando ves parpadear una luz ante ti, como de semáforo blanco, y entonces te dices 'ya está, ya la hemos cagáo', pensando que tres o cuatro curvas más allá aparecerá la policía y te fundirá de un multazo, pero no es así. El sistema, nos lo explicaron en Trondheim, es 'unattended', aunque no por eso deja de ser mortífero. Pretendíamos llegar a Flekkefjord, pero ya muy cansados nos quedamos en Grimstad, una ciudad muy pequeñita (un pueblo grande, más bien), de casitas blancas de madera barnizada que se asoman a un fiordo precioso (cuál no lo es), donde no costaba imaginarse al Bismarck y al Prinz Eugen fondeados a la gira 66 veranos antes, y donde casi justo frente al hotel, donde pensábamos cenar tras un paseo de atardecer y estirar las piernas, se levantaba una carpa en conmemoración de a saber qué, porque los carteles estaban en noruego. Nos asaltó la curiosiodad, en mi caso teñida de temeridad y de hambre canina, y en el de mi mujer rebajada por la prudencia natural de las señoritas castellanas de toda la vida. Ganó mi insensatez, y nos plantamos bajo la carpa con aspecto de suprema inocencia. Llamamos la atención, por supuesto, de modo que al momento se plantó frente a nosotros una walkyria de metro noventa y mucho, guapetona, pechugona, rubia de trenza larguísima y asaz inquisitiva. Tomó la palabra mi mujer, cuyo inglés es de nativa (el mío también, pero de nativo comanche), y al poco la walkyria, ya reforzada por tres o cuatro más (la más bajita me sacaba la cabeza), se ablandó: ¿que vienen de España? ¿y además en coche? ¿de verdad? Pues nos lo expliquen, y se lo explicamos. Tras eso quedamos formalmente invitados a comer y beber cuanto quisiéramos (no conseguimos enterarnos de qué carallu celebraban), lo que hicimos sin rubor (al menos yo), y cuando acabamos no dudé en confesar a mi todavía un punto aprensiva señora que el pueblo noruego, y sobre todo las noruegas, se habían hecho conmigo para toda la vida. 



Grimstad y el Grimstadfjorf
La carpa de las maravillas
La corriente del Golfo se bifurca en dos frente a las costas británicas. Una fracción sube bordeando Irlanda y la otra lo hace por el Canal Inglés para luego girar al Norte contra la península de Jutlandia, para juntarse con el otro ramal frente a la boca del Skagerrak, justo delante de un fiordo precioso llamado Flekkefjord, al fondo del cual hay un pueblecito encantador del mismo nombre, cuya foto desde una colina cercana podéis ver a continuación:


Dejando aparte su belleza poco menos que sobrenatural, Flekkefjord posee una particularidad en la que los diversos invasores de Noruega no suelen reparar hasta que ya es tarde para ellos: las dos corrientes, al equilibrarse, determinan un fenómeno muy curioso: en Flekkefjord no hay mareas; se atraca exactamente igual de bien a cualquier hora del día o de la noche, lo que da lugar, a su vez, a que sea un lugar inusitadamente atractivo para los contrabandistas, lo cual se puso muy de relieve durante la invasión alemana de 1940 a 1945. Era una anécdota de importancia para mi libro, de modo que nos paramos a comer, a dar una vuelta y a estudiar un poquito la orografía del lugar. Todo fue muy bien, pero sobre todo la comida. Del lugar donde nos paramos, el de la siguiente foto, atesoro el recuerdo del mejor lobster Thermidor (el que según Carême debe hacerse con un gran Napoleón) de nuestras vidas.


Sólo por comer aquí ya merece la pena ir tan lejos; no os dejéis engañar por lo de 'pizza in'; la planta baja es de junk food, pero el resto y la terraza es una estupenda marisquería.
Stavanger es una ciudad de poco más de cien mil noruegos y unas dos docenas de miles de mercenarios. Es porque se trata de la capital del petróleo. Aquí se alzan las bases de operaciones para la industria de extracción y transporte de crudo brent (el más ligero y fácil de refinar), lo que da lugar a una inusitada mezcla poblacional. La ciudad, sin embargo y pese a que flota en dinero, no ha perdido su aspecto de toda la vida (hasta hace 30 años), el de una villa pesquera sin más pretensiones que una gran industria conservera y el atracadero de una flota de altura que no suele dejarse ver, al menos a menudo. Es preciosa, se deja visitar la mar de bien y se intuye que debe disfrutar de una calidad de vida impresionante. El que sea la capital noruega del petróleo sólo se nota en que jamás he visto un lugar más limpio. Del chapapote, por lo visto, aquí jamás han oído hablar.



Bergen es el doble de grande, y mucho más turística. También padece una fuerte población exógena, pero es gracias a la universidad, de fama mundial y pionera en múltiples facetas de investigación. No le viene de ahora, ni es consecuencia del petróleo. Ya en 1967 adquirió un Univac 1108-II, por entonces el monstruo de los monstruos, a fin de facilitar soporte informático de muy alto rendimiento a sus cientos de investigadores; desde entonces me suena, y lo cierto es que de siempre he querido verla de cerca. Lo más sintético que puedo decir de Bergen es que me quedé muy corto al imaginarla. 


