La Batalla de Vitoria - sus Personajes

El Mariscal de Campo Álava dirigiéndose a tomar Vitoria, por Augusto Ferrer Dalmau (imagen recortada por limitaciones de espacio)
(Miguel de Álava se apoderó de Vitoria al atardecer del 21.6.1813, al frente de un regimiento de húsares alemanes -el 1º de la KGL o
 King's German Legion- mandado por su jefe, el general alemán Karl von Alten; los jinetes del cuadro son, según creo, húsares británicos)

El 21 de junio de 2013 se cumple el bicentenario de la Batalla de Vitoria. Será una ocasión de gran importancia para la ciudad de Vitoria, de considerable trascendencia para la provincia de Álava, de notable significado para el País Vasco y sería deseable que no pasara desapercibida en el resto de España. Sería todavía más deseable que no pasara desapercibida en Europa. Sobre esta batalla se han escrito muchos textos, y muy buenos; el objeto de este humilde trabajo no es relatar la acción militar, la cual -insisto- está perfectamente documentada, sino describir los personajes principales, que salvo tres o cuatro luminarias históricas hoy en día vienen a ser unos perfectos desconocidos. No obstante, y por si alguien desea conocer a nivel detalle muy preciso lo que fue la batalla, recomiendo dos libros. El primero, del que es autor el historiador Emilio Larreina, se publicó el año 2009 y hoy está virtualmente agotado; sin embargo, tengo entendido que es inminente el lanzamiento de una segunda edición, la cual recomiendo a cualquiera que sienta curiosidad, tanto por la excelente calidad del texto como de la información gráfica.


Editorial Almena, ISBN 978-84-96170-95-7


La segunda se publicó a raíz del 150º aniversario de la batalla. Es también una obra excelente, aunque con las limitaciones propias de la época en que fue escrita (1962), cuando la investigación histórica resultaba mucho más difícil, costosa y penosa que hoy.


Diputación Foral de Álava


Existe también un relato en forma de 'historia gráfica' (me resisto a decir 'cómic'; ni de lejos se trata de un 'tebeo') que se publicó en 1985, obra de José Luis Salinas, Adolfo Usero y Felipe Hernández Cava, que también es dificilísimo de encontrar, aunque el esfuerzo de buscarlo en las librerías 'de ocasión' puede merecer la pena, pues si bien no pretende ser un estudio exhaustivo de la batalla resulta excelente para dar una primera visión. En conjunto, el que cuente con los tres posee una estupenda base para comprender no sólo qué pasó en Vitoria el 21 de junio de 1813, sino por qué pasó y qué consecuencias tuvo.


Ikusager Ediciones, ISBN  84-85631-18-8


Para los no excesivamente versados en la historia de las Guerras Napoleónicas la batalla de Vitoria vino a ser el acto final de la Guerra de la Independencia, o poco más. La realidad fue más compleja. Para empezar, el término 'Guerra de la Independencia' todavía no se había acuñado. Para el lado francés, aquello que comenzó a finales de 1807 y aún no se sabía cuando concluiría, era 'la Úlcera Española'. Para los españoles era la guerra contra el invasor francés, amigo y aliado a partir de 1714, aunque desde 1808 el más odioso invasor imaginable. Para los británicos y sus fuerzas mercenarias era, simplemente, la Segunda Guerra Peninsular.


La familia de SCM Don Carlos IV, por Goya

Todo comenzó en 1807, cuando la diplomacia francesa, conducida por el clarividente Príncipe de Talleyrand (Tratado de Fontainebleau, 27 de octubre de 1807), consiguió derechos de paso gratuitos a través de España para una fuerza militar de unos cien mil hombres (seis corps d'armée) cuya función sería ocupar Portugal, con la que Francia estaba en guerra por ser aliada de Inglaterra y negarse a interrumpir su tráfico marítimo con ella. Los soldados franceses no fueron mal recibidos, empezando porque llegaron en plan muy amistoso y, sobre todo, pagando hasta la última hogaza que consumían. El imaginario colectivo tenía presente que españoles y franceses habían luchado codo con codo (y perdido) contra los pérfidos ingleses apenas hacía dos años, en Trafalgar, de modo que salvo un creciente número de desconfiados nadie ponía en duda la cordura de Su Católica Majestad Don Carlos IV de Borbón y de su hombre de suprema confianza, el Príncipe de la Paz Don Manuel Godoy.



Manuel Godoy a los 23 años (1790), por Bayeu
(es de reconocer que el hombre estaba muy bien;
de ahí que los reyes le tomaran tanto cariño)

Una vez situadas sus tropas en España, la política imperial francesa vino a ser lo que coloquialmente se conoce por 'el clavo del cura', de modo que a su debido tiempo (coincidiendo con unas nuevas disposiciones señalando la obligación de las ciudades ocupadas a proveer el alojamiento y la manutención de las fuerzas francesas) comenzaron a surgir levantamientos y sublevaciones, sobre todo a partir de que hicieran públicas las sucesivas abdicaciones (en Bayonne) de Fernando VII y Carlos IV, tras las cuales el nuevo Rey de España sería el hermano mayor del emperador de Francia, José I Bonaparte. La explosiva situación se transformó en pocas semanas en una guerra generalizada donde las hasta entonces invencibles tropas francesas empezaron a sufrir graves dificultades, incrementadas por la presencia de fuerzas expedicionarias británicas, las cuales habían llegado a Portugal para contribuir a su defensa, pero que dadas las circunstancias (y las oportunidades) no dudaron, a su vez, en cruzar la frontera y hostigar a los franceses no siempre de común acuerdo con los españoles, los cuales, por su parte, se mostraban muy dispersos y desorganizados. Eso dio lugar a que hacia finales de 1808 interviniera Napoleón en persona, al frente de una fuerza muy poderosa con la que no tuvo dificultad en echar de España a los ingleses y acorralar a las desorganizadas tropas españolas en unos cuantos puntos fuertes. Tras eso, y ya entrado 1809, volvió a Francia, a ocuparse de una nueva guerra que se le había organizado contra los austriacos (la que acabaría en Wagram desde un punto de vista militar, y con una archiduquesa en su cama desde el político-diplomático-dinástico), aunque dejando en España una fuerza de 275.000 hombres que, en buena lógica, bastarían para mantener el país tan dominado y sujeto como Prusia, a la que había invadido en 1806-1807 y que, aunque refunfuñando, se mantenía bastante pacificada, o bastante resignada; siquiera, en apariencia.


Manuel Godoy en 1801 (34 años), por Goya. No parecía en la misma
 buena forma, pero conservaba el favor Real


Hasta los últimos meses de 1811 la situación fue razonablemente cómoda para los invasores franceses. Habían dado a los españoles una constitución a todas luces mejor que la que padecían hasta entonces (no había ninguna; sólo el derecho divino de los reyes de la Casa de Borbón a reinar como les diera la gana, cosa que hasta llegar a Don Alfonso XIII siempre les había gustado mucho), un Rey bastante más competente que Carlos IV o Fernando VII (y además hermano del Emperador Napoleón, lo que de algo debería valer en términos de 'influencia') y una filosofía social mucho más avanzada pese a valer de muy poco, ya que el pueblo llano había rechazado la mayor, y los cada día menos numerosos simpatizantes del rey José I se preguntaban sin apenas disimulo si no habrían apostado al mal caballo.


Napoleón I en su coronación, por Gérard. Éste pintó
numerosas copias desde el original de 1805; una de ellas
está en la Real Academia de San Fernando, Madrid

A primeros de 1812 el ejército francés comenzó a reducirse; la razón era el plan de invadir Rusia en que trabajaba el Emperador desde algún tiempo antes, lo que implicaba trasladar al frente oriental casi todo lo que tenía en Francia; el hueco debería ser ocupado por los regimientos trasladados desde España (es de recordar que en aquellos tiempos la infantería se desplazaba a pie, de modo que lo más aconsejable era que unas unidades empujaran a otras). A poco que los observadores aliados se dieron cuenta, comenzaron a presionar, de modo que en cuestión de ocho meses el principal ejército aliado en la Península, el del entonces Marqués de Wellington, comenzó a moverse tras los franceses, derrotándoles en Salamanca, Valladolid, Madrid y Dueñas. Era un ejército formado por profesionales británicos, mercenarios alemanes (de variadas procedencias y agrupados en unidades diferenciadas), mercenarios franceses (a sueldo de la exiliada Casa Real), mercenarios de otras diversas procedencias (abundaban los italianos, aunque había de todo), patriotas españoles en la nómina del ejército regular (no eran conscriptos) y, por último, patriotas irregulares sumamente indisciplinados (los afamados 'guerrilleros') aunque muy valiosos, siquiera desde el punto de vista de mantener a los conscriptos franceses debidamente aterrados, ya que su misma esencia incontrolable les permitía comportarse con un inaudito salvajismo, al cual correspondían los franceses, o sus mercenarios -eran aún más bestias, sobre todo los polacos-, tan a fondo como no podía ser de otro modo.




Goya legó a la posteridad una detallada colección de horrores presenciados durante la guerra, no he llegado a saber si observados por él en persona o por terceros que se los explicaron. Este de aquí arriba describía la suerte que corrían los guerrilleros si eran capturados por los mercenarios polacos, los cuales, según parece, solían ser los de peor talante (los franceses se limitaban a colgarlos del primer árbol). El programa era completo: mutilación y empalamiento.





Caso de ser al revés, que fueran los soldados franceses quienes caían en las manos de los guerrilleros, su suerte podía oscilar entre muy mala o muchísimo peor; lo último ocurría cuando intervenían las mujerucas de los pueblos o de las aldeas. El programa que nos transmite Goya difícilmente podría ser más espantoso: castración y desmembración 'en vivo', seguidas de decapitación (de haber suerte) o de abandono hasta la exanguinación. Horrible, no hay mejor palabra, aunque lo curioso es que ambas costumbres comenzaron muy pronto, según se cree antes de que acabara 1808. Siete meses antes los soldados franceses aún eran 'amigos', o si no tanto al menos eran 'invitados', pero el 27 de diciembre sucedió lo que siempre suele suceder, que una chispa inflama el polvorín. La chispa prendió en Chinchón cuando cuatro soldados franceses fueron asesinados, quizá de resultas de una gresca tabernaria. Dos días después sus compañeros asaltaron el pueblo, lo saquearon, lo incendiaron, tomaron 86 prisioneros y sobre la marcha los degollaron-fusilaron-ahorcaron, a unos en las propias calles de Chinchón y a los demás a lo largo del camino que conducía a su acuartelamiento, en la dirección de Aranjuez. Tras eso, y a la que se corrieron las voces, la situación estuvo clara para los dos bandos. Como veréis, lo de Lídice no fue un invento de las SS. Los royalties corresponden a las tropas de Napoleón y del Rey José.

