domingo, 21 de abril de 2013

Joseph Sheridan Le Fanu - Carmilla


Hará unos doce años, coincidiendo con el Y2K, los vampiros se apoderaron del mundo. Por si no habéis reparado en ello, los tenemos por todas partes. No me refiero a vampiros en sentido de parábola, ex-gerentes de Lehman Brothers y seres por el estilo, sino a los legítimos, los que van por ahí colmillo en punta procurando que no les dé mucho el sol y luciendo unas tonalidades de piel tan pálidas como interesantes. Se pusieron de moda gracias a una novela de Anne Rice que no pienso leer, aunque no porque la desprecie (ninguna obra de la que se vende un millón de ejemplares, tirando por bajo, es para despreciarla), sino porque los bellísimos vampiros adolescentes dotados de ultrapoderes no me molan mucho, y eso que afirmar tal cosa -he sido informado de ello por quien puede hacerlo- revela sin género de dudas que soy un anticuado.


El vampiro de los tiempos presentes es uniformemente bello, heroico, atractivo, cautivador y capaz de resistir las agresiones más infames. Como los bancos los hay buenos y malos, aman y sufren, odian y lloran, saltan como canguros, corren como caballos, todos saben karate y los hay que hasta vuelan. Las tradicionales limitaciones operativas de su especie se las pasan por el forro, pues salen de día (protegidos por elegantes gafas de diseño), comen de todo, beben de lo que haiga e incluso -los últimos modelos- se reproducen a un estilo que antes, tenía yo entendido, nada más volverse inmortales dejaba de interesarles. Presentes en el cine, en la red,  en la tele, en las consolas, en los cómics y en los libros, han implantado un estilo entre lánguido y desfalleciente que sus trillones de fans siguen del modo más disciplinado, de modo que no pocos presentan una facha general que da espanto verla. Lo peor es que no tiene pinta de ser una moda pasajera. Cuando una desdicha se consolida doce años es que no piensa moverse del terreno conquistado, con lo que deberemos resignarnos a convivir con unos adolescentes cuyas pintas cada día son más deprimentes.  


Los vampiros románticos, en realidad, llevan cerca de dos siglos entre nosotros, desde que John Wlliam Polidori (21 años tenía el angelito) alumbró a un tal Lord Ruthven, el padre de todos ellos, un fin de semana de tinta, láudano, champagne y mucho sexo en un château de Suiza (la Villa Diodati, cerca de Géneve). Lo hizo en compañía de otros jóvenes perversos -los hermanos Percy y Mary Shelley, Lord Byron, Mathew Lewis, la condesa Potocka y Claire Clairmont-, que apostaron a saber cuál virginidad que ninguno lograría escribir en los tres días que duró la juerga una novela de terror -solamente lo consiguieron el propio Polidori, con El Vampiro, y Mary Shelley, que con su Frankenstein también se apuntó un buen tanto, lo que tiene su mérito, pues no tenían más remedio que participar a sus horas programadas en la orgía general, de modo que todo el mundo se sigue preguntando de dónde sacarían el tiempo-; el resultado, a la vista de lo sucedido desde aquella hermosa ocasión de junio de 1816, no cabe duda de que ha sido satisfactorio, pues desde que se publicó el libro no ha habido forma de librarnos de los puñeteros vampiros gótico-románticos.


John William Polidori


A lo largo del XIX, al principio con timidez y después con remarcable determinación, fueron apareciendo excelentes ejemplares de vampiros machos, cosa que culminó cuando Abraham (Bram) Stoker, un autor irlandés hasta entonces apenas conocido, publicó su Drácula en 1897. Desde ahí los vampiros se volvieron una pesadilla, la cual se acrecentó cuando la industria del cine comenzó a explotar el filón. El primero fue un film mudo alemán llamado Nosferatu, y luego vinieron las de Bela Lugosi, que hacía un Drácula parecidísimo a Göring. Si hacéis un pequeño esfuerzo de memoria, el primer gran Drácula gótico-romántico fue Christopher Lee, con su Horror of Dracula de 1958. A Madrid no llegó hasta 1960 y no era tolerada, pero en un cine de mi barrio, el Quevedo, los porteros tenían una manga anchísima con los niños (su apodo entre los chicos de la calle era 'El Monasterio', nunca supe por qué), de modo que pude verla con unos cuantos amigotes de la panda de los Jardinillos y el Parque Móvil. No recuerdo que me diera mucho miedo, pero sí que Nata, la nutrida beldad adolescente de la que todos estábamos enamorados en secreto (debíamos ser diez o doce, chicos y chicas no del todo entremezclados) se tapaba la cara con las manos mientras yo me preguntaba cómo habría cabido en el jersey; me temo que por entonces ya era bastante prosaico.