Toda Bergen gira en derredor del puerto y de las calles anejas. Cuando hace buen tiempo (cosa por demás inusual) resulta irresistible
Al puerto se llega en cualquier cosa que flote. Debe haber alguna clase de orden, pero es incomprensible para el profano que viene de muy lejos; a ellos les funciona, no cabe duda
Este mercadillo es constante: flores, frutas exóticas, verduras, pescado y sobre todo marisco; no sólo se aprovisionan los indígenas; también los que van y vienen en sus barquitos; Bergen es ideal, por lo visto, para repostar, y no sólo agua y combustible.
El muelle viejo; las casas parecen a punto de caerse, pero no lo hacen, aunque de vez en cuando, como quizá recordéis, hay un incendio que se lleva unas cuantas por delante, aunque rara vez tardan más de unas semanas en reconstruirlas.
Es uno de los muchos barcos de la organización Hurtigruten. Su función principal es llevar pasajeros y mercancías en servicios de cabotaje por el mar interior que forman las islas entre Stavanger y Trondheim; la secundaria es eso mismo entre Oslo y Tromsö, aunque aquí compitiendo con los excelentes ferrocarriles de la NSB, la Renfe noruega. La sorpresa viene de saber que su utilidad principal llega en invierno, cuando la nieve ciega con fastidiosa frecuencia las vías ferroviarias y las carreteras. El mar no se ciega nunca (no se hiela), porque la corriente del Golfo determina un microclima costero varios grados inferior al del interior, al de sólo tres o cuatro kilómetros tierra adentro. Los barcos del Hurtigruten rarísima vez dejan de navegar por mal tiempo, al punto que su función es insustituible durante los meses más fríos. Entre mayo y septiembre tienen una segunda función: ofrecer servicios turísticos de bajo precio a enteradillos y valientes (los Hortigruten son barcos asaz espartanos), donde se navega de noche, se fondea al amanecer, la turistada baja, pasea, fotografía, come, compra y regresa como Cenicienta, al caer la tarde -sobre las 10 de la noche; aquí, en agosto, hace sol hasta cerca de las 11-, para irse a la litera mientras el buque apareja y zarpa. Así es posible hacerse en una semana o diez días los cinco o seis puertos más importantes del Atlántico, y en quince si se suman Oslo y Christiansand. Me temo que no es una opción para vejestorios gruñones, like me, aunque para los jóvenes mochileros que se duchan poco y cagan en cualquier parte va de cine.

El camino de Bergen a Trondheim no parece largo visto en el mapa, pero son tantas las maravillas que se atraviesan, y tantos los fiordos que se cruzan -cada uno con su tiempo de esperar la llegada del ferry, embarcar, cruzar y salir; no menos de dos horas cada vez- que a la fuerza se tarda un par de días. Ya contábamos con ello, de modo que no nos impacientamos, aunque es de reconocer que a la cascada 400, que quizá fuera esta de aquí,


Muy cerca del Sognefjorden

empezamos a pensar que todas nos parecían iguales, como también nos lo parecían los ferries-transbordadores; de hecho, la escena que sigue terminamos un poquito hartos de verla:


A punto de cruzar el Moldefjorden

Todo llega, y por fin nos vimos en un hotel encantador, en el fondo del pequeño fiordo de Orkanger. Un hotel basado en un viejo château, prolongado en un motel absolutamente americano (está a la espalda de lo que aparece en la foto), como cualquiera de los miles que se alzan aquí y allá en las autopistas y carreteras americanas. Un buen lugar para una buena cena, un reconfigurar general de ropa, compras y maletas, un dormir sin sobresaltos y un puntito de emoción, pues al día siguiente nos esperaba el motivo-pretexto del viaje: los cañones de Lundahaugen.




Hotel Bardshaug-Herregard; si algún día os da por ver lo que íbamos a ver nosotros, no dudéis en dormir aquí.

A los dos nos gusta mucho la especial sensación de abandonar, muy temprano, el hotel de carretera donde con virtual seguridad nunca más regresaremos. Es una emoción de vida nueva que comienza, la de ponernos en marcha envueltos en girones de niebla y disueltos en gris. Por delante, 60 Km por la 710, bordeando la ribera occidental del majestuoso Trondheimsfjorden hasta un lugar llamado Valset, de donde sale el ferry hasta la isla de Orland. Sería hora y poco si el tiempo fuera razonable, y menos de una si por milagro imputable a los dioses del fiordo no lloviera, y aún mejor si saliera el sol, cosa imposible de saber bajo la espesa niebla del Orkangerfjorden, pero el milagro se hizo al cabo de unos kilómetros, justo donde aquel desemboca en el grandioso Trondheimfjorden. Desde ahí la 710 es para disfrutarla, empezando porque a cada curva el fiordo cambia de color. Del gris al azul, ahí al verde, alguna vez al rosa y de nuevo a un gris veteado de amarillo. El campo es de un verde insultante, salpicado aquí y allá por el tostado suculento de alguna vaca impasible. De vez en cuando aparecen campanarios; unos, rojos; otros, blancos. A la sombra de todos ellos, lápidas. Son cementerios, además de templos. Coquetos, limpios. Acogedores. Qué diferente es la muerte nórdica de la meridional. En la civilizada Noruega es una fiesta: el muerto está con Dios, alegrémonos por él y celebrémoslo. En nuestro salvaje sur, qué faena, se nos ha escapado, qué será de nosotros, pues todos a ponerse de luto y a llorar como plañideras, un sustantivo que con seguridad no existe en noruego. Aquí, en los fiordos, no se pueden dar esas aberraciones. No en la mágica 710, donde bajo el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo alientan Odín, Thor y las golfas de las Walkyrias. Es imposible no ser pagano en el Trondheimfjorden. Nos hace comprender según lo bordeamos que sus dioses no se han ido, que ahí siguen. Esperando. ¿A qué? Pues ni la menor idea, pero si algo teníamos claro era que allí estaban, que no habían perecido ante la cruz castradora, que los obispos medievales no pudieron con ellos, no lograron expulsarlos. No del prodigioso Trondheimfjorden. Los sabíamos con nosotros, todos juntos en el Audi, y el resto era silencio.


El Trondheimfjorden desde la 710

La República de Weimar inició en 1927 la construcción de seis buques de guerra que habrían de sustituir, según las previsiones del Tratado de Versalles, a los seis viejos acorazados de la clase Schlesien. Los tres primeros se llamarían Deutschland, Admiral Scheer y Admiral Graf Spee; los otros, a saber. Su armamento sería respetable para su desplazamiento (10.ooo tm): seis piezas de 283 mm (11,1") en dos torres triples. Aunque la fecha de construcción de los tres últimos no quedó fijada se decidió contratar la construcción de las doce torres, a fin de ahorrar dinero.