José I Bonaparte, Rey de Nápoles (1806),
por François Gérard
El muy vilipendiado José I (aka El Plazuelas, Pepe Botella, El Pelele, El Títere y un sinnúmero de apodos hirientes, a cual más despectivo) nunca debió de tener claro su futuro en el trono español. Quizá por eso se dio tan poca prisa en regresar a Madrid desde Vitoria, adonde había llegado tras salir por pies de la capital nada más tener noticia del desastre de Bailén, la primera vez que un corps d'armée francés era derrotado a campo abierto, y encima por un ejército vergonzosamente inferior, o así valoraba su hermano Napoleón al que mandaba Castaños el día que se enfrentó al General de División Dupont de l'Etang.

Pierre-Antoine Dupont de l'Étang (1765-1840)

Dupont había tenido una carrera gloriosa, al punto de ser uno de los generales de división favoritos de Napoleón, pero su injustificable derrota (opinaba su jefe) le desposeyó de sus honores, de su patrimonio y hasta de su libertad, ya que el consejo de guerra al que le sometió Bonaparte le sentenció a unos cuantos años de hospedado en la fortaleza de Jeux. Por carambolas del destino, a la caída de Napoleón el rey Louis XVIII, suponiéndole nada sospechoso de bonapartista, le nombró ministro de la guerra, donde demostró sin lugar a dudas que Napoleón estaba en lo cierto. Nada más ser despedido, a primeros de 1815, cayó en el más negro de los olvidos. El general Francisco Javier Castaños (1758-1852), por el contrario, alcanzó la gloria, no está bien claro si por méritos propios, por casualidad o, simplemente, porque tuvo enfrente uno que se pasó de optimista, si no de descuidado. Una gloria que le duró hasta 1833, año en que falleció Fernando VII. Por entonces, a sus 75 años, no estaba en situación de ponerse enérgico, de modo que fue tirando como pudo hasta morir a los 96, olvidado por completo y en la ruina total.


El general Castaños hacia 1814
Castaños más allá de los 80, por Vicente López


El Rey José I prefirió quedarse una temporada en Vitoria (1808), una ciudad pequeña (unos 8.000 habitantes), culta, bastante civilizada y con una buena proporción de ciudadanos de los por entonces apodados 'afrancesados', término que significaba cortesía, educación, cultura, europeidad, apertura mental y, especialmente, un razonable dominio del francés (hablado y escrito). José I, que no tenía nada de militar (él y los ejércitos se detestaban mutuamente), prefería tomar las menos iniciativas posibles para hacerse amar por su nuevo pueblo, titánica labor que ya vio imposible según escuchaba, en Vitoria, el relato de lo que le aguardaba cuando regresase a Madrid. Se lo explicaban variadas y diversas personalidades, pero la que más captaba su atención era una joven Marquesa de Montehermoso (24 años), de soltera María del Pilar de Acedo y Sarriá, condesa del Vado y de Echauz. Estaba casada con Don Ortuño Aguirre, VI Marqués de Montehermoso, que ya rondaba los 50 y que al momento entendió que los dioses le sonreían, pues en el dulce ambiente de las cortes reales e imperiales ser el esposo de la amante del monarca confería oportunidades muy ventajosas, como tan bien demostró en su momento el igualmente afortunado Marqués de Pompadour. La marquesa, que por supuesto dominaba el francés, se entendió a las mil maravillas con el rey José, de modo que a la segunda entrevista ya eran más que amigos y residentes en Vitoria. José era un hombre infelizmente casado, pero el tener muy lejos a su santa esposa le hacía no constreñirse demasiado en asuntos de protocolo y moralidad. Así, y pese al disgusto de verse obligado a reinar en un país cuyo pueblo le detestaba (sentimiento que no tardó en ser mutuo), en el plano personal se vio frente a los más agradables años de su vida.

María del Pilar de Acedo y Sarriá, entre niña y mujer, por Goya
El VI Marqués de Montehermoso

En octubre de 1812 Wellington y su ejército estaban frente a Burgos, pero ninguno de los dos veía la situación tan clara como para insistir. El crudo invierno castellano se les echaba encima, los diferentes ejércitos franceses, que si bien muy debilitados seguían siendo fuertes, les podrían atacar desde diferentes ángulos y, lo peor de todo, estaban demasiado lejos de su base principal de aprovisionamiento y suministros, que era Lisboa, de modo que aquel, con toda naturalidad, dio la orden de desandar la andado y regresar a Ciudad Rodrigo, de donde había partido al despuntar la primavera. Eso devolvió a José su aborrecida capital, aunque con la íntima convicción de que no sería por mucho tiempo, ya que las noticias que llegaban de París, que a su vez nacían en Rusia, a un hombre tan inteligente como era Giuseppe di Buonaparte no le dejaban espacio a la duda: le quedaba muy poquito de padecer la corona de España, de modo que, en justa reciprocidad a lo poco que le habían querido los madrileños en particular y los españoles en general, se dedicó a saquear todo lo saqueable, comenzando por el mismísimo Palacio de Oriente.

Hasta el último tapiz, el último cuadro, la última escultura, el último mueble y la última cuchara
Real Academia de San Fernando: hasta la última telaraña


Al comenzar la primavera de 1813 José I ya no dudó más: Prusia y Rusia habían declarado la guerra a Francia, la cual sólo contaba con 400.000 hombres en suelo alemán, lo que incluía las fuerzas de sus poco fiables aliados de la Confederación del Rhin. Su hermano le reclamaba todos los hombres de los que pudiera prescindir, lo que significaba que ni queriendo -no quería- podría defender España, salvo en todo caso la costa Mediterránea, donde el Mariscal Suchet no parecía tener demasiados problemas. Así, resignado pero ilusionado con la idea de dejar de ser rey y volver a vivir en un país civilizado, impartió órdenes de preparar el regreso a los ejércitos que nominalmente se hallaban a sus órdenes, el de Andalucía, el del Centro y el de Portugal. Sólo el de Aragón y Valencia, el que mandaba Suchet, debería seguir en sus posiciones.


Louis-Gabriel Suchet (1770-1826), por Vicente López.
A juicio de muchos fue el más completo y competente
de los mariscales de Bonaparte

El ser Rey de España, en realidad, no confería a José I mando alguno sobre sus generales, los cuales, sin despreciarle abiertamente, no le mostraban devoción alguna, y mucho menos en lo militar. El que tenía el mando, aunque de un modo algo incierto, era el mariscal Jean-Baptiste Jourdan, conde de Jourdan (1762-1833), uno de los más prestigiosos altos mandos en el ejército de Bonaparte. Al igual que la inmensa mayoría de los miembros del generalato francés era de origen proletario, aunque desde muy joven había sentido la llamada de las armas, al punto que en 1776, a sus 14 añitos, se alistó como mercenario para servir en un regimiento de franceses en la guerra de la Independencia de las Trece Colonias Británicas en la Costa Este de Norteamérica. De allí volvió hecho un verdadero soldado, lo que puso de manifiesto al estallar la revolución de 1789. En 1793 ya era general de división, aunque no demasiado bien visto a causa de sus posiciones personales, relativamente moderadas (Francia disfrutaba por entonces los peores días de lo que se conoce por El Terror). Aún así llegó a mandar el ejército del Norte, consiguiendo en Fleurus una decisiva victoria contra los austríacos (26 de junio de 1794) tras reducir a cenizas Charleroi, con lo que el Directorio logró aflojar el dogal que le estrangulaba. Tras eso siguió una carrera un tanto errática, saltando con llamativa frecuencia de la política a la milicia y al revés, hasta que en 1806 José Bonaparte le convenció de unir su destino al suyo, nombrándole algo así como su delegado-asesor en los ejércitos que le mantenían en su trono de Nápoles, los cuales eran franceses mandados por generales franceses. En 1808 vino con José a España, con el mismo cometido y el mismo rango, lo cual causaba no poca incomodidad en la cadena de mando, porque si bien era el militar francés de mayor rango en España, y además plenamente respaldado por el Rey José, sus colegas, más jóvenes, le consideraban oxidado, si no amortizado. A eso se debía que la usual disciplina del ejército francés, a la cual debía no poca de la gloria y los éxitos que había cosechado desde 1790, en España se mostrase, cuando menos, tirando a relajada.


Jean-Baptiste Jourdan, por Julie Volpelière

Abandonar el suelo español para buscar refugio en Francia no sería un simple mover un grupo de tres ejércitos formados por soldados en bastante buena forma, disciplinados, aguerridos y deseosos de perder de vista un país donde nunca se sabía qué se ocultaba detrás del primer árbol o de la primera esquina. En mayor o menor medida, la virtual totalidad de los cerca de setenta mil hombres que formaban los tres ejércitos tenía cosas que llevarse. Los más humildes, lo que buena o malamente habían saqueado en los años que llevaban en España. Conforme se ascendía en rango el volumen y el peso de lo saqueado (y también de lo adquirido, aunque cuando se negocia con gente amparada en bayonetas se suele ser moderado a la hora de fijar precios) crecía y crecía, de modo que se hacía necesario buscarse un carro, unos caballos y al menos un carretero. A partir de ciertos niveles ya era obligatorio contar con carruajes y no con simples carretas, pues el objeto a transportar era del tipo que respira, por lo general potrillos de pura raza (sus padres marchaban por sus propios medios, debidamente atados), pero también abundaban las esposas, las cuales, a su vez, eran de dos tipos: las legítimas que sus maridos se habían traído de Francia o que habían desposado en España (no sólo existían los afrancesados; también había afrancesadas, y entre éstas formaban no pocas que además de cultas, agradables, refinadas y solteras poseían una dote considerable), y las femmes-de-campagne con que numerosos generales, jefes y oficiales habían endulzado sus vidas durante sus fastidiosos años en España y Portugal, muchas de las cuales, por si fuera poco, venían complementadas por un número no desdeñable de hijos putativos. Así, poco a poco, empezó a formarse un grupo de convoyes que a su debido tiempo se consolidarían en uno solo, rumbo a Francia. Un convoy que como era natural avanzaba despacio, que padecía unas necesidades de intendencia muy considerables (y de todo punto superiores a las de un convoy militar; un soldado en campaña come lo que pille, pero las esposas, legítimas o no, y sus críos, eran mucho más exigentes, como también lo era su servicio personal) y cuya escolta consumía una elevadísima cantidad de recursos militares, ya que lo formaban más de 1.400 carruajes, carros y carretas, una dimensión tan colosal que, al verse obligado a recorrer el camino en virtual fila india, se extendía a lo largo de casi veinte kilómetros. Estaba tan cargado de riquezas, y era tan notorio que lo estaba, que para el Rey José la pesadilla principal no era verse interceptado por el codicioso ejército de Wellington, sino verse atacado por las numerosas, inmisericordes, indisciplinadas y omnipresentes partidas de guerrilleros.