Abraham (Bram) Stoker


Si hacéis otro esfuerzo de memoria recordaréis que más o menos por entonces, 1960 o 1961, llegaron en programa doble dos superproducciones mexicanas en blanco y negro, tituladas El Vampiro y El ataúd del Vampiro. Recuerdo la atmósfera silente del Quevedo, la panda conteniendo la respiración mientras se abre la tapa del ataúd y sale un tío de frac impecable y aspecto espantoso que se acerca con pomposa solemnidad a la presumible virgen (un tanto entrada en carnes; a los mexicanos de por entonces no les iban los huesarrancos), se para frente a ella, la mira fijamente, abre su boca y muestra los colmillos listo para hincárselos, aunque quizá pensando que antes de morderla debería decir algo, para romper el hielo, inicia un parlamento que ya se me ha olvidado, pero sí me acuerdo perfectamente del tono y del acento: ¡eran clavados a los de Cantinflas! El Quevedo, en ese punto, se vino abajo, aunque no de miedo ni de horror. Era una simple y total descojonación. Desde ahí toda la película fue un cachondeo inmisericorde. Una pena, porque no era mucho peor que las otras de miedo (muy apreciadas en mi entrañable barrio), pero el acento las mataba. El vampiro, por cierto, ni siquiera era mexicano: era un pavo de Gijón -hijo de exiliados-, más feo que picio y que se había metido del todo en su papel, el infeliz. La recuerdo con simpatía y no poca nostalgia, no tanto por ella misma sino porque viéndola comprendí que nada desearía más en este mundo que la dulce Nata me criara.  



Poster de ambas las dos; precioso, ¿verdad?


Los años fueron pasando y más vampiros fueron llegando. Los he visto blancos como el papel, negros como el betún y de sospechoso café con leche, del pasado y del presente, malos-malísimos o sólo regulares, y hasta un híbrido bondadoso que acababa siendo más bueno que el pan. Ahora, cuando Robert Pattinson apareció en el horizonte (soy incapaz de reconocerlo entre sus iguales; me avergüenza reconocerlo, pero todos me parecen el mismo) la vida volvió a cambiar. El vampiro dejó de ser un monstruo fantasmagórico y tétrico para volverse un guaperas jovencito tan majo como cualquier otro; si acaso, de preferencias dietéticas un tanto particulares. 

No pocos sociólogos piensan que esta nueva generación de vampiros es fruto del inseguro mundo en que vivimos, donde los jóvenes, instalados en la dificultad de conseguir un curro estable, imposibilitados de independizarse, conectados unos a otros de un modo tal que ni sentados en el trono son capaces de pensar por su cuenta, y declarados partidarios de no seguir el camino duro, el de apretar los dientes y trabajar cuantas horas hagan falta para salir adelante, buscan en mundos que no existen (el de los vampiros, el de Harry Potter, el de los Tronos, el del Señor de los Anillos y el de todos los etcétera, etcétera que aparecen a razón de dos o tres al año) un cobijo donde sentirse cómodos y puedan olvidarse unas cuantas horas cada día de la cochina vida que les aguarda ahí fuera, en la fastidiosa realidad. Ahora, yo no compartiría este optimismo tan piadoso. Pienso, por el contrario, que el germen de lo vampírico está en la submente de los adolescentes desde hace mucho tiempo. Si Lord Ruthven (nacido a efectos del gran público en 1819) es el padre del vampiro moderno, Carmilla (pronunciada Carmila; aparecida, y nunca mejor dicho, en 1872) es la madre de todas las vampiras, las cuales, después de todo, son las que cortan el bacalao y las que llevan por la senda del ensueño a los que a su vez sólo piensan en llevarlas a otro sitio (los pocos que tienen dónde).