En 1934 se fundó la Werhmacht, y dentro de ella la Kriegsmarine. Sus jefes no veían clara la utilidad de los tres buques aún en grada. En secreto se decidió construir sólo dos pero tres veces más grandes; cada uno montaría tres de las últimas seis torres. En 1935 los trabajos dejaron de ser secretos, los dos buques recibieron las bendiciones de las potencias signatarias del Tratado de Versalles y así vinieron al mundo de un modo 'oficial', clasificados como 'schlachtschiffen' (buques de batalla; en español serían 'acorazados') y con los nombres Scharnhorst Gneisenau. Pese a ser considerados gemelos en realidad eran mellizos, porque si bien a simple vista se parecían mucho en realidad eran bastante diferentes. Este era el Gneisenau seis meses antes de comenzar la WWII:


El Gneisenau en pruebas de velocidad frente a la Kurische Nehrung, primavera de 1939

Su vida fue azarosa, breve y en general poco distinguida, pese a tener sus momentos de gloria. Acabó, a efectos prácticos, a finales de febrero de 1942, cuando una bomba británica le destruyó la proa. Entre las diferentes perrerías que le hicieron tras aquello la que nos importa es que se desmontaron las barbetas y las torres de su artillería principal. Las tres piezas de la primera (Anton), separadas, se instalaron en Hoek van Holland. Las otras dos se instalaron en Noruega, Bruno en Bergen y Cäsar en la isla de Orland, la que cierra el acceso del Trondheimfjorden. A esos efectos se horadó una colina de 50 m. llamada Lundahaugen, y una fuerza laboral 'no voluntaria' de 500 prisioneros serbios construyó una fortaleza de hormigón culminada por la torre Cäsar. Entró en servicio en 1943, aunque sólo disparó una vez con fuego real. En ejercicios, con las ánimas subcalibradas a 88 mm, lo hizo muchas veces, no sólo para mantener ocupados a los 160 hombres de su dotación, sino para evitar que alguien les viera excesivamente gordos y los enviase a Rusia. Tras la rendición de Alemania el ejército noruego se hizo cargo de la batería, por entonces llamada 'Orlandet'. Salvo cambiarle de nombre no sabían que hacer con ella, pero alguien que no debía ser tonto pensó que si se ofreciera empleo de 'consultores civiles' a unos cuantos alemanes interesados en quedarse (no sólo por no tener a nadie en Alemania, sino por haber puesto los ojos en alguna indígena) podrían adiestrar a una dotación noruega preocupada porque los rusos, que habían invadido el norte del país, no mostraban ganas de irse. 

Mi investigación había llegado hasta ahí. Ahora se trataba de ver con mis propios ojos la batería, que ya no era militar, sino una mezcla de museo y atracción turística. La batería -desde hacía unos años se llamaba Fort Austratt-, un acantilado cercano, llamado Hoybakken, y el pueblo más próximo, que se llama Ottersbo y es una preciosidad; eran, éstas, cosas que me hacían falta para seguir adelante con mi relato. Sólo me queda añadir que valió la pena ir a ver este 'museo', el mismo que los desapasionados noruegos llaman 28 Cm Trippel Kanontårn På Lundahaugen, Ørland, pasándose ya podéis imaginar por dónde el nombre oficial.

Con el coche llegamos al pie de la colina, sin haber logrado ver nada (todo está rodeado de bosques). La colina sólo mide 50 m., pero éstos se cuentan desde una especie de meseta, de modo que la altura real de las piezas es de casi cien, con lo cual su alcance real superaba, y de mucho, los 55 Km. Eso la convertía en un punto defensivo formidable, por mucho que jamás valiera para nada.

Lo primero que vimos, según trepábamos un caminillo bastante empinado
Una visión bastante sobrecogedora. Pese a ser unos cañones inutilizados (no se pueden elevar, los cerrojos están desmontados y la torre no puede girar) no por eso dejan de dar miedo.
A esa altura sobre el nivel del mar, cualquier buque que se acercase a la bocana del Trondheimfjorden lo tendría crudo; las piezas del 2-83, de ánima muy larga, eran sorprendentemente precisas.
Por si hay algún modelista entre nosotros, he aquí un primer plano detallado de una torre triple del 2-83,
Las tripas (seis pisos) están intactas, pero sobrecogen menos
La última vista; para daros una idea de las proporciones, pensad que el Gneisenau medía 232 metros de eslora entre perpendiculares. No creo que jamás vuelva por allí, pero lo cierto es que me gustaría. Sería porque el libro se habría publicado y marcharía bien.

Según arrumbábamos a Trondheim nos decíamos con alguna pena que habíamos pasado de la mitad del viaje, y que ya iniciábamos el regreso. Llevábamos seis mil y pico kilómetros, y la verdad es que no me habían fatigado en absoluto, al punto que me daba cierta cosa no seguir hacia el norte, hacia Narvik, Tromsö y el Cabo Norte, pero era una posibilidad que habíamos descartado al planear el viaje, pues significaba dos días para ir, uno para estar y dos más para volver, y mi mujer no los tenía. Por otra parte, al Cabo Norte se debe ir entre mediados de mayo y finales de julio, cuando todavía el sol no se pone, pero a mediados de agosto ya es tarde. Otra vez será, y quizá con el Hurtigruten.

En Trondheim nos esperaba un amigo y antiguo compañero de trabajo. Mayor que yo pero en muy buena forma, casado por tercera o cuarta vez con una jovencita que diseña páginas web en la buhardilla de su gran casa, me contó unas cuantas cosas tras pasar revista a los muertos, a los averiados y a los arruinados. Lo que más miedo me dio fue lo de los radares: el sistema noruego no es fulminante, de modo que se les escapan algunos delincuentes, pero cada diez días, más o menos, la base de datos de matrículas extranjeras con sanciones pendientes se actualiza. Las fronteras y los puertos de embarque con más tráfico de extranjeros (cuando dicen 'extranjeros' están pensando en 'alemanes', aunque no hacen ascos a nadie) contrastan con ella las de los coches que los policías ven pasar, y cuando aparece uno con pufos pendientes hacen parar al conductor, le muestran la/s foto/s y el papelito de la sanción (en inglés y en alemán), y le dan a elegir entre cash, la Visa y la inmovilización del vehículo. Desde ahí, y con los pelos como escarpias (quizá llevara veinte fotos; más de diez, seguro), le pedí consejo y me lo dio: que saliera cuanto antes por la frontera de los bosques, la que conduce al centro de Suecia, olvidando la vieja idea de volver a Oslo por los valles centrales. Según él ahí no solían controlar a nadie. Luego, tras celebrar consejo de guerra, mi mujer y yo decidimos dedicar un solo día a Trondheim (tampoco tiene para mucho más) y salir ACS (acrónimo informático de muy alta velocidad) hacia la frontera de los bosques, la de Storlien.