El 25 de mayo se supo que el ejército de Wellington había alcanzado días antes el río Esla, dejando despejada la ruta de Santander, con lo que pronto recibiría sus pertrechos y refuerzos en su bien abrigado puerto (desde las batallas del Cabo San Vicente en 1797 y Trafalgar en 1805 el mar era inglés), reduciendo en muchos cientos de kilómetros sus líneas de abastecimiento. Era el momento de romper marcha en dirección a Burgos, desde ahí a Vitoria y San Sebastián, para seguir hacia el Bidasoa y Hendaye, adonde Jourdan suponía que, si la suerte no les abandonaba, llegarían no mucho después del diez de julio. La intelligentzia francesa era buena (la británica era mejor, no obstante), de modo que conocía la composición de las fuerzas del Marqués de Wellington y Duque de Ciudad Rodrigo: alrededor de 125.000 hombres, de los que unos 55.000 eran británicos y mercenarios alemanes (y también algunos franceses emigrées), algo menos de 30.000 los portugueses y unos 40.000 los españoles regulares o regularizados, sumando a los soldados a sueldo de la Regencia de Cádiz (ni José ni Jourdan la llamaban así, como era natural) los batallones de irregulares ('guerrilleros') que cobraban 'en especie' de sus saqueos y tropelías, lo mismo les daba que contra los franceses que contra los afrancesados, o a los que 'declaraban' afrancesados si la cuantía del botín lo aconsejaba. Así, tras una marcha de tres semanas a través del terrible puerto de Somosierra, la dura estepa castellana y el espeluznante desfiladero de Pancorbo, el convoy 'real', escoltado por los tres ejércitos franceses, llegaba el 19 de junio a las proximidades de Vitoria. Los tres ejércitos, a su vez, se extendían por una amplia superficie conocida por 'La Llanada Alavesa', poblada de puntos fuertes, aldeas fortificables, ríos moderadamente caudalosos y limitada por una serie de alturas que el Armée du Portugal ya se había preocupado de ocupar, en prevención de que las fuerzas de Wellington atacasen desde ahí. Quien todavía era SCM José I de España no se preocupó de revistar el despliegue de sus fuerzas. Tenía otros planes, los cuales comenzaban en el Palacio de Montehermoso, en el centro de la bien amurallada Vitoria.

Palacio de Montehermoso, Vitoria; en 2013 es un bonito centro cultural donde la fachada principal
era, 200 años antes, la puerta trasera, la que daba a las cocheras y las caballerizas

Los meses que José I había pasado en Vitoria, hasta su regreso a un Madrid pacificado y saqueado por su hermano Napoleón (lo esquilmó con excelente orden, cien por cien militar; a ese fin se había traído con él a su hombre de confianza en cuestiones de rapiñas artísticas, el conservador del Musée Imperiale du Louvre conde Vivant-Denon, para que eligiera las mejores piezas de la Real Academia de San Fernando, las cuales acabaron siendo 96; las restantes se las llevaría el propio José I cuatro años después), los invirtió no sólo en disfrutar un apasionado idilio con la Marquesa de Montehermoso, sino en comprar a su marido, antiguo Diputado General de Álava, la residencia donde tan a gusto se sentía, haciendo de ella su primer Palacio Real en España. La compró en 300.000 reales, una suma fabulosa para la época, tanto que hizo murmurar a uno de sus más irónicos gentilhombres franceses, el conde Girardin, que 'ese caserón no los vale ni con la marquesa dentro'. Ésa no fue la única forma en que manifestó a Don Ortuño María de Aguirre-Zuazo y Corral su reconocimiento por el agradable y comprensivo modo en que sobrellevaba la peliaguda situación: le hizo Grande de España y le nombró Gentilhombre de Cámara, lo cual daba lugar a gabelas muy considerables. Una de ellas fue ser invitado, junto con su esposa, a formar parte del séquito del Rey José en su viaje del año 1811, para asistir al bautizo de su sobrino Napoleón; la travesía no debió de sentarle bien, ya que se quedó en París para siempre, aunque no por eso la Marquesa volvió a Madrid con el Rey. Inteligente como era, entendía que las cosas en España no estaban tan claras como para colocar todas sus apuestas a un solo caballo, de modo que sacó del país una buena parte de sus bienes, haciéndose de paso con una bonita propiedad en Saint-Jean-de-Luz, donde a partir de 1812 comenzó a pasar más tiempo que en Vitoria, en la cual, a la sazón, se vivía bastante mal (los vitorianos definen 1812 como 'el año del hambre'). El 19 de junio de 1813, sin embargo, estaba de regreso en Vitoria, no está del todo claro si loca de amor por Su Católica Majestad o por terminar de arramplar con lo que aún no hubiese arramplado (en la práctica de lo que la alta nobleza española define como 'afeitar un huevo'). El propósito de José I era seguir camino de inmediato, pero una concatenación de acontecimientos le llevó a quedarse allí, en su palacio, todo el día 20; la presencia de la Marquesa era uno, un explicable cansancio era otro y el tercero, quizá el más importante, que Jourdan había llegado un tanto averiado, con fiebre alta y necesitado de guardar cama y reposo. A eso se debió que el convoy y los tres ejércitos de escolta no siguieran su marcha el propio día 20, con fatales consecuencias.




Este de aquí arriba es un excelente esquema de lo que fue la Batalla de Vitoria (tomado de la Wikipedia). Una batalla bastante inusual, sobre todo en las costumbres de Wellington. La mayoría de sus batallas se basaban en una fuerza que atacaba una posición fortificada, la cual, por su parte, se defendía a ultranza, papel este último que solía ser su preferido. La de Vitoria no fue así; las posiciones francesas estaban improvisadas, porque la intención de sus jefes era seguir su camino hacia Francia, no empeñarse en una batalla donde, como poco, tendrían el número en contra. Eso dio lugar a que Vitoria se pareciese mucho a una horda de comanches atacando un convoy de carretas, esas que viajaban hacia el Far West con muchas chicas guapas en su interior. Los que atacaban eran 80.492 (The Peninsular War, Michael Glover, Penguin Classic Military History, 1974), divididos en cuatro cuerpos (Army Corps). Los que se defendían eran 69.767 (Vittoria 1813: Wellington sweeps the French from Spain, Ian Fletcher & Bill Younghusband, Osprey, 1998), organizados en tres cuerpos (Corps d'Armée). Tras nueve horas de combates más o menos dispersos, y tras un número de bajas bastante moderado (para los tiempos que corrían, en los cuales la importancia de las batallas se definía por el tamaño de la carnicería), los defensores resolvieron que valía más abandonarlo todo (no sólo el convoy que protegían, sino su artillería, sus pertrechos, su intendencia e incluso sus armas personales; aquello era un 'sálvese quien pueda' donde lo que contaba era ser más veloz que quien te perseguía) que arriesgarse a ser capturado por los muy prestigiados guerrilleros (en el peor sentido imaginable) de Dos Pelos o Espoz y Mina. Más o menos, y simplificando al máximo, eso fue lo que ocurrió. Se han escrito miles de páginas explicando que los planes de Wellington eran asestar al ejército francés en retirada un golpe tan brutal y definitivo que no sólo se liquidara la 'Second Peninsular War', sino que pudiera llevar la guerra al interior de Francia, a fin de descongestionar en lo posible el incierto frente del Este, por entonces atrancado en una tregua a la que le quedaban días, y que si no los pudo llevar a término fue porque sus indisciplinadas tropas, nada más ver salir corriendo a los franceses, en vez de aplicarse en una persecución ortodoxa se lanzaron por el indefenso y aterrado convoy, 'burdel ambulante' lo llamó después Wellington (cuya intelligentzia le había hecho saber, con gran detalle, dónde se guardaba lo más interesante), seguras de hallar ahí la razón de haberse pasado hasta cuatro años en la Península (los soldados que llevaban más tiempo) jugándose la vida, combatiendo en docenas de batallas, escaramuzas y emboscadas, y caminándose todos los kilómetros del mundo, casi siempre bajo el sol devastador y el calor inhumano de Castilla.

La Batalla de Vitoria, por Thomas Jones Barker; representa el momento
en que un paisano, José Ortiz de Zárate, explica a Wellington que los
franceses se han dejado sin fortificar, y sin vigilar, el puente sobre el
Zadorra de su pueblo, Trespuentes; es dudoso que la escena sucediese
tal que así, por cuestión de idiomas, pero el General Álava sin duda
estaba junto a Wellington, y haría de intérprete

Honoré Gazan de la Peyrière (1765-1845) mandaba el Armée du Midi (algunos historiadores lo llaman Ejército de Andalucía; lo formaban seis divisiones de infantería, tres de caballería y una gran reserva de artillería, totalizando 34.636 hombres). Llevaba en España desde 1808 y se había batido contra Palafox en Zaragoza (1809), contra La Romana en Alcántara (1810) y contra Wellington en Albuera (1811). Era un general muy experto y conocedor tanto de las tropas a sus órdenes como de las que tenía enfrente. El día de Vitoria ocupaba la posición central, en la zona conocida como Altos de la Puebla. Ni era un lugar bien elegido, ni estaba bien fortificado, ni contaba con fuerzas suficientes para defenderse de un ataque verdaderamente fuerte. Por si ésto fuera poco, buena parte de sus huestes estaba en una pésima situación de intendencia y con la moral por los suelos, mientras que sus atacantes venteaban un botín colosal (nada estimula en mayor medida el ardor guerrero de un soldado profesional o mercenario). No tuvo nada de particular que, contra su voluntad, comenzase a recular, retirada que al poco se transformó en un 'sálvese quien pueda' donde los artilleros desenganchaban sus percherones de las piezas (más de 150, y sin haber sido 'clavadas'; todas quedaron en poder del ejército de Wellington) para escapar a razón de tres o cuatro por montura, mientras sus infantes arrojaban todo lo que les estorbaba para poder correr más deprisa. A él no le quedó más remedio que hacer lo mismo, si bien muy preocupado por el convoy, no en general sino porque su esposa y sus hijos viajaban en él y se temía lo peor (Wellington, al tener noticia de la presencia de una espantada Madame Gazan en un carruaje debidamente saqueado, la envió con escolta hasta las líneas francesas, que se habían estabilizado en el camino de Salvatierra y Pamplona). No quedó tan desacreditado como sin duda temía, porque el Mariscal Soult, que semanas después se hizo cargo de las tropas francesas que habían logrado volver a Francia desde España, le adjudicó la jefatura de su estado mayor. Por lo demás, su carrera no volvió a ser distinguida, aunque al menos vivió hasta los 80 años, edad muy respetable por entonces, en condiciones de razonable bienestar. 

