Sylvia
Plath (Boston, 27.10.1932 – Londres, 11.2.1963) es, en el mundo anglosajón,
mucho más que una gran poetisa o una escritora muy admirada, de las que más en
el siglo XX. También es un icono feminista, una suicida diseccionada más allá
del buen gusto por toda clase de pseudo psicólogos, una prodigiosa generadora
de ingresos (49 años después de muerta consigue entre todas sus obras unas
cifras de ventas que ya quisieran muchos autores consagrados, además de vivos)
y una inagotable fuente de inspiración para cantidad de biógrafas (no tiene
biógrafos, que yo sepa). En el mundo de habla española, sin embargo, es una
virtual desconocida. Existe sólo para una minoría caracterizada no ya por
leer habitualmente en inglés, sino por mantenerse más o menos cerca del
mundo cultural de habla inglesa. Esto se ha podido constatar hace tres o
cuatro años, gracias a una excelente película sobre la última parte de su
vida, interpretada por Gwyneth Paltrow (a mi juicio componía una Sylvia muy
creíble) y Daniel Craig (un intragable híbrido de James Bond y Ted Hughes, el
marido poeta), y que aquí, en España, pasó poco menos que desapercibida,
mientras en el Reino Unido y en los Estados Unidos cubrió muy decorosamente
sus objetivos comerciales.
De
todos modos, y gracias a esta película, hoy resulta un poquito más familiar. Si
se hace una encuesta entre los que la han visto (y entre los que compraron el
DVD), casi todos serían capaces de decir que hizo el equivalente a Filología Inglesa
en una universidad americana, que cursó un posgrado en Cambridge, que escribió
dos poemarios (The Colossus y Ariel), más una novela bajo psudónimo (The
Bell Jar o La Campana de Cristal, firmada como Virginia Lucas en sus
primeras ediciones), que allí conoció a un poeta inglés, que se casó con él,
que tuvo dos hijos, que al poeta se lo ligó una golfa, que a su debido tiempo
la plantó (a Sylvia) y que la pobre, incapaz de superar tamaña tragedia, ser
abandonada por el objeto de su amor, se suicidó.
Pues no.
Los
que la conocieron parecen estar de acuerdo en que Sylvia Plath fue una mujer
extraordinariamente complicada, de trato muy difícil, inteligente como pocas
pero incapaz de servirse de su fenomenal IQ para entenderse con la gente. Para
entenderse, sobre todo, con los que pensaban algo más despacio pero desde unas
posiciones intelectuales más establecidas, más fundadas en la experiencia y
menos en el razonamiento abstracto. Casi todos los que la estudian (somos
multitud) sostienen que su inadecuación para comunicarse con los humanos
vulgares viene de su niñez, de la enorme pérdida que supuso para ella quedarse
huérfana con apenas ocho años. Yo, en esto, discreparía. No discuto lo más o
menos estrechamente que Sylvia pudiera estar vinculada a su padre, pero pienso
que su ambiente familiar, bastante inusual para la sociedad de su niñez, le
llevó, ya desde jovencita, a verse cuadrada en un mundo redondo.
Su
padre era un emigrante prusiano, educado a la prusiana por sus padres
prusianos. Su madre, lo mismo pero en austriaco. Los principios de rigidez,
firmeza, el trabajo es lo que nos distingue de las bestias y la disciplina por
encima de todo, apenas atemperados por la eterna duda de la cultura austriaca
(o de la educación austriaca, mejor), impartidos en una casa donde los padres hablaban
alemán entre ellos y en imperfecto inglés con Sylvia y con su hermano menor,
debían chocar bastante con la cultura wasp (white-anglosaxon-protestant) del
área universitaria de Boston, donde el padre se ganaba la vida como profesor.