También nos contó más cosas, éstas sobre Noruega. Por lo visto, la consciencia de flotar en petróleo no les volvió locos. Lo primero que decidieron fue no transformar su idílico país en un emirato del Golfo. La inmensa mayoría de los beneficios derivados de la extracción -no los de la depurada industria petroquímica- los invierten en un fondo soberano que ya es el mayor del mundo. Cuando el petróleo se acabe, y a mediados de este siglo piensan que no quedará una gota, no quieren descender de una hipotética vida de superlujo a la que han tenido siempre. Sólo invierten un poquito más de lo usual en educación e investigación, de forma que las tradicionales fuentes de riqueza (la pesca y la madera) se complementan con una cada día más fuerte industria tecnológica, que se extiende a la petroquímica, a la construcción naval y a la tecnología punta en general. Noruega es, para el tamaño total de su población, quien más invierte en I&D, y lo cierto es que le luce. En infraestructura no se gasta demasiado. La obra pública a gran escala requiere ingente mano de obra, que no abunda en Noruega, y no quieren que el país se les llene de emigrantes que cuando acaben las obras no se quieran ir y se vuelvan parados indeseables (algo que me dio mucho que pensar). Su país, por otra parte, es inadecuado para grandes estructuras, como autopistas y cosas así. Se conforman con una razonable red de carreteras, con la construcción de algún túnel que otro (cruzando los fiordos más propicios) y poco más. No son, según mi amigo, enemigos fanáticos de la velocidad, dentro de que Noruega no es buen país para los coches muy caros (los impuestos son brutales); sólo sucede que al no haber autopistas las velocidades a la fuerza deben ser bajas, pues por grande que pueda ser la habilidad media, a la hora de adelantar cualquiera puede fallar, y las grandes bofetadas se dan precisamente ahí. Por eso, y con el acuerdo general, establecieron una velocidad máxima (90, aunque la reducen a 80 e incluso 70 a la mínima dificultad orográfica) con la que se sentían cómodos. De hecho, el noruego normal sólo usa el coche como extensión de la bicicleta. Para las distancias algo largas tiene unos trenes magníficos, además del Hurtigruten. En Noruega, y por asombroso que parezca, el coche no es el rey de la civilización. 

Su hostilidad a ser parte de la UE no puede ser más lógica. Creo que ya son tres los referendums donde se han negado en redondo. Ser contribuyentes netos (por su PIB lo serían desde el primer día) sin que tal cosa mejore sus exportaciones (debe ser imposible mejorar lo que ya es casi perfecto) les parece una estupidez, porque no sólo no ganarían nada, sino que perderían independencia y autonomía. Prefieren seguir como hasta hoy, haciendo lo que les da la gana sin dar explicaciones (un ejemplo: les encanta cargarse ballenas, y que ningún ecologista insensato se atreva a decirles que no pueden). Son la mar de suyos, en resumen. Con  una esperanza de vida significativamente superior a la media europea (en Noruega no hay contaminación, de ningún tipo), y una protección social que les permite alcanzar los 90 con un asombroso nivel de confort y bienestar, ¿para qué carallu iban a someterse a lo que dijeran los indeseables burócratas de Bruselas? 


La verdad, cuesta trabajo no darles la razón.





Trondheim. Parece caótica, pero no lo es en absoluto.
Viejos tinglados portuarios habilitados como lugares de ocio; en Trondheim, a diferencia de lo que se hizo en los puertos franceses, las autoridades prefirieron no insuflar vida a los colosales búnkers para submarinos Dora-1 y Dora-2; los desmantelaron sin más.
Todo el centro es así: peatonal, relajado y apacible; tuvimos suerte, nos dijeron: el verano de 2007 cayó precisamente el día que le dedicamos
No hay dos ciudades noruegas iguales; Trondheim no se parece ni a Oslo, ni a Stavanger ni a Bergen, ni estas entre sí. Quizá sea porque en Trondheim el mar está bastante lejos; lo que baña la ciudad es una red de fiordos de donde no hace falta salir para disfrutar un fin de semana de navegación agradable y siempre con buena mar.
En Trondheim, y en Noruega en general, hay alguna emigración, y no de pobres. Los musulmanes abundan (intuyo que son socios petrolíferos), y nadie se mete con sus costumbres ni con su estilo de vida, por mucho que las abayas sería lo último que vestiría una noruega
No me imagino a esta chica noruega, independiente, libre y a todas luces dueña de su vida, de su cuerpo y de su mente, caminando dos o tres pasos detrás de su dueño y señor vestida de sometida. Todas las culturas son respetables, pero mi mujer y yo nos quedamos con esta.


Trondheim está donde Noruega ya se ha vuelto muy estrecha. De ahí a la frontera con Suecia no habrá más de dos horas, pero se nos hicieron siglos. Al llegar allí, el anticlimax: ni un alma. Un par de casetas, dos banderas enfrentadas y ya está, esto es todo y bienvenidos a Sverige, señora y caballero. Tras dedicar un sentido adiós a los radares noruegos enfilamos Estocolmo. Está lejos, y también hay radares, pero pronto se alcanzan las autopistas, de modo que al cabo de unas cuantas horas de velocidad 'legal' llegamos a Uppsala, una ciudad universitaria muy cercana a Estocolmo que teníamos interés en ver. Las ciudades fundamentalmente universitarias, como Bergen, Odensee, Cambridge, Hartford, Christchurch y Uppsala (y Santiago si no padeciera un parlamento y un gobierno de comunidad autónoma), tienen un encanto especial, una atmósfera difícil de percibir si no eres universitario, y yo viajaba, recordad, con toda una profesora. Para un ojo no entrenado Uppsala no tiene nada, pero es de los más agradables lugares del planeta. Doy fé.