Honoré Gazan de la Peyrière


Jean-Baptiste Drouet, Conde d'Erlon (1765-1844), había hecho una mejor y más distinguida carrera que su colega de igual edad Honoré Gazan. De origen humilde, como la mayoría de los generales de Bonaparte, se alistó en el Ejército Real en los tiempos anteriores a la revolución de 1789. En 1792 aún era un simple cabo, aunque al año siguiente fue elegido capitán por sus iguales (las promociones en los alegres años revolucionarios eran así; también Napoleón pasó de teniente a general en un chascar los dedos). Desde ahí fue subiendo y subiendo, gracias no sólo a su competencia profesional, sino a que al ser un 'general de soldados' entendía mucho mejor que sus iguales procedentes del ancien régime los pensamientos y las motivaciones de la tropa. Se distinguió en varias campañas de las guerras revolucionarias y de las primeras napoleónicas, brillando especialmente en Austerlitz y en Iéna, ya con el grado de General de División. Napoleón le destinó a España en 1809, donde debutó con éxito, al derrotar en Extremadura a Sir Rowland Hill. El día de Vitoria mandaba l'Armée du Centre, una fuerza de 17.691 hombres tirando a heterogénea, ya que en ella se alineaban brigadas de mercenarios alemanes (2.578 entre procedentes de Nassau, Baden y Frankurt-am-Main, al mando todos ellos del general Neuenstein), holandeses (1.794 al mando del general Chassé, que dos años después se distinguiría en Waterloo de un modo decisivo, aunque en el bando de Wellington) y españoles (los 2.833 hombres de Don Esteban Giráldez, Marqués de Casa Palacio, un noble criollo de 41 años que, una vez en el exilio, haría una buena carrera como financiero); la Guerra de la Independencia, además de todo lo que pudo ser, tuvo no poco de guerra civil entre españoles. Drouet d'Erlon se batió bien, aunque no pudo evitar retirarse, bastante malamente, al iniciarse la desbandada del Armée du Midi. Su carrera prosiguió sin merma en su prestigio, tanto en la Primera Restauración como en los Cien Días (mandó el I Corps d'Armée en la campaña de Waterloo), la Segunda Restauración y el reinado de Louis-Philippe d'Orleáns, coronando su carrera con el grado de Maréchal de France.

Jean-Baptiste Drouet d'Erlon, por Ary Scheffer


David-Hendrik Chassé (1765-1849) era un general holandés de vida profesional un tanto errática, pues se había manifestado contra el stadhouder Willem para combatir contra los prusianos, y luego se opuso a los franceses para terminar mandando una división holandesa cedida al ejército francés y enviada a España. En esa calidad se distinguió en varias acciones entre 1808 y 1811 (Durango, Talavera, Almonacid y Ocaña, entre otras). En junio de 1811 se llevó un disgusto cuando su país quedó disuelto en el imperio francés y él convertido en un Général de Brigade (un rango menor al que tenía hasta entonces), lo cual expresó rechazando el título de Barón del Imperio que le otorgaron a fin de que pusiera mejor cara. No obstante, siguió combatiendo para Francia, siempre en España. El día de Vitoria mandaba una brigada de 1.794 hombres (dos regimientos), a las órdenes de Drouet d'Erlon. A diferencia de lo usual en las fuerzas de éste y de Gazan, sus holandeses se retiraron en orden razonable, sin abandonar sus armas. Meses después, y tras haber combatido hasta el final bajo los colores franceses, se le recibió con los brazos abiertos en el ejército del recién creado Reino Unido de los Países Bajos, tras preferir su rey, Willem I, olvidar sus desaires de veinte años antes, cuando él era un stadhouder bastante dictatorial y Chassé un joven y violento oficial aficionado a cargarse colegas en duelo. Se le puso al mando de la 3ª división holandesa, y en esa situación combatió en Waterloo. Wellington, que le tenía presente (más de una vez había zarandeado a su infantería, además de que siempre se negó a rendirse), no se fiaba de él pese a la defensa de su profesionalidad que hacían sus mandos, por lo que le mantuvo en reserva casi todo el día de Waterloo, temiendo que se pasase al enemigo. Sólo le llamó al combate cuando no tuvo más remedio, para rechazar la carga final de la Vieille Garde y sorprenderse agradablemente cuando Chassé, sin mostrar vacilación alguna, abrió un fuego devastador contra el lado izquierdo (en el sentido de avance) de la columna atacante. Aún así, y tan mezquino como solía ser con los que no le gustaban, ni le citó en su célebre dispatch ni le concedió honor alguno, lo que Sir Rowland Hill intentó compensar, con poco éxito, enviando a Chassé una carta muy cariñosa. Chassé siguió prestando sus servicios al ejército holandés, sin pena ni gloria hasta la revolución de 1830, cuando estando al mando de la ciudadela de Amberes mandó abrir fuego de artillería contra las turbas civiles que le querían desalojar. A ese bombardeo, y a su posterior falta de miramientos con la población de Amberes, se imputan buena parte de las razones que impulsaron a la ciudad, tan holandesa como Rotterdam o Breda, a incorporarse a la recién nacida Bélgica, pese a las diferencias de idioma, cultura y religión. Sus últimos años fueron bastante amargos, al punto que la última de sus voluntades fue rechazar el funeral de estado que se le ofreció, el correspondiente a quien, después de todo, era un héroe nacional. Escoger un entierro sencillo y sin ceremonia fue su manifestación final de estar muy descontento, con su Rey, con su gobierno e incluso con su país.

General David-Hendrik Chassé

Honoré-Charles Reille (1775-1860) mandaba el que todavía se llamaba l'Armée du Portugal, una fuerza de 17.440 hombres enteramente francesa y muy homogéna. Diez años más joven que Gazan y Drouet d'Erlon, su carrera comenzó en el ejército revolucionario, donde prosperó con rapidez gracias a su competencia profesional. Tras distinguirse en Wagram (1809) Napoleón le destinó a España, donde sus mayores méritos fueron conservar sus tropas más o menos indemnes y con la moral muy alta. El día de Vitoria no se dejó arrastrar por la desbandada de los otros dos ejércitos franceses, retirándose en muy buen orden hacia Salvatierra y Pamplona. Se consideraba simplemente militar, de modo que no tuvo problemas en aceptar la Primera Restauración, ni tampoco en mandar para Napoleón el II Corps d'Armée los días de Les Quattre Bras y Waterloo. Fue de los primeros generales en ser rehabilitados tras la Segunda Restauración (el Rey Louis XVIII le designó Par de Francia en 1819), para ser nombrado Maréchal en 1947, a los 72 años y ya en los últimos días del gobierno de Luis-Philippe d'Orleáns. Su sucesor, el emperador Napoleón III, le nombró Senador en 1852, de modo que nadie puede poner en duda su actitud, la de ser únicamente un militar (muy competente) al servicio del ejército de su país, lo gobernara quien lo gobernase.

Honoré-Charles Reille

Si bien la derrota francesa fue indisimulable, sus pérdidas en hombres fueron sorprendentemente inferiores a las del bando aliado: 4.926 bajas entre muertos y heridos graves (más 2.778 que fueron hechos prisioneros) frente a 5.207, según las cifras ofrecidas en La Batalla de Vitoria 1813, de Emilio Larreina. Las pérdidas materiales, en cambio, fueron muy graves, del orden de 150 piezas de artillería y la mayor parte de los carros de suministros (alrededor de 400), pero no se perdió lo más valioso (por escaso e insustituible), los percherones normandos que tiraban de los cañones y los carros. En los arsenales situados al otro lado de la frontera francesa había reservas de armamento suficientes para reequipar a los dos ejércitos que habían huido a la carrera, y que antes de quince días ya estaban en situación de volver a combatir, aunque ahora bajo las órdenes del recién nombrado jefe del Armée du Pyrénées, el Mariscal Jean de Dieu Soult (1769-1851), en bastante mejor forma que el muy abatido Jourdan.

Jean de Dieu Soult, Duque de Dalmatia (1809), por Louis Henri de Rudder

El Rey José I (1768-1844) se dejó ver en los compases iniciales de la batalla, pero cuando advirtió que las cosas no iban bien para sus colores salió disparado hacia Francia. Sin duda le apenó dejar atrás el convoy, donde se guardaban los últimos tesoros de la desvalijada corte española (incluyendo una extraordinaria colección de cuadros, que unos historiadores cifran en 65 y otros en 83), aunque al menos logró poner a salvo las valiosísimas joyas de la corona española, pues con ellas iniciaría meses después una nueva vida en lo que ya se llamaba Estados Unidos de América. Le dieron para construirse una espléndida mansión en Bordentown (New Jersey) y para darse una existencia bastante agradable, de terrateniente acomodado y muy bien relacionado (en los USA, como en todas partes, el dinero no tenía historia a primeros del siglo XIX, y posiblemente ahora tampoco). Se opina, en general, que tuvo un exilio bastante feliz. Sólo regresó a Europa en 1841, ya mayor y enfermo, para fallecer en Florencia tres años después. Su último viaje lo hizo al poco de que Francia se diera un nuevo emperador Napoleón, el hijo de su hermano Louis y Hortense de Beauharnais, el cual dispuso que fuera enterrado en Les Invalides, en una tumba nada discreta y muy cerca de su hermano Napoleón I. La Marquesa de Montehermoso, por su parte, siguió con su preocupado amante sólo hasta verse del otro lado de la frontera. Como había puesto a salvo la práctica totalidad de su patrimonio no debió de apenarse demasiado por el fin de su idilio, el cual, por otra parte, había perdido casi todo su encanto, porque no es lo mismo ser la pasión devoradora de un monarca que la querida de un vulgar exiliado. Se sabe que se estableció en su propiedad de Saint-Jean-de-Luz (nunca dejó de ser vasca), que no mucho tiempo después se casó con un oficial de la guardia imperial y que seguramente fue muy feliz, porque la historia se desentendió de ella por completo.