Sheridan le Fanu y una de las innumerables portadas de Carmilla


Joseph Thomas Sheridan le Fanu fue un escritor irlandés de ascendencia hugonote, nacido en Dublin en 1814 y muerto en 1873, también en Dublin. Un año antes de su muerte publicó, en un volumen que contenía otras dos historias, una novela no muy larga llamada Carmilla, y desde entonces el mundo es distinto. Obra de madurez, Carmilla combina con perfección el estudio detallado de la liturgia vampírica (no poder invadir una casa sin ser invitado, llevar una vida anfibia, dormir al menos unas horas cada día en un ataúd que contenga tierra de la propia tumba, flotando en sangre, del que se entra y se sale sin mover la tapa, y sólo perecer por estacazo, aunque para evitar resurrecciones hay que cortar la cabeza del vampiro dejándole como si fuera un espetón para luego pegar fuego a las dos piezas) con varias historias de seducción, y aquí es donde la narración, que de primeras ya es extraordinaria (hasta Carmilla sólo había vampiros; ella es la primera vampira -odio la palabra vampiresa; se parece demasiado a lideresa-), se marcha de golpe a otra tonalidad, cuando se comprende que, por si algo le faltaba, es una vampira sáfica. El problema para mí, cuando la leí por primera vez (intercambio de novelas en el chiscón de Santísima Trinidad con García de Paredes, 60 cts. un libro, una pela dos libros), que tendría 13 años, es que no sabía que una vez, en el muy lejano pasado, hubo una poetisa mediterránea llamada Safo que vivía en la idílica isla de Lesbos. Aún menos sabía que 17 de cada 100 caucásicas (Kinsey dixit) serían felices de vivir en Lesbos. En mi primera lectura, que fue la que de veras me impresionó, sólo veía una vampira guapísima que se hace muy amiga de una idiota de 16, la cual es incapaz de imaginar que cada noche la ordeñan. El hecho de no entender todas las claves (bueno, todas: ni la mitad) es lo que provoca más terror, así que me aterroricé a conciencia. Frente a Carmilla, las trepidantes andanadas del Submarino eran una bobada. Tardé dos semanas en cambiarla por otra ('Un Mundo Feliz', de Aldous Huxley; también se las traía, incluso más, por estar en El Índice); en ese tiempo me la leí tres veces, hasta ser capaz de recitar páginas completas. Debo aceptar que, superado el espanto de la primera lectura, incluso pensé que ir al cine con Carmilla podría ser una experiencia interesante -aún estaba por descubrir que más allá de las manitas en la oscuridad se abría un fascinante universo de pecado-, ya que Carmilla, según la describía Sheridan le Fanu, reunía todos los dones imaginables para un niño inocente pero deseoso por dejar de ser inocente cuanto antes.



Celebrada ilustración de la primera edición de Carmilla


Releí Carmilla diez o doce años después, cuando ya sabía de Lesbos, una isla cuyas habitantas me caen la mar de bien, vaya eso por delante. Uno de los escasos principios que acepto padecer es el respeto absoluto a la libertad individual, siendo la primera manifestación de la misma la elección del tipo y cantidad de seres con los que te acuestas. Sigo sin comprender que haya individuos empeñados en intervenir las braguetas de los hombres y las bragas de las mujeres, en nombre de un Dios que, como explican los autobuses, a saber si lo hay. ¿Hasta dónde puede llegar la intolerancia en pleno siglo XXI? Y más si encima se predica desde donde no se paga IBI, como sí lo pagamos la inmensa mayoría de los desdichados pecadores.

Más o menos en esos tiempos Roger Vadim hizo una película espantosa inspirada en Carmilla. En la España predestape se vio una versión tan censurada que ni siquiera se comprendía que aquello era un bodrio; preferíamos imputar a La Tijera que aquello fuera imposible de seguir. Años después, cuando la teta pasó a ser del dominio público -una medida muy saludable; alguien debió darse cuenta que sólo con el fúmbol no se aliviaban las tensiones sociales, por no decir la mala leche nacional-, volví a verla, en el programa ese de Balbín donde te atraían con el cebo de una película suculenta para que luego te tragaras un debate de pedantes cum laude. Así comprendí que aquello era un desastre, pero con un detalle de agradecer: gracias a Vadim, y gracias sobre todo a su señora del momento -la sensacional Annette Stroyberg- pude poner cara, y orografía detallada, a la divina Carmilla. 

Si ya la habéis leído y habéis llegado hasta aquí me alegro de haberos hecho recordar vuestros tristes sueños de adolescentes despistados y jovenzuelos incautos. Ahora, si no la habéis leído, ya podéis ir a comprarla. Es una novela de vampiros, cierto, pero es la madre de todas las novelas de vampiros, como habría dicho el llorado Sadam. Sólo por eso ya merece una noche de leerla en casa, en completa soledad, las luces apagadas salvo la de donde hayáis acabado de leerla, para con la última frase aún flotando en vuestra memoria -'en ocasiones me vuelvo sobresaltada y miro tras de mí; es porque me ha parecido oír sobre las alfombras el paso etéreo de Carmilla'-, ganéis el dormitorio en plena oscuridad, preguntándoos al tiempo si el crujido en el pasillo que os ha escalofriado los cuatro pelos que os quedan en el cogote no se habrá debido precisamente a eso, a que también os ha llegado el paso etéreo de Carmilla.


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