Stockholm es una ciudad muy grande (millón y cuarto de habitantes), organizada en derredor de una laguna que se comunica con el mar (como Venecia, en cierto modo; lo cierto es que se dan un aire). Hay cantidad de guías de Stockholm, así que no voy a aburriros con la visita turística standard; me conformo con mostraros unas cuantas fotos tomadas aquí y allá, que quizá os den una idea de la inusual atmósfera de la ciudad. No es que nos pareciera rara. Era que no se parecía a ninguna de las que conocíamos, salvo en todo caso Helsinki. Podría ser por la luz del Báltico, que quizá sea diferente, o a saber por qué, pero es una ciudad que se sale de lo normal, y donde vivir puede ser complicado si no estás dispuesto a enamorarte de los suecos (mejor de las suecas), los cuales no es que se presten mucho, por decirlo con diplomacia; es que son como son, empezando por no sentir más allá de un cortés pero muy despegado interés por los que vienen de fuera. El turismo es una plaga que toleran sin ganas, en absoluto orgullosos de que su ciudad llame tanto la atención. El talante general, nos pareció detectar, es un insuperable deseo de que les dejen en paz.

Es lo primero con lo que te das. El mar y Stockholm son inseparables.
No es que todo gire alrededor de la laguna, pero las mejores vistas, y las mejores fotos, se toman desde ella (el impermeable es imprescindible)
Sorpende los poquísimos árboles que hay en el centro, siendo Suecia un bosque infinito (a lo mejor es por eso)
Como en todas las ciudades nórdicas, hay mercadillos de flores, frutas y verduras por todas partes; de ropas golfas y cacharros malejos, ni uno.
Stockholm es como esas señoronas muy discretas a las que apenas se les notan los muchísimos millones que tienen; la riqueza de Stockholm, que jamás ha sufrido más desgracias que algún incendio (ni guerras, ni terremotos, ni invasiones), se manifiesta en todas partes, pero de un modo tan sutil que sugiere un fuerte deseo de pasar desapercibida.
El Wasa. Construido en el XVII para mostrar por todos los mares la potencia y el orgullo de los suecos (y de su dinastía reinante, la Wasa). Se hizo a la mar por primera vez desde los muelles de  Stockholm, ante una multitud enfervorizada. A media milla de los muelles, y a la vista de todo el mundo, un golpe de viento lo echó a pique; se hundió en un minuto, ante primero el asombro y después el jolgorio de la gente, siempre a favor de cachondearse de los amos. Una empresa de rescates alemana lo sacó del fango hace menos de 40 años, tiempo en el que lo han desecado con el mayor cuidado, para que la teka y el roble con que se construyó no se deshaga. Hoy ocupa el centro de un museo que no se puede uno perder, y los españoles menos que nadie: no hay mejor alegoría del gobierno de Rajoy; concebido con las mayores ínfulas y pretensiones, se va al carajo en cuanto le da el aire y sólo le queda ser 'rescatado' por los alemanes.

Mi mujer y yo nos despedimos aquí. Yo tenía por delante siete mil y pico kilómetros hasta Majadahonda, y un firme propósito de disfrutarlos. A mucha gente le sucede, cuando viaja en coche, que cuando alcanza el afelio se desinfla, y sólo piensa en volver cuanto antes. A mí, no.

Mi plan era deambular un par de semanas por la vieja Prusia y por Sajonia, Baviera, Württemberg y Baden. El camino más corto para llegar a Binz, el lugar por donde pensaba empezar, pasa por Trolleborg, un puerto anónimo del sur de Suecia de donde salen los ferries para Sassnitz, en la misma isla (Rugen) de Binz y Stralsund. Desde Stockholm no es mucho más que una cabalgada por autopista. Sin duda me dejé muchas maravillas inexploradas a babor y a estribor, pero los planes son los planes y yo soñaba con Prusia desde que una profesora de bauprés colosal nos explicó que sus nacionales, los prusianos, venían a ser los hijos de sus madres del continente. De inmediato, y dado lo que opinaba yo de Doña Julia LG, me cayeron la mar de bien. Hoy en día me caen aún mejor. 


Parece una fábrica, ¿verdad? Pues es un ferry. Los camiones y los autobuses entran por abajo, a la cubierta inferior, y los coches por arriba, a la superior. Sumando todos los conceptos (gasofa, peajes, hoteles y elapsed time) sale por bastante menos de la mitad que atravesar Dinamarca

Binz es un pueblecito al norte de la isla Rugen. Posee una playa magnífica, un microclima muy agradable y una rada de mucho calado, sin agujas, donde los barcos de buen porte pueden fondear sin riesgo de desventrarse. Su fama se remonta a primeros del XIX, cuando la buena sociedad prusiana comenzó a ponerla de moda. Nunca ha dejado de estarlo, si bien a finales del los últimos 30's se vio asaltada por los ocupantes de las cercanas residencias del KdF (Kraft durch Freud, o A la Fuerza por la Alegría; fue la inspiradora nazi de nuestra siniestra Educación y Descanso), que la horterizaron sin piedad. Tras la guerra quedó, bastante intacta, en la zona controlada por la CCCP, cuyos capitostes, que de tontos no tenían nada, se la reservaron para ellos. Así llevó una existencia fantasmal, de ghetto para la Nomenklatura, hasta que a finales del 89 el mundo de la DDR se vino abajo y Binz volvió a ser lo que por designio divino le correspondía: un paraíso para gente con pasta, aunque tampoco demasiada, justo la que se puede costear una villa en el Oostee (verdadero nombre del Báltico) o, al menos, unas vacaciones de 'hotel familiar' (pensión con pretensiones) a la espalda del precioso casino local.