Su Católica Majestad José I Bonaparte, Rey de España

Según las fuentes británicas citadas más arriba, el número total de hombres que combatieron en Vitoria el 21 de junio de 1813 fue 150.259, el cual se desglosaba de la siguiente forma:

- 60.462 franceses (42,90% del total), incluyendo los emigrées que luchaban en el ejército aliado.

- 40.792 británicos (27,15%).

- 20.000 portugueses (no se conoce el total exacto, por combinarse con el de alemanes) (13,31%).

- 12.678 alemanes (no se conoce el total ni el desglose exacto, por combinarse con el de portugueses) (8,44%), entre los dos bandos.

- 10.533 españoles (7,01%), entre los dos bandos.

- 1.794 holandeses (1,19%).



Con acuerdo a estas cifras, que en general se tienen por razonablemente fiables, la batalla de Vitoria fue de lo más multinacional. La idea sembrada por muchos años de bachilleratos tendenciosos, de que fue un asunto entre franceses codiciosos, ingleses estirados y españoles heroicos, no responde mucho a la verdad. La simpática recreación de Kukusumuso requeriría, además de sus cuatro leyendas, una más en portugués, otra en alemán y otra en holandés.


El ejército de Wellington estaba organizado en cuatro columnas (él prefería no decir Army Corps); una la mandaba él, y las otras tres estaban a las órdenes de sendos generales ingleses de su plena confianza y con suficiente experiencia de combatir a sus órdenes en unos terrenos tan duros y tan áridos como los portugueses y los españoles. A diferencia de lo que hacía Jourdan, concentrar sus no-franceses en un único Corps d'Armée, él distribuía su pléyade de portugueses, alemanes y españoles entre sus cuatro columnas, y dentro de éstas entre sus diferentes divisiones. Temía, probablemente, que un exceso de idiosincrasia nacional, sobre todo por parte de sus en exceso ardientes españoles, pudiera romper la disciplina de combate, la cual se seguía a rajatabla en todos los ejércitos que alguna vez mandó. Si algo estaba prohibido para todo aquel que se pusiese a sus órdenes, era pensar por su cuenta. Otra de sus costumbres era no tener 'segundos jefes'; no se sabe si se tenía o no por invulnerable (lo cierto es que lo fue) o si le importaba un pito lo que sucediera si él caía, si bien se aceptaba, en general, que si algo le ocurría el subordinado de más graduación de los a sus órdenes, y en el que había demostrado mayor confianza personal, Sir Rowland Hill, sería el que se hiciese cargo de seguir con la batalla. Sir Rowland (1772-1842) respondía con exactitud al tipo de oficial que Wellington prefería: clase social muy elevada, exquisitos modales, gran sentido de la cortesía y también de la disciplina, y haber prosperado en el ejército a fuerza de dinero, según era el sistema británico de los tiempos (hasta el grado de teniente coronel las vacantes, y con ellas los grados, se compraban al coronel jefe del regimiento, el que fuese). Sir Rowland, que había comprado una plaza de capitán a sus escasos 20 años, entró en fuego uno después, en el sitio de Toulon (1793), donde no falló en aprovechar la ocasión de distinguirse. En 1809, cuando empezó a servir a las órdenes de Wellington (entonces no se llamaba así; aún era Sir Arthur Wellesley, ex Arthur Wesley; a Wellington le gustaba cambiar de nombre de vez en cuando), y era Major-General (la escala más baja del generalato británico). Se distinguió en Bussaco, en Badajoz (donde condujo un saqueo tan eficaz como inmisericorde, reduciendo a cenizas la infortunada ciudad) y en Almaraz, gracias a lo cual fue ascendido a Lieutenant-General a finales de 1811. Contribuyó decisivamente a la toma de Madrid en el verano de 1812 (los madrileños debemos agradecerle la voladura de la mundialmente afamada fábrica de porcelana del Buen Retiro, que no debía de serle muy simpática, quizá por competir muy duramente con los establecimientos británicos dedicados a lo mismo). El día de Vitoria mandaba el ala derecha, y aunque no hizo un mal papel no fue gracias a su esfuerzo que Wellington ganara la batalla. Tras Vitoria siguió con Wellington hasta Toulouse, y después hizo a sus órdenes la campaña entera de Valonia, distinguiéndose de veras en Waterloo. En la paz prosiguió su aristocrática carrera de militar muy ennoblecido (y gran amante de la caza del zorro a caballo), coronándola con el nombramiento de comandante en jefe del British Army (le nombró Wellington, que a la sazón era primer ministro), un cargo que ostentó de 1828 a 1839, cuando la salud empezó a fallarle. Murió a los 70, sin duda encantado con la estupenda vida que había vivido.

Sir Rowland Hill, por William Beechy
El Teniente General Francisco da Silveira Pinto da Fonseca Teixeira, conde de Amarante (1763-1821), fue el más distinguido de los militares portugueses durante las dos guerras peninsulares. En la primera, la que concluyó en la Convención de Sintra, mandó las fuerzas portuguesas que sitiaron en Chaves a una fuerte guarnición francesa, lo que acabaría dando lugar al armisticio que pondría un momentáneo fin a las hostilidades, con el embarque hacia Francia de la fuerza de invasión francesa (en barcos británicos, por si fuera poco), lo que dio lugar al fin de la carrera de Sir Hugh Dalrymple, hasta entonces comandante de las fuerzas inglesas en la Península, y al consejo de guerra de Sir Arthur Wellesley, del que salió bien librado aunque por estrecho margen. Más tarde, ya en la segunda Guerra Peninsular, se las compuso para batir al mariscal francés Soult en Amarante (a eso se debió su condado), poniéndole en fuga tras hacerle abandonar su artillería y su impedimenta. El día de Vitoria mandaba una división enteramente portuguesa (5.300 hombres), dentro de la columna de Sir Rowland Hill. Fue un general competente que supo mantener un notable grado de disciplina entre sus tropas; a eso se debió que Wellington se llevase a Francia a todos sus portugueses, al estar seguro de que no le iban a provocar problemas innecesarios con la población civil.

Francisco de Silveira,
Conde de Amarante

Pablo Morillo y Morillo (1775-1837) comenzó su carrera militar abajo del todo, a los 13 años y en la infantería de marina. Participó en las batallas del Cabo de San Vicente y Trafalgar, en la última ya de sargento (tenía 30 años). Tras eso, y al ver que sus oportunidades de hacer carrera en una marina sin barcos eran insignificantes, se pasó a los Reales Ejércitos. El día de Bailén era subteniente; allí se distinguió lo suficiente para llamar la atención de Castaños, que desde ahí se dedicó a prohijarle. Se ganó a pulso los galones y los entorchados, llegando al generalato en 1811. En 1813 su ejército se unió al de Wellington. Sus acciones en Vitoria, integrado en la columna de Sir Rowland Hill, fueron de verdadero mérito, al punto que, a propuesta de Wellington, quince días después (el 3 de julio) fue ascendido a Mariscal de Campo (el equivalente al actual rango de General de División). Wellington le valoraba lo bastante para sentenciar que salvo él y Álava ningún general español habría pasado de sargento en el British Army. Tras la toma de Toulouse (mandaba una de las tres divisiones españolas que Wellington se llevó con él a Francia; las demás prefirió dejarlas en España, por temer los efectos de su acreditada indisciplina) fue ascendido a Teniente General. Meses después Fernando VII le confió la misión de pacificar las colonias de Venezuela y Nueva Granada. Es posible que alcanzase allí su nivel de incompetencia, pues a pesar de la dureza con que se condujo no pudo evitar que Simón Bolívar lograse la independencia. Su criterio pacificador, basado en la represión a mansalva, alcanzó su cima en octubre de 1816, cuando ordenó fusilar a Francisco José de Caldas, científico, botánico, naturalista y periodista colombiano. A la petición de clemencia que le presentó una infinidad de grandes hombres de la cultura colombiana, respondió con una sentencia tan inolvidable que le granjeó un sitial en la historia, y que tristemente parece seguir en vigor: '¡España no necesita sabios!' Tras la explicable pérdida de Venezuela y Colombia regresó a España, donde nunca se supo a ciencia cierta si estaba en favor o en contra de SCM Don Fernando VII (sí parece que formó en las filas de su viuda, la reina regente María Cristina), lo que acabó por depararle una vejez de olvido, abandono y pobreza que no muchos lamentaron. Lo mereciera o no, fue un teniente general muy poco llorado.

Teniente General Pablo Morillo, por Horace Vernet

Sir Galbraith Lowry Cole (1772-1842) era un Major-General irlandés, de la alta nobleza comprometida con Inglaterra. Hizo con Wellington la segunda Guerra Peninsular, distinguiéndose a menudo (resultó herido en Albuera y en Salamanca, la batalla que aquí llamamos de 'Los Arapiles'). En Vitoria, donde formaba en la columna central-derecha (la que mandaba Wellington en persona), tuvo un buen día, gracias a lo cual fue promocionado a Lieutenant-General. Hombre de gustos ciertamente aristocráticos, y de considerable fortuna personal, su tienda era la más visitada de las de sus iguales en España, gracias a servirse de un cocinero francés (o belga) que había trabajado muchos años para un aristócrata emigrée (sus iguales, empezando por Wellington, se conformaban con mucho menos, si bien todos valoraban la exquisita mesa de Sir Galbraith, y entre los que más el general Álava, que en materia de saber comer demostraba con creces su esencia vitoriana). Tras Toulouse no volvió a entrar en combate; la política le interesaba bastante más.

