domingo, 21 de abril de 2013

Sylvia Plath - Ariel


Sylvia Plath (Boston, 27.10.1932 – Londres, 11.2.1963) es, en el mundo anglosajón, mucho más que una gran poetisa o una escritora muy admirada, de las que más en el siglo XX. También es un icono feminista, una suicida diseccionada más allá del buen gusto por toda clase de pseudo psicólogos, una prodi­gio­sa generadora de ingresos (49 años después de muerta consigue entre todas sus obras unas cifras de ventas que ya quisieran muchos autores consagrados, además de vivos) y una ina­gotable fuen­­te de inspiración para cantidad de biógrafas (no tiene biógrafos, que yo sepa). En el mundo de habla española, sin embargo, es una virtual des­­conocida. Existe sólo para una minoría caracterizada no ya por leer habitual­­mente en inglés, sino por mante­ner­se más o menos cerca del mundo cultu­­ral de habla inglesa. Esto se ha podi­do constatar hace tres o cuatro años, gra­cias a una ex­celente película sobre la última parte de su vida, inter­pre­tada por Gwy­neth Paltrow (a mi juicio componía una Sylvia muy creíble) y Daniel Craig (un intragable híbrido de James Bond y Ted Hughes, el marido poeta), y que aquí, en España, pasó poco menos que desapercibida, mientras en el Rei­no Unido y en los Estados Uni­­dos cubrió muy decorosamente sus objetivos co­mer­­ciales.

De todos modos, y gracias a esta película, hoy resulta un poquito más familiar. Si se hace una encuesta entre los que la han visto (y entre los que compraron el DVD), casi todos serían capaces de decir que hizo el equivalente a Filología In­glesa en una universidad americana, que cursó un posgrado en Cambridge, que escribió dos poemarios (The Colossus y Ariel), más una novela bajo psudónimo (The Bell Jar o La Campana de Cristal, firmada como Virginia Lucas en sus primeras ediciones), que allí conoció a un poeta inglés, que se casó con él, que tuvo dos hijos, que al poeta se lo ligó una golfa, que a su debi­do tiempo la plantó (a Sylvia) y que la pobre, incapaz de superar tamaña tragedia, ser abandonada por el objeto de su amor, se suicidó.

Pues no.

Los que la conocieron parecen estar de acuerdo en que Sylvia Plath fue una mujer extraordinariamente complicada, de trato muy difícil, inteligente como pocas pero incapaz de servirse de su fenomenal IQ para entenderse con la gente. Para entenderse, sobre todo, con los que pensaban algo más despacio pero desde unas posiciones intelectuales más establecidas, más fundadas en la experiencia y menos en el razonamiento abstracto. Casi todos los que la estudian (somos multitud) sostienen que su inadecuación para comunicarse con los humanos vulgares viene de su niñez, de la enorme pérdida que supuso para ella quedarse huérfana con apenas ocho años. Yo, en esto, discreparía. No discuto lo más o menos estrechamente que Sylvia pudiera estar vinculada a su padre, pero pienso que su ambiente familiar, bastante inusual para la sociedad de su niñez, le llevó, ya desde jovencita, a verse cuadrada en un mundo redondo.