Binz vsta desde el extremo de su largo pantalán

La isla Rugen es un paraíso para los ornitólogos y para los amantes de la naturaleza en general. Para los parados, no tanto, y la peor herencia de la vieja DDR es la multitud que ha dejado en su estela. Los jóvenes conservan esperanzas (de hecho casi todos curran, si bien muchos han tenido que buscarse los garbanzos más al Oeste), pero los de más de 45 lo tienen como el sobaco de un grillo. A su edad es difícil aprender cosas nuevas, oficios nuevos y formas nuevas de hacer las cosas, por lo que llevan una existencia mortecina. Van tirando a base de subsidios y prestaciones públicas, de explotar sus casas en verano (los que tienen una) en régimen de bed & breakfast, de lo que aportan sus hijos (en no pocos casos emigrados a los länder del Oeste) y de alguna chapuza que les salga y donde sus viejos conocimientos aún puedan servir de algo. Bueno, y que buena parte eran funcionarios en los tiempos de la DDR y a la fuerza lo siguen siendo en estos de la BRD. Stralsund, que viene a ser la capital de Rugen, es un buen ejemplo del peculiar equilibrio inestable en que viven los que dentro de 30 o 40 años habrán dejado de ser uno de los más fastidiosos problemas de la opulenta BRD.


Stralsund. Muchos barcos y barquitos, pero en general no son como los del Trondheim. Aquí, el que más y el que menos sale a pescar, primero para comer y después para vender lo que sobre.
El Gorch Fock, buque escuela de la Kriegsmarine construido en 1933; tras una vida la mar de azarosa, donde incluso llegó a llamarse Tovarisch, regresó a Stralsund en 2003, tan descangallado como podáis imaginar. Lo terminaron de restaurar en 2008, y desde entonces es un museo. Explicablemente, no lo pude visitar.


De Stralsund a Berlín no hay más de dos horas (a velocidades alemanas; como es un gran país en sus autopistas no se limita la velocidad), pero yo tenía otros planes. Los länder orientales, Mecklenburg-Vorpommern y Brandenburg, son casi un tercio de la vieja Prusia Occidental. Una Prusia laminada y arrasada entre 1943 y 1945, y terminada de planchar durante la invasión rusa primero y la dictadura comunaka de la DDR después, pero que con sordina comenzó a resucitar a finales de 1989, para no mucho después, en 2001 para ser exactos, elevar su cabeza por tercera vez en la historia, aunque con una estrategia distinta, en mi opinión sumamente inteligente.

Prusia nació en el siglo XIII a resultas de una deuda de honor de un Emperador Alemán con el Gran Maestre de los Caballeros Teutónicos (los tremebundos Deutschritters, los de hábito blanco, cruz negra, casco de cacerola y descomunal mala leche), un tal Herman von Salza que los tenía tan bien puestos como su lejana sucesora Frau Angela Merkel. Les adjudicó un territorio pantanoso, insalubre, sin fronteras naturales y además poblado por unos eslavos semisalvajes que se llamaban a sí mismos 'polacos' (hoy es Rusia, y su capital se llama Kaliningrad). El Emperador pensaba que los Deutschritters no tardarían en rajarse y claudicar, pero aún no sabía que aquellos tipos tremendos eran los primeros prusianos de la historia. Desde ahí comenzaron primero a establecerse y después a crecer. Con sobresaltos. Tres veces en la historia han sido barridos del mapa. La primera, a manos de San Alexander Nevsky, un raro ejemplo de Zar canonizado y que aún era más bestia que todos ellos juntos, rusos y prusianos. La segunda, contra Bonaparte en 1806. La tercera y oficialmente definitiva, por cuenta del consejo de ocupación aliado en 1946, que de un modo formal decretó su disolución total y definitiva, estableciendo que nunca, jamás y sucediera lo que sucediese, ningún länder alemán volvería a llamarse Preussen. Es posible que así suceda (no apostaría por ello), pero lo que nadie ha podido borrar del mapa es a los prusianos. Véase, si no, quién es hoy en día quien manda en Alemania, lo que viene a ser lo mismo que mandar en Europa.  

Prusia ejerce sobre mi mente una especial fascinación, gracias -debo reconocerlo- a Doña Julia LG, a quien no le gustaba nada (yo tampoco le gustaba nada). Ahora, no empezó a desarrollárseme hasta que comprendí, con los 20 ya cumplidos, que la Historia que había creído aprender en el Ramiro no era más que basura católico-fascista, y que la historia verdadera, la real, tendría que aprenderla de nuevo. Lo comprendí visitando Santiago de Compostela, ante la imagen de Santiago Matamoros (hoy prudentemente desinstalado de los textos, de las fiestas y de la imaginería político-religiosa); si Doña Julia nos puso al santo aquel por las nubes, adjudicándome de paso un cero por poner en duda la verosimilitud de la Batalla de Clavijo, fue porque todo lo que nos contó debía ser mentira. Desde ahí me volqué con la historia pero bebiendo en fuentes no contaminadas por los curas ni por los fachas. No es que hoy en día sepa mucha, pero al menos me da para haberme tomado la UE de lo más en serio, empezando por hacer mía la de los 27 países, de un modo tal que los electores y los reyes prusianos me resultan más simpáticos, y más próximos, que los puñeteros reyes godos. A estas alturas de mi vida siento el impulso instintivo de considerarme a mí mismo un ciudadano de la UE, por mucho que tal cosa pueda parecer una ingenuidad.

Me pasé dos días de vagabundeo delicioso por Mecklenburg, llenándome las retinas de lugares que sólo había visto en textos muy antiguos, en litografías del XIX y en fotos recientes, aunque siempre sesgadas por los ojos de fotógrafos nada impaciales. Ver por mi mismo Schwerin, Lübeck y Görlitz, por ejemplo, fue algo parecido a un orgasmo mental. Sobre todo porque al tiempo veía prusianos -y prusianas- ignorantes de que les veía, y les estudiaba. Llegué a Berlín, a un hotel de Prenzlauerberg (el más emergente Berlín Este), seriamente convencido de una cosa: o aprendemos a ser como ellos, o lo vamos a tener fatal.