Sir Galbraith Lowry Cole, por William Dyce
Sir Colquhoun Grant (1764-1835) sólo era teniente coronel el día de Vitoria. Es frecuente que le confundan con el de igual empleo aunque bastante más joven Sir Colquhoun Grant, oficial de intelligentzia de Wellington, que también estuvo en la Península y después participaría, como él, en la campaña de Waterloo, pero no tienen nada que ver, ni siquiera un lejano parentesco. El Colquhoun Grant de Vitoria llevaba toda la vida en el British Army, aunque no había prosperado mucho, unos historiadores dicen que por falta de dinero para comprar commisions y otros porque salvo ser de talla gigantesca y forzudo como un british Sanson no valía gran cosa. Pese a haber estado con Wellington en Seringapatam éste no le apreciaba demasiado, y menos aún tras su pobre actuación en Vitoria, aunque semanas después, parece que gracias a influencias políticas, logró hacerse con el mando de una brigada. También logró ser llamado a Waterloo, al mando de otra brigada, donde consiguió que le mataran cinco caballos bajo su silla sin que a él le pasara nada. Desde ahí su popularidad creció y creció (los guerreros muy corpulentos de dos metros y pico suelen ser bien vistos por la prensa, sobre todo cuando se gana), al punto que su apodo entre las tropas, 'Black Giant' ('Gigante Negro' para las unidades españolas, que de siempre le observaron con algún complejo), le sirvió, siendo ya Lieutenant-General, para ganar unas elecciones a la House of Commons y ser MP por Queenborough. Lo mereciera o no, fue un tipo muy popular durante los dos últimos años de la Guerra Peninsular, sobre todo entre los portugueses y los españoles.


Uno de los dos Sir Colquhoun Grant
El otro Sir Colquhoun Grant

Lord George Ramsay, Earl of Dalhousie (1770-1838), era un aristócrata escocés que ingresó en el British Army a los 18 años, acogiéndose desde el primer momento al sistema de ascensos por compra de 'comissions'. Así, adquiriendo puestos, alcanzó el grado de teniente-coronel a los 24 años. Su primer ascenso por méritos (la compra no permitía ir más allá de teniente-coronel) fue a coronel, con sólo 30 años, para ser nombrado Major-General a los 35 (1805). Toda una carrera, sólo comparable a la de Wellington, el cual, por cierto, no le miraba con simpatía, pese a compartir un similar origen aristocrático. Su relación, que a lo largo de la segunda guerra peninsular se había enfriado de un modo progresivo, hizo crisis en Vitoria, cuando se presentó en la línea de batalla tan tarde como para no servir de nada, alegando 'caminos impracticables', lo cual fue desmentido por la evidencia de que uno de sus jefes de división, Sir Thomas Picton, no sólo se había presentado en el momento adecuado, sino que lo hizo atravesando los mismos caminos. A pesar de todo esto su carrera político-militar siguió adelante, siendo nombrado en 1815 Baron Dalhousie (con escaño en la House of Lords), y desde ahí gobernador de Nova Scotia (1816), de las posesiones británicas en América del Norte (1820) y comandante en jefe del ejército de India (1829), mientras que su subordinado Sir Thomas Picton (1758-1815), que no sólo salvó el día a Wellington sino posiblemente la cabeza de su jefe, hubo de conformarse con nada en absoluto, ya que, le gustase o no, ni era un aristócrata, ni tuvo jamás una libra para comprarse una 'comission', ni poseía los exquisitos modales que Wellington demandaba en la gente que le gustaba tener cerca. Todos sus ascensos fueron por méritos de guerra, lo que causaba no poca incomodidad entre la miríada de nobles guerreros (a menudo incompetentes) que tanto complacían a Wellington, salvo cuando llegaban los momentos difíciles, y entonces era cuando volvía la mirada en búsqueda de Picton y de los que eran como Picton. Wellington jamás le perdonó su rudeza, su lengua siempre sucia y, sobre todo, que sus soldados, a quienes cuando estaba realmente cariñoso trataba de 'fuckin' son-of-bitches', le adorasen. A eso se debió que cuando el comandante supremo del British Army, el Duque de York (con el que Wellington se llevaba fatal), propusiese a Lord Bathurst, secretario de Guerra y Colonias y por tanto jefe funcional de Wellington, confiar a Picton el aún por formar ejército de Catalunya para echar a Suchet de España, Wellington se interpusiese amenazando con dimitir, lo cual fue suficiente para Bathurst, como era natural. Pese a tanta zancadilla Picton se ofreció voluntario para formar parte del ejército de Wellington en la campaña de Valonia (la que culminó en Waterloo), aunque no por devoción a la patria, y mucho menos a Wellington; sólo sucedía que estaba en la ruina, y la prima de incorporación le serviría para pagar sus tremendas deudas. Cayó en Waterloo, al frente de sus tropas, lo cual no provocó en Wellington el menor gesto de pesar. Si hay una conciencia por completo infranqueable, es la de clase. 


Sir George Ramsay, Lord Dalhousie
Sir Thomas Picton, por Martin Archer Shee

Sir Thomas Graham (1748-1843) fue, a diferencia de la práctica totalidad de los oficiales superiores de Wellington, un militar tardío, además de apreciablemente mayor que todos ellos. De origen escocés, y de gran fortuna personal, vivió los primeros 44 años de su vida como un feliz terrateniente, especialmente dichoso con su vida conyugal. Su esposa, sin embargo, enfermó siendo aún bastante joven. A pesar de los duros tiempos revolucionarios marcharon al sur de Francia, en busca de un mejor clima, pero de nada les valió, pues Mrs Graham falleció en Hyères el 26 de junio de 1792. Superando la pena alquiló un carruaje para trasladar el ataúd a Burdeos y desde allí embarcar a Gran Bretaña, pero en Toulouse fueron interceptados por un grupo de soldados revolucionarios, los cuales, pensando que allí había contrabando, no vacilaron en abrir la caja, y tras superar el explicable horror (y el tremendo aroma) registraron el cuerpo sin el menor miramiento, a la búsqueda de joyas. Eso dejó a Sir Thomas marcado para siempre, tanto que a la vuelta de unos meses compró su primera commission y se incorporó al ejército que sitiaba Toulon, con un declarado ánimo de cobrarse cuantos franceses pudiera, en excelente demostración del ajustar cuentas a la británica. Pese a su edad (no aparentaba sus años; vivió hasta los 95 y siempre estuvo en una forma excelente, incluso a la hora de morir, pues el día de hacerlo se levantó sin ayuda, se vistió con toda normalidad y desayunó como en cualquier jornada normal) se distinguió donde se distinguen los buenos militares, en la línea de fuego. Veinte años después era Lieutenant-General, mandaba una columna de tres divisiones y se abría paso desde Portugal hasta Vitoria, para reunirse allí con el resto del ejército de Wellington. Su actuación en la batalla fue controvertida; para unos historiadores impidió que los franceses se retirasen hacia Bayonne, forzándoles a seguir el camino de Salvatierra y Pamplona, y para otros consintió (si no estimuló) el saqueo del convoy del Rey José; debe aquí recordarse que año y pico antes había dirigido la toma de Ciudad Rodrigo, la cual terminó tan saqueada como el tal convoy. Fuera como fuese Wellington no se lo reprochó, ni puso objeción alguna a que se le diera el mando de una fuerza de 4.000 hombres que un año después tomaría el estratégico puerto de Amberes, el cual sería la base de donde partiría el ejército británico que combatiría en Waterloo. Desde ahí su carrera militar fue desvaneciéndose en un mar de honores y poco trabajo, lo cual acabó por devolverle a la de un aristócrata muy adinerado, deportista, de general buena salud (salvo por los ojos, que le dieron muchos problemas), animoso, divertido y con infatigable ánimo de viajar. Sobrevivió medio siglo a su mujer, a la que nunca olvidó. No sólo no se volvió a casar, sino que dispuso, en su momento, que cuando le llegara el suyo le sepultaran junto a ella.

Sir Thomas Graham, por Sir Thomas Lawrence

Friedrich-Wilhelm, Herzog von Braunschweig-Wolfenbüttel (1771-1815), era el heredero de un ducado sin tierras, el de su título (Brunswick en inglés), que Napoleón había incorporado a otros territorios incautados tras la guerra con Prusia y Rusia de octubre de 1806 a junio de 1807, para con la suma de todos ellos crear un fantasmagórico reino de Westfalia y colocar en su trono al menos dotado de sus hermanos, el muy cercano a subnormal Jérôme Bonaparte. También era dueño de un pequeño ducado en Schlesien, llamado Oels. En 1809, tras estudiar el desarrollo de los acontecimientos en Centroeuropa, lo hipotecó para con los fondos obtenidos crear una fuerza mercenaria, integrada por hombres de sus tierras. Se batieron en Wagram sin pena ni gloria, y tras eso cruzaron Europa de sur a norte para embarcar a Gran Bretaña, donde fueron contratados como fuerza mercenaria, relativamente similar a la KGL (King's German Legion), y despachados a Lisboa para unirse al ejército de Wellington. En 1809 eran 2.300; se supone que muchos menos tras Vitoria, donde no llegaron a distinguirse por falta de masa crítica. En diciembre de ese año el Herzog (duque en alemán) y sus hombres regresaron a Braunschweig. No andaban en fondos, así que les vino muy bien, al Herzog el primero, que Napoleón se fugara de Elba. Wellington, a la sazón jefe de la legación británica en el Congreso de Viena, necesitó no mucho más de dos minutos para convencer a Friedrich-Wilhelm de construir un nuevo Armeekorps (unos 6.000 hombres, con infantería, caballería y artillería) y ponerlo a sus órdenes. Se uniformarían igual que en Portugal y España: enteramente de negro con una calavera sobre tibias, en plata, cosida en la gorra o en el chacó (a eso se debía que los guerrilleros españoles llamaran a Friedrich-Wilhelm 'el duque negro'). No tuvieron suerte (eran tropas muy bisoñas), empezando por el duque, que se llevó un tiro en el hígado al poco de comenzar la batalla de Les Quattre Bras y sólo le dio tiempo a entregar el mando a su segundo y decirle que le despidiera de Wellington, el cual no se cree que sollozase demasiado.