Sylvia nació en 1932. A sus nueve años, recién huérfana, su país entra en
guerra con sus ancestros. A los prusianos, en esos tiempos, no se les veía con
excesiva simpatía en el área metropolitana de Boston, y de ahí los esfuerzos de
Amelia Plath en americanizar su pequeña familia del modo más expeditivo
posible. En el caso de Sylvia lo consiguió sólo aparentemente. Lo que Sylvia
nos ha dejado, sus escritos, lo demuestra. La obra de Sylvia, mucho más
abundante de lo que se piensa, consta de cinco partes: sus poemarios, su
novela, sus innumerables cuentos-relatos, sus cartas y sus diarios. También,
sus dibujos, que a menudo pasan desapercibidos y es una pena, pues fue una
'sketcher' maravillosa. La prosa de Sylvia es exquisita. Un tratado de buen
inglés, y ya desde sus primeros cuentos, desde ese Sunday at the Miltons que
le supuso los primeros dólares literarios y el afianzamiento de su
determinación de vivir para escribir, y de escribir. Lógico, si se considera
que Sylvia terminó sus cuatro años en el Smith College (una institución que se
podría definir como 'universidad femenina', sólo para chicas; Massachusetts,
entre 1950 y 1954, debía ser bastante irrespirable) con Premio Extraordinario
y con una plaza garantizada de profesora titular, cuando regresara de su posgrado
en Cambridge.
Si
su prosa siempre fue un tratado de buen inglés, en su poesía es donde asoma su
herencia prusiana. El inglés de su poesía, perfecto, cultísimo, exquisito, no
es 100% inglés. Carece casi por completo de la suavización latina. Es lacónico,
seco, asombrosamente cortante. Sajón, dicho en una sola palabra. Un tipo de
inglés muy apreciado en las multinacionales informáticas: conciso, preciso y si
algo se puede transmitir en tres palabras que a nadie se le ocurra decirlo en
cuatro. Sus oraciones las construye como si Roma jamás hubiera puesto pie en
Gran Bretaña. El inglés sajón, ése que a igualdad de contenido ocupa entre un
50 y un 60% del inglés común (para decir lo mismo), es el inglés de Ariel y
de The Colossus, sus dos poemarios. Es, apostaría cualquier cosa, el
inglés de su padre. El inglés de los prusianos que deciden aprender inglés. Un
inglés muy difícilmente traducible. A eso se debe que Sylvia sea tan
escasamente popular en nuestra cultura. Los poetas que hablan en inglés completo
se dejan traducir bien (ejemplo: William Butler Yeats), pero Ariel es
intraducible. Imposible conservar el ritmo diabólico de Sylvia en una lengua
que necesita de dos a tres fonemas por cada uno de los suyos. Ejemplo:
...
her bare feet seems to be saying:
we
have come so far, it's over...
¿Lo
reconocéis? Es Edge, el asombroso, divino Edge. Lo último que firmó.
Catorce fonemas, o dos heptasílabos perfectos. En español sería
...
sus pies desnudos parecen decir:
hemos
ido demasiado lejos, esto ha terminado...
Veintisiete
fonemas, si es que todavía sé contar en sílabas fonéticas, o poéticas, como
habría dicho mi nunca olvidado Basilio Palacios. Nada que ver, ¿verdad? La
traducción es exacta, pero todo se ha perdido: la emoción, el sentimiento, la
profundidad, el ritmo. Todo. Se reconocen las palabras, aunque detrás no dejan
nada. Se sabe qué pareció decir la poetisa, pero no se percibe qué dijo la
mujer casi muerta.
Si
la poesía de Sylvia resulta tan arrebatadora no es sólo por sus temas
recurrentes, anunciadores de que tarde o temprano realizaría la más vehemente
apuesta de marketing al alcance de un poeta (nada como suicidarse para que la
gente compre tus libros). Lo es, también, por su dureza formal, por su
lenguaje, por su voz. Por su voz prusiana, que sólo en la poesía se deja ver,
se deja oír. Sylvia Plath nunca dejó de ser, quizá sin saberlo, una prusiana
perdida en un mundo británico. Ignoro en qué parte contribuyó ésto a que una
mujer como ella, una superdotada bellísima, espectacular, acabara metiendo la
cabeza en un horno de gas, aunque intuyo que no poco.