Esta ya es una imagen irrepetible. Marx y Engels no tienen planes de mudarse muy lejos, pero el edificio del fondo, el antiguo parlamento de la DDR, ha sido demolido, oficialmente por aluminosis y oficiosamente por horrendo. Se han iniciado las obras para construir en su lugar una réplica del Alte Schloss de los Hohenzollërn, pero La Crisis las ha parado en seco.
El monumento al soldado ruso, trescientos metros por delante de la Brandenburg Tor (marcaba el límite del Este con el Oeste), era con lo que recibía el Berlín Este a las visitas oficiales. Los ingenuos suponían que la primera medida de las nuevas autoridades, una vez desguazada la DDR, sería liquidar este gran espanto, pero Rusia es hoy el principal cliente individual de la BRD, y su principal proveedor de energía fósil, de modo que no hay jerifalte alemán interesado en tocarle los cataplines al Zar Putin. Salvo terremotos, los dos T-34A, que además fueron de los primeros en entrar en Berlín, tienen por delante bastante más vida que nosotros.
Es, en apariencia, todo lo que queda de la gran estación ferroviaria del III Reich, la Anhalter Bahnhof. Estaba en zona rusa y si se quedó así no fue por deseos de hacer de ella una reliquia, sino porque la DDR no tenía interés en reconstruir demasiado. Tras este frontispicio la superficie de la estación se convirtió en una sucesión de parques públicos e instalaciones deportivas para tovarischis, y más allá, en la vieja playa de vías, se instaló un museo de locomotoras que hace las delicias de todos los viciosos del HO, como por ejemplo un servidor.
¿A que cuesta no pensar que esto es un ala de los Nuevos Ministerios? Pues no lo es: Se trata del viejo Luftministerium (el de Göring), hoy en día ministerio federal de finanzas. Es, junto con la terminal de Tempelhof, el último ejemplo en pie de la horrible arquitectura del III Reich, que aquí se importó para levantar el horror de los Nuevos Ministerios. Francamente, da enorme repelús pasear por la Wilhelmstrasse (o a lo mojó es la Friedrichstrasse; no me acuerdo bien) y darse con este colosal espanto.
La calle Voss. Aquí se levantaba la cancillería del Reich. Los rusos, cautelosos, optaron por laminar el área que ocupaba, y también los alrededores, a fin de que, con el tiempo, no se transformara en lugar de peregrinación para fachas nostálgicos, como aquí es Cuelgamuros. Tras aplanarlo levantaron el consabido espanto de sus bloques prefabricados para tovarischis muy enchufados, en este caso un poquito menos horrendos de lo usual. Nadie sabe con certeza bajo cuál de estos horribles bloques (bueno, al menos no lucen ropa tendida) yace el espectro de la cancillería, pero sí se sabe que sus demonios deben pasarlo fatal viendo tan cerca el memorial del Holocausto, un mar laberíntico de dos mil y pico bloques de hormigón que quizá signifiquen mucho para el artista que lo parió, pero que a mi me llevan, inconteniblemente, a los Jardinillos de mi niñez, a brincar de unos cubos a otros persiguiendo a la dulce y ágil Nata.
La Potsdamerplatz. Es el centro-centro de Berlin desde los tiempos de la Königin Luise. Dejó de serlo en 1945, al quedar en zona rusa. Por entonces era una escombrera, y así permaneció hasta 1991, cuando tras adjudicar un gran concurso de ideas comenzó una reconstrucción que a unos les gusta más y a otros menos (yo estoy con los primeros), pero que a nadie deja frío. En primer término, el memorial del Holocausto, desde otro ángulo. Se podrá o no estar de acuerdo con esto, pero ya somos unos cuantos los que pensamos que, hoy en día, la ciudad más viva, estimulante, trepidante y fascinante de la UE es Berlín. Dado que un pasaje raound trip suele salir por €29 más tasas, y un hotel con aire acondicionado en el centro-centro no pasa de €39 la room para dos -por noche, reservada en Internet- no sé a que esperáis para comprobarlo por vosotros mismos.
Aunque pretendía no salir del lado Este me quedaba una deuda pendiente con Charlottemburg, el palacio de verano de los Hohenzollern donde tan feliz dicen que fue mi reina favorita, Luise von Mecklenburg-Strelitz (la nuestra, la de hoy, también es una Mecklenburg-Strelitz). Es un palacio muy bonito, una pinacoteca extraordinaria, un parque tan enorme como asombroso y un mausoleo, el de la reina Luisa (situado en un pequeño edificio-memorial, en las profundidades del parque), de donde incluso alguien tan endurecido como yo (los del Nocturno somos así) sale un pelín emocionado

Dresden es la capital de Sajonia. Está a menos de dos horas de Berlín. No la conocía, y me moría de ganas de empapármela. A lo largo de su historia fue primero capital del reino de Sajonia, y luego de un länder de la DDR. Era una ciudad preciosa, rebosante de arte, cultura y distinción, lo que no le libró de múltiples invasiones, batallas y desgracias de todo tipo, pero hasta 1945 había logrado bandearlas. El 13 de febrero de ese año, virtualmente intacta, no sólo cobijaba su propia población, más de medio millón de personas, sino una masa de refugiados que bien podría ser otro tanto; esa noche, y durante las 36 horas siguientes, la RAF y la USAAF le pasaron la factura de Coventry. Un ataque nuclear no habría hecho más (en sentido literal; los muertos de Hiroshima no pasaron de 65.000; los de Dresden nunca se pudieron contar, aunque no bajaron de 100.000). El fósforo se usó con toda liberalidad, al punto que la iglesia emblemática de la ciudad, la delicada Frauenkirche, una cúpula preciosa sostenida sobre ocho pilares, alcanzó tales temperaturas, durante tantas horas, que la piedra se derritió, con lo cual la cúpula se derrumbó sobre las pilastras, quedando enteramente deshecha. Tiempo después, la DDR comenzó la reconstrucción del centro. El palacio real (por entonces, y hoy también, era un complejo de museos apodado Zwinger), la catedral y algunos edificios de gran tamaño cuyos muros de carga se habían salvado, se pudieron reparar sin dificultades insalvables, pero la Frauenkirche (iglesia luterana de las Mujeres) no tenía cura, de modo que los escombros fueron declarados monumento para el recuerdo de lo mala que es la guerra, y a otra cosa. En 1990, sin embargo, las nuevas autoridades pensaron que igual era posible levantarla. Las piedras seguían allí y muchas eran recuperables. Gracias a la insuperable obra de Canaletto había constancia de cómo era cuando se construyó, además de que se conservaban muchas fotos de antes del bombardeo. Se puso en marcha una iniciativa para recaudar fondos, a la que al momento se sumaron las potencias bombarderas, de modo que al poco se inició una reconstrucción lenta y carísima que culminó en 2006. En 2007, aún así, el templo no era visitable todo el tiempo, pues las obras de la gran plaza en cuyo centro se sitúa no estaban terminadas. De todos modos no me la podía perder, y no me la perdí.