Friedrich-Wilhelm, Herzog von Braunschweig-Wolfenbüttel

Francisco Tomás de Anchia, 'Longa' (1783-1831), nació en un caserío de Bizkaia llamado Longa, de donde le vino su apodo. En 1809, seriamente disgustado con la invasión francesa, se puso al frente de una fuerza irregular ('guerrilleros') de unos cien hombres, para dedicarse a interceptar los convoyes franceses en los puertos y desfiladeros de Bizkaia con Araba y de ésta con Burgos. A su profundo conocimiento del terreno añadían una crueldad sin límites (les correspondían con la misma moneda), de modo que raros eran los franceses que osaban internarse por Pancorbo o por Orduña siendo menos de mil. La fuerza de Longa, por su parte, había también crecido mucho. En 1813, y tras apoderarse de Castro Urdiales, decidió 'regularizarse', asumiendo que cuando llegara la paz no habría mucho sitio para los bandoleros heroicos, así que su horda se transformó en División (de nombre 'Iberia') y él en Coronel. En Vitoria se puso a las órdenes de Sir Thomas Graham, y ciertamente se distinguió al tomar Gamarra Menor y así cortar la senda de huida preferida del Rey José, hacia Bayonne. Tras eso se mantuvo a las órdenes de Wellington, participando en San Marcial y en el cruce del Bidasoa, pero a las pocas semanas de formar parte del ejército británico en Francia Wellington le despidió, harto de los continuos incidentes de indisciplina que le organizaba, y especialmente irritado por la costumbre de sus huestes, a veces con el propio Paco Longa a la cabeza, de saquear caseríos y, si se terciaba, complacer a sus bellas ocupantes en la misma forma que los franceses habían complacido a no pocas vascas y burgalesas. En España no se quedó sin trabajo, ya que se prefería mantenerle apaciguado y cobrando un buen sueldo, no fuera que volviese a buscárselo por los puertos y los desfiladeros. Así, en rápida sucesión, fue nombrado Brigadier, Mariscal de Campo y Teniente General, el grado que ostentaba al morir con sólo 48 años. Todo un carrerón para un hombre del que se murmuraba leía y escribía con harta dificultad, cosa que, por otra parte, la historia demuestra que no siempre ha sido imprescindible.

Francisco Tomás de Anchía, 'Longa'

Sir George Murray (1772-1846) era un oficial escocés de clase ciertamente aristocrática. Recibió una buena educación en la Universidad de Edinburgh, y tras eso compró una 'commission' de capitán en el 71º de Infantería, justo a tiempo para no perderse la campaña de Flandes de 1794-95, donde conoció al entonces teniente coronel Arthur Wesley. Desde ahí prosiguió una carrera militar distinguida, aunque sin logros excepcionales. En 1808, 14 años después de la desastrosa campaña de Flandes, volvió a encontrarse a las órdenes de Wellington en calidad de Quartermaster-General (Intendente General) de su ejército, por entonces desplegado en Portugal. Salvo una breve interrupción en 1812 estuvo todo el tiempo a las órdenes de Wellington (siempre como su Intendente General), lo que supuso para él una buena carrera, pues el día de Vitoria ya era Major-General. Tras la victoria y las que siguieron, hasta culminar en la toma de Toulouse y el final de la guerra, coleccionó un honor tras otro, empezando por la muy prestigiosa Orden de Bath. Su carrera siguió vinculada a la de Wellington, aunque se perdió por tres semanas la gran ocasión de Waterloo (estaba en Canadá, como Gobernador Provisional de los territorios septentrionales). Sólo se separarían en 1820, cuando Wellington decidió volcarse en la diplomacia y la política, mientras que Murray prefirió la mucho más plácida vida de Gobernador de la Real Academia Militar, la de Sandurst. Sólo aceptó un puesto en política, el de Secretario de Colonias, durante los años 1828 a 1830, a las órdenes de su gran amigo Wellington, por entonces Primer Ministro. Su vida ya era, y siguió siendo, plácida y agradable, además de nada fatigosa, ya que entre sus mejores habilidades destacaba la de siempre dar con alguien competente al que poner a sus órdenes a fin de que hiciera su trabajo por él.

Sir George Murray, por George Theodore Berthon

Sir William Howe DeLancey (1778-1815) era un oficial de origen no aristocrático, aunque tampoco muy humilde. Procedía de una familia de hugonotes franceses emigrados, los cuales habían terminado por hacer carrera en las Colonias Americanas. Nacido en New York City recibió una educación sin nada destacable, en colegios adecuados a su clase social, de media burguesía administrativo-militar. En 1794, con 16 años, compró una plaza de teniente en el 16º Light Dragoons, y así comenzó una carrera sin nada de particular, la propia de un oficial del montón. Su suerte mejoró al ser destinado en 1809 al ejército de Wellington en Portugal. Allí se le destinó a la oficina del Quartermaster-General, Sir George Murray, que pronto apreció en él las cualidades que andaba buscando en un hipotético colaborador inmediato, la de uno que hiciera su trabajo en su lugar, pudiendo él así vivir bastante mejor de lo que le correspondería. En cosa de meses ya era teniente coronel y Deputy Quartermaster-General (DQMG o Intendente General Adjunto), y así llegaron los dos hasta Vitoria y más allá, para terminar en Toulouse. DeLancey quedó bastante chasqueado, porque no consiguió el ascenso a Major-General, que en opinión de muchos (Álava uno de los más destacados) merecía con creces, pero la casta es la casta. No le costó comprenderlo, de modo que aprovechó una oportunidad que se le presentó a finales de 1814, al ocupar el puesto de coronel jefe de la guarnición de Edinburgh. Allí conoció a una joven belleza local que aportaría a quien la desposase una dote colosal, y no lo dudó. Siendo como era un hombre muy apuesto, por no decir guapísimo, y con un gran don de gentes, Lady Magdalene Hall no se pudo resistir (ni lo intentó), de modo que, como tantos otros antes y después de él, consiguió el atajo perfecto para saltar de clase social, cosa que consumó el 4 de abril de 1815. Desafortunadamente para los dos (Lady Magdalene estaba tan enamorada como pueda estar una escocesa de clase muy alta) Wellington trataba por entonces de reconstituir el ejército de la Península para encarar con él a Napoleón a mediados de junio. Le faltaba un QMG y su gran amigo Sir George Murray estaba en Canadá, de modo que forzó la situación para conseguir a DeLancey, el cual sólo pudo disfrutar una semana de luna de miel. Lo trajo a Bruselas por la fuerza, sin darle ninguna promoción (parece ser que no le quería mucho; le tenía por competente, aunque también por vago, y el que intentara escapar de la clase social donde Dios le había puesto no le hacía ninguna gracia) ni designarle QMG; de nuevo, puro y simple DQMG. DeLancey, debía estar escrito, no sobrevivió a Waterloo; peor aún, agonizó durante diez días en los brazos de su amantísima esposa, la cual, semanas después, escribió más con lágrimas que con tinta el relato de su breve vida matrimonial en un librito llamado 'A week at Waterloo'; un libro que hoy, casi dos siglos después, sigue siendo un 'best seller'.

Sir William Howe DeLancey, por Lady Magdalene DeLancey

Lord FitzRoy Somerset (1788-1855), con el tiempo más conocido por Lord Raglan, era el secretario militar de Wellington. Éste no organizaba sus ejércitos al estilo francés (bueno, el de Napoleón, que tampoco era el francés de toda la vida), ni al prusiano ni al austríaco ni al ruso (por entonces aún no había un 'estilo español'). No tenía, para empezar, un 'estado mayor' grande y poderoso que le aconsejase y complementase. Le bastaba con un Intendente General que transmitiese sus órdenes con presteza y precisión, y que le hiciera llegar las novedades sin tardanza; también, con un núcleo de aides-de-camp o ADC's en la jerga británica (en español, 'ayudantes de campo'; la horrible palabra 'edecán' sólo es una españolización lamentable del original francés, el cual se usa tal cual tanto en inglés como en alemán, y en muchos otros idiomas; al igual que 'guerrillero' o 'torpedo' es un término que casi nadie ha querido traducir, por ser todos ellos eufónicos en la mayoría de los idiomas) de especificaciones aristocráticas adecuadas y a los que conociera de toda la vida (a ellos o a sus familias). Según las regulaciones británicas podía contar con hasta ocho; cuatro los pagaba el British Army y los otros cuatro los pagaba él, si bien muchos de éstos no sólo no le cobraban nada, sino que habrían estado dispuestos a pagar con tal de ser notorio para todo el mundo que formaban en esa élite de las élites que era ser ADC del Marqués de Wellington. Lord FitzRoy Somerset, octavo y se dice que menos listo hijo del Duque de Beaufort, llegó a la vida de Sir Arthur Wellesley durante la expedición a Copenhague de 1807, con apenas 19 añitos, y ya no se separarían. Con el tiempo había pasado de meritorio de ADC a ADC 'de pago', y tras eso a Secretario Militar, un cargo de verdadera confianza para Wellington, una especie de mano derecha que le gestionaba el correo y la agenda, y que actuaba como una extensión de su implacable memoria, de su despiadada voluntad y de su despotismo rara vez ilustrado. Con el tiempo ascendió aún más, a sobrino consorte, y tras perder un brazo en Waterloo (el derecho; se vio obligado a aprender a escribir con la izquierda, gracias a lo cual su letra mejoró notablemente) quedó encadenado de por vida a la suerte de su mentor. Cuando éste murió le dejó muy bien colocado, gracias a lo cual un año después fue puesto al frente del ejército combinado anglofrancés enviado a luchar la desgraciada guerra de Crimea, donde logró demostrar sin espacio a la duda la gran verdad escondida en el Principio de Peter, pero el día de Vitoria todavía faltaba mucho (41 años) para eso. Ese día era solamente el secretario militar de Wellington, e hizo su trabajo tan bien como lo había hecho siempre.