Su padre era un emigrante prusiano, educado a la prusiana por sus padres prusianos. Su madre, lo mismo pero en austriaco. Los principios de rigidez, firmeza, el trabajo es lo que nos distingue de las bestias y la disciplina por encima de todo, apenas atemperados por la eterna duda de la cultura austriaca (o de la educación austriaca, mejor), impartidos en una casa donde los padres hablaban alemán entre ellos y en imperfecto inglés con Sylvia y con su herma­no menor, debían chocar bastante con la cultura wasp (white-anglosaxon-protestant) del área universitaria de Boston, donde el padre se ganaba la vida co­mo profesor. Sylvia nació en 1932. A sus nueve años, recién huérfana, su país entra en guerra con sus ancestros. A los prusianos, en esos tiempos, no se les veía con excesiva simpatía en el área metropolitana de Boston, y de ahí los esfuerzos de Amelia Plath en americanizar su pequeña familia del modo más ex­peditivo posible. En el caso de Sylvia lo consiguió sólo aparentemente. Lo que Sylvia nos ha dejado, sus escritos, lo demuestra. La obra de Sylvia, mucho más abundante de lo que se piensa, consta de cinco partes: sus poe­ma­rios, su novela, sus innumerables cuentos-relatos, sus cartas y sus diarios. Tam­bién, sus dibujos, que a menudo pasan desapercibidos y es una pena, pues fue una 'sket­cher' maravillosa. La prosa de Sylvia es exquisita. Un tratado de buen inglés, y ya desde sus primeros cuentos, desde ese Sunday at the Miltons que le supuso los primeros dólares literarios y el afianzamiento de su determinación de vivir para escribir, y de escribir. Lógico, si se considera que Sylvia terminó sus cuatro años en el Smith College (una institución que se podría definir como 'universidad femenina', sólo para chicas; Massachusetts, entre 1950 y 1954, debía ser bas­tante irres­pirable) con Premio Extraordinario y con una plaza garantizada de profe­sora titular, cuando regresara de su posgrado en Cambridge.

Si su prosa siempre fue un tratado de buen inglés, en su poesía es donde asoma su herencia prusiana. El inglés de su poesía, perfecto, cultísimo, exquisito, no es 100% inglés. Carece casi por completo de la suavización latina. Es lacónico, seco, asombrosamente cortante. Sajón, dicho en una sola palabra. Un tipo de inglés muy apreciado en las multinacionales informáticas: conciso, preciso y si algo se puede transmitir en tres palabras que a nadie se le ocurra decirlo en cuatro. Sus oraciones las construye como si Roma jamás hubiera puesto pie en Gran Bretaña. El inglés sajón, ése que a igualdad de contenido ocupa entre un 50 y un 60% del in­glés común (para decir lo mismo), es el inglés de Ariel y de The Co­lossus, sus dos poemarios. Es, apostaría cualquier cosa, el inglés de su padre. El inglés de los prusianos que deciden aprender inglés. Un inglés muy difícilmente traducible. A eso se debe que Sylvia sea tan escasamente popular en nuestra cultura. Los poetas que hablan en inglés completo se dejan traducir bien (ejemplo: William Butler Yeats), pero Ariel es intraducible. Imposible conservar el ritmo diabólico de Sylvia en una lengua que necesita de dos a tres fonemas por cada uno de los suyos. Ejemplo:

... her bare feet seems to be saying:
we have come so far, it's over...

¿Lo reconocéis? Es Edge, el asombroso, divino Edge. Lo último que firmó. Catorce fonemas, o dos heptasílabos perfectos. En español sería

... sus pies desnudos parecen decir:
hemos ido demasiado lejos, esto ha terminado...

Veintisiete fonemas, si es que todavía sé contar en sílabas fonéticas, o poéticas, como habría dicho mi nunca olvidado Basilio Palacios. Nada que ver, ¿verdad? La traducción es exacta, pero todo se ha perdido: la emoción, el sentimiento, la profundidad, el ritmo. Todo. Se reconocen las palabras, aunque detrás no dejan nada. Se sabe qué pareció decir la poetisa, pero no se percibe qué dijo la mujer casi muerta.

Si la poesía de Sylvia resulta tan arrebatadora no es sólo por sus temas recurrentes, anunciadores de que tarde o temprano realizaría la más vehemente apuesta de marketing al alcance de un poeta (nada como suicidarse para que la gente compre tus libros). Lo es, también, por su dureza formal, por su lenguaje, por su voz. Por su voz prusiana, que sólo en la poesía se deja ver, se deja oír. Sylvia Plath nunca dejó de ser, quizá sin saberlo, una prusiana perdida en un mundo británico. Ignoro en qué parte contribuyó ésto a que una mujer como ella, una superdotada bellísima, espectacular, acabara metiendo la cabeza en un horno de gas, aunque intuyo que no poco.



A los 19, en el decentísimo bikini de los tiempos (1951)

De su ficha en Cambridge, 1954

Recién casada con Ted Hughes, 1957


Vacaciones en Benidorm, 1958

Su tumba (1977)

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