Es donde más cerca se puede dejar el coche. Los edificios son todos comunakas (paneles de hormigón prefabricados), aunque 'repasados' en los 90's por arquitectos del Oeste. El aspecto general es bastante bueno, aunque ni que decir tiene que el paisaje urbano no tiene nada que ver con el previo al bombardeo.
La Frauenkirche. Las piedras negras a manera de pecas son originales, colocadas precisamente donde estaban antes del bombrdeo (o eso me contaron). Las otras proceden de las mismas canteras de las originales, y lucen el color original. El desmonte que se ve delante no sé qué habrá terminado por ser, aunque intuyo que un parking, o un hotelazo. Cuando volvimos en 2010 ya no había desmonte.
¿Recordáis cuando nos lo describían apestando a azufre, con cuernos y rabo, y nos aseguraban que ardía en el infierno por toda la eternidad? Pues aquí es un santo. A ver, si no, cómo iba a tener una estatua como esta. Moraleja: nada de lo que nos contaron en el Ramiro es para tomarlo en serio (si se trataba de historia o de filosofía), y mucho menos para darlo por sentado. No es que todo sea 100% mentira, pero no pondría la mano en el fuego por el 99%.
Hace cinco años quedaban muchas ruinas como ésta. En 2010, ni una.
El Zwinger. Por su culpa me quedé dos noches en lugar de una. Es un conjunto de museos tan asombroso como inesperado.
Me parece que es la Ópera. No estoy al 100% seguro, y no tengo ganas de levantarme a comprobarlo. En Dresden hay tantas maravillas que se acaba perdiendo la cuenta.
La catedral desde la ribera izquierda. El río es el Elba, el mismo que acaba en Hamburg.
Vista desde la ribera derecha. Dresden, además de todo lo que pueda ser, es el paraíso de los fotógrafos.

Desde Dresden sólo me quedaba una parada de ver cosas, aunque se trataba de algo que ya conocía: Nürnberg. Ahora, la conocía de trabajo, en invierno y nevando. Sentía curiosidad por pateármela en verano, y en absoluto me decepcionó. Es una gran ciudad con un centro pequeñito, devastado pero bien reconstruido, y que pese a todos los esfuerzos de los reconstructores aún desprende un cierto tufillo nazi (era el lugar que Hitler prefería para organizar sus cachondadas), sobre todo para los que habíamos visto, alguna vez, la obra maestra del cine propagandístico, la en verdad venenosa (pero genial) 'El Triunfo de la Voluntad'.


Salvo el horrendo balón casi está como en 1934

La siguiente parada, y penúltima, sería Freiburg-im-Brisgau, una ciudad preciosa, espléndidamente reconstruida, que conocía bastante bien, de unas cuantas veces. Si el viaje hubiera sido de simple turismo no me habría parado ahí, pero tenía una cita en el Bundesarchiv-Militärarchiv, y determinada clase de citas con organismos publicos alemanes son de tal día, a tal hora y a tal minuto, y si no escríbanos Vd el año que viene. Es, como dije, un lugar precioso, más aún si el sol está muy bajo y la luz pone de relieve los hermosísimos colores de la ciudad.



Freiburg al anochecer

Tengo alguna práctica en consultar archivos públicos, sobre todo españoles. De ahí mi absoluta sorpresa de ver que a la hora en que había sido citado -las nueve- me aguardaba la documentación que había pedido, perfectamente ordenada y clasificada, con derecho a fotocopiar lo que quisiera (no gratis; reconozco que habría sido demasiado). Siempre aplaudiré la seriedad, la profesionalidad y el respeto al tiempo de los demás donde quiera que los encuentre, y en Alemania te das con ellos cada dos por tres. En fin, que prefiero no decir nada más, no sea que se me vea mi gran amargura de investigador-historiador español con carnet de tal.

A las once me vi en la calle con mis papeles y mis fotocopias, sin nada más que hacer allí, en Freiburg. Ni en Alemania, cuando menos por esa vez. Unos minutos para calcular hasta dónde podría llegar sin necesidad de un café cada media hora, tres o cuatro más para cancelar una reserva en Lyon de por-si-acaso, y Volle fahrt Voraus! 


De Freiburg a Perpignan hay poco más de mil kilómetros, que a una velocidad sostenida de 150 (el límite legal es 130, pero hasta 150 no suele haber peligro, al menos en las autopistas de peaje; en las gratuitas sí, desde luego, pero a los usuarios de pago se les trata un poquito mejor, faltaría más; Francia, conviene recordarlo, es la cuna no sólo de la civilización moderna occidental, sino del más refinado cinismo), de modo que llegué a Perpignan a la hora de cenar. No pensaba hacer más fotos, pero la esquina donde me senté para pedir un entrecôte me hizo evocar mis primeras escapadas a Perpignan, en mi 850 de por entonces (1966), con la pretensión de ser mayor y no por edad, sino por libertad. Ésta, por entonces, no era mucho más que la de leer en una terraza, en paz y tranquilidad, 'La Prodigiosa Aventura del Opus Dei' (de Jesús Ynfante, un periodista jerezano que me presentaron años después, que conocía el Ramiro a la perfección -su libro lo demuestra- y que me cayó estupendamente), y después ver con toda comodidad, y además con subtítulos, 'La Masajista Perversa', la cual, comparada con cualquier serie de TV española de hoy, enseñaba prácticamente nada, pero la libertad es eso precisamente, hacer lo que unos cuantos tiranuelos mongoloides te han prohibido porque si lo haces pecas gravemente, vas al infierno y además, si te pillan los grises, acabas llevándote una mano de... bueno, ya sabéis. Esa esquina de l'Aragó de Perpignan me traía recuerdos muy amables de 41 años antes, cuando por primera vez en mi vida de adulto me sentí libre, sano, fuerte y joven. Exactamente igual que a mis 60.




Espero no haberos aburrido demasiado. Un abrazo a todos.

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