Lord FitzRoy Somerset, por William Salter


El Prins Willem van Oranje-Nassau (1792-1849) era el hijo mayor del stadhouder holandés Willem van Oranje (una especie de rey sin corona o de presidente hereditario; el sistema holandés era un tanto especial), el mismo que con el tiempo sería el primer rey, Willem I, del aún por nacer Reino Unido de los Países Bajos. El Prins Willem había nacido en La Haya, pero junto con su familia se vio forzado al exilio en Inglaterra cuando Francia (la del Directorio) invadió Holanda en 1795. Se había educado tan a la británica que casi era más inglés que los propios ingleses. No se le tenía por muy listo, aunque se le reconocía el estar excepcionalmente bien dotado para divertirse. Su padre, consciente de que algún día le sucedería, deseaba que se volviese algo más formal, y de común acuerdo con el Príncipe Regente, el que algún día sería George IV, lo puso bajo la paternal autoridad de Sir Arthur Wellesley, en la esperanza de que hiciera de él un príncipe de provecho. Wellington lo añadió como ADC (de los que no cobraban; no le hacía ninguna falta) a su selecto grupo (se llamaban unos a otros 'la familia', por muy buenas razones), y aunque con alguna renuencia trató de darle un poquito de lustre y forma, para la cual se hizo ayudar de su hombre de mayor confianza y, como él, de una edad ya madura, el general Álava, gracias a lo cual éste y el Prins Willem desarrollarían una gran amistad, de las que duran toda la vida. Con el tiempo Wellington diría, respondiendo a una pregunta directa de su premier, Lord Liverpool, 'el Prins Willem es un chico valiente; nada más'. En Vitoria no le hizo falta demostrar que lo era. Durante la batalla nunca estuvo en situación de que le pegaran un tiro, y después, al añadirse a la toma de la ciudad acompañando a Miguel de Álava, tampoco. Fue de sus últimas acciones en la guerra peninsular, porque a finales de año regresaría a una Holanda recién liberada, a medias por la infantería británica (la de Sir Thomas Graham) y a medias por los mercenarios alemanes del general Wallmoden-Gimborn y del coronel Clausewitz (bajo banderas rusas). Allí, a su debido tiempo, sería designado príncipe de la corona y comandante supremo de los ejércitos del Reino Unido de los Países Bajos, participando en Waterloo al mando del I Army Corps, donde resultó herido a tiempo, pues de no haber sido así Wellington, gracias a él, bien habría podido perder la batalla. Lo que sí perdió el Prins Willem, años después (1830), fue su recién heredado Reino Unido de los Países Bajos, ya que lo desastroso de su gobierno dio lugar a que tanto Bélgica como Luxemburgo se constituyeran en 'sujetos de soberanía' y se independizasen. Por lo demás, sus herederos siguen reinando en Holanda, y no parece que contra la opinión general de los holandeses.

Prins Willem van Oranje-Nassau (aka 'Slender Billy', aka 'Young Frog')


Sir Arthur Wellesley, Marqués de Wellington y Duque de Ciudad Rodrigo, conocía a la perfección su ejército expedicionario de la Península Ibérica, tanto a la tropa como a los oficiales y a los mandos superiores. Nadie había osado imponerle a nadie, se había librado de todos los que no le gustaban e incluso había aprendido a controlar a los difíciles españoles regulares, y a los aún peores irregulares, a través de Miguel de Álava. A quien no lograba controlar era a la Regencia, que no cumplía uno solo de sus compromisos de intendencia, lo que daba lugar a que las tropas regulares españolas fueran las peor equipadas (virtualmente harapientas; los oficiales no, era de reconocer; sin apenas excepción todos mostraban una facha estupenda) y las más hambrientas, lo que las convertía en complicadas de gestionar, siquiera desde su estricta visión disciplinaria. Con alguna frecuencia ahorcaba uno de los suyos, sabedor de lo saludable que tal cosa resultaba para mantener el orden, pero aceptaba que colgar españoles, en España, sería bastante impopular (era Capitán General de los Reales Ejércitos y su comandante supremo, así que podía hacerlo sin dar explicaciones), de modo que a menudo debía tragar más quina de la que su estómago resistía. A eso se debía el interés que tenía en la inminente batalla de Vitoria, el terreno que había elegido de acuerdo con Miguel de Álava, que por algo era de allí, para dar caza a José I; mejor dicho, no a él, que le traía sin cuidado, sino a su convoy; si además podía reducir a cenizas el ejército de Jourdan, pues bueno, pero no era el objetivo estratégico. Su ejército, profesional angloirlandés en menos de la mitad y mercenario extranjero en el resto, no luchaba ni por su patria ni por ninguna otra tontería. Luchaba por la paga, por el saqueo y por echar un trago alguna vez que otra (unos regimientos bebían más que otros, pero ninguno era de abstemios), de modo que tenía bien clara la necesidad de permitirles un atracón de vez en cuando. Se lo habían dado, y grande, en Badajoz y en Ciudad Rodrigo, pero en Madrid, con la que casi todos soñaban, se lo había tenido que prohibir, y en Burgos no lograron entrar, de modo que les sabía bastante mohinos. El convoy del Rey José contenía suficiente riqueza para dejar contento a todo el mundo y así mantener muy alta la moral, cosa necesaria para guerrear en inferioridad numérica y en terreno enemigo, lo que sucedería en cuanto cruzasen la frontera y se internaran en Francia. Él, a su vez, probablemente contaba con su parte; una costumbre bien establecida en el British Army de la época era que los oficiales y los mandos superiores participaran en el saqueo, gracias a lo cual él había regresado de la India con una notable fortuna personal, 40.000 libras de la época, aún más meritoria si se considera que llegó a Bombay con una mano delante y otra detrás. Su escenificación de profundo pesar y gran irritación por no haber podido apresar a los 50.000 hombres de Gazan y Drouet d'Erlon no engañaba a ninguno de los suyos, y aún menos a su gran amigo Miguel de Álava, que a la sazón les conocía, a él y a su ejército, como si los hubiera parido. Wellington, desde luego, no pensaba pringarse ni con el famoso orinal de plata de José ni con ninguna de las otras menudencias. Su objetivo eran los cuadros, y su intelligentzia le había señalado con suficiente precisión en cuáles carros viajaban. A eso se debió que no fallase ni uno: a la caída de la tarde, quizá incluso antes de reunirse con Álava en las calles de Vitoria, las 65 valiosísimas obras maestras ya estaban al mejor recaudo de su fidelísimo Lord FitzRoy Somerset. En junio de 1813 ni él ni nadie sabían qué podría suceder con España, con el Rey Fernando o con las Cortes de Cádiz, de modo que aquellas eran incógnitas indespejables, pero lo que no dudaba era que, mientras no se despejaran, aquellas maravillas estarían mejor en su casa de Hamilton Place, Londres, que en ningún otro lugar del mundo.


A Wellington le gustaba retratarse, y eran varios los pintores afamados a los que confiaba sus difíciles facciones, aunque su preferido era Sir Thomas Lawrence, el cual poseía el insuperable don de sacar muy bien a quien le pagara lo bastante para que le sacara muy bien. A Sir Arthur le retrataba poco menos que 'en serie', porque acostumbraba regalar imágenes suyas (las quisieran o no quienes las recibían), de modo que su taller siempre andaba enfangado con unos cuantos retratos de Lord Wellington. Sus 'negros' hacían la mayoría del trabajo, reservando para él la pincelada final sobre las casi terminadas facciones, de modo que todo el mundo no tuviera más remedio que pensar del Duque de Wellington que no podía ser más guapo.



A primeros de agosto de 1812 Wellington entró en Madrid al frente de su ejército. Álava le había hablado de un extraordinario pintor y retratista local, y en su afán en ser inmortalizado por todo genio que se le cruzara en el camino pidió a su amigo que le acompañase a verle. Posó para Goya una hora justa, y no muy quieto, pues al tiempo echaba formidables broncas a sus oficiales médicos, para espanto de Álava, que temía, y con razón, que Goya no pudiera captar bien las facciones del impaciente Lord. Posiblemente sí las captó, pero el resultado no fue tan espléndido como todos habrían deseado. De los cuatro cuadros que le pintó uno está desaparecido; el de aquí arriba, que es archifamoso -se expone en la National Gallery, Londres-, a Wellington no le gustó nada, tanto que se negó a colgarlo en las paredes de sus diferentes mansiones (Hamilton Place, Stratfield Saye y Apsley House); es probable que encontrara demasiado 'de gañán' la facha con que le sacó el despiadado Goya, pero el caso fue, como alguna vez murmurase Álava, que Wellington era mucho más así que como le pintaban Lawrence o Dawe, entre otros. 


Si el otro no le gustó nada, este todavía menos. Sin embargo, demostrando ser todo un british gentleman, Wellington pagó a Goya el precio convenido, hasta el último real.




Este otro, en cambio, le encantó. A eso se debe que de vez en cuando sea posible admirarlo en las paredes de Apsley House, la mansión en Londres de los Duques de Wellington. Le admiró, sobre todo, que Goya fuera capaz de pintar un cuadro tan grande poco menos que de la noche a la mañana. No pudo saber, y posiblemente no lo supo nunca, que era un cuadro de segunda mano. Tiempo atrás Goya había recibido un encargo del Rey José para que le pintara un 'ecuestre'. El resultado no gustó nada a Su Católica Majestad, se cree que porque la cabeza del caballo le pareció demasiado pequeña, lo que bien podría significar una burla en un código que no entendía (a esas alturas de padecer la corona española, y es comprensible, el pobre Giuseppe di Buonaparte debía estar paranoico perdido), de modo que Goya se lo tuvo que tragar, pues SCM no le pagó un real. No lo tiró, porque nunca tiraba nada, de modo que no supo resistirse a 'reciclarlo', pintando el duro rostro de Wellington sobre las mucho más blandas facciones del Pelele, retocando la empuñadura del sable y el aspecto general de la vestimenta, y ¡voilá, admírese voecencia de este cuadro tan hermoso! Cuentan que cuando Don Fernando VII de Borbón conoció la historia de los labios de Pedro Cevallos, Primer Secretario de Estado y del Despacho, se le saltaban las lágrimas de risa, y es que Don Fernando tenía a Wellington atravesado en su real garganta, como un hueso de pollo o algo aún peor. Las causas de su encono debían ser varias, aunque las dos principales seguramente fueron el apenas disimulado desprecio que Wellington le manifestó la primera vez que se vieron (mayo de 1814, al poco de haber recuperado Fernando su trono de Madrid gracias, fundamentalmente, al propio Wellington) y el que se quedara con los 65 cuadros del convoy tras una desmayada propuesta de devolvérselos, a todas luces formulada con la boca pequeña, y es que Wellington era muy consciente de que lo último que necesitaba Don Fernando era que él, verdadero número 3 de Inglaterra tras Lord Liverpool y Lord Castlereagh, le pusiera la proa por un quítame allá 15 Teniers y unos pocos Velázquez, Ribera, Zurbarán, Tiziano, Tintoretto, Greco y Rafael, entre otros. El imperio americano de España se tambaleaba, no podía estar más claro para los dos, y las pocas tropas que España podría enviar para defenderlo dependían de que la Royal Navy no se las cargara por el camino, de modo que no le quedó más opción que hacer de la necesidad virtud y regalárselos con la misma displicencia que su antecesor Carlos I traspasó la Isla de Malta a los Caballeros Hospitalarios a cambio de un halcón peregrino al año. Los monarcas, todo lo indica, no comparten con el resto del género humano el funcionamiento del órgano de pensar.

SCM Don Fernando VII de Borbón, por Goya
El General Álava tenía muy claro que el objetivo de Wellington podría ser cualquier cosa que dijera, pero también que el del ejército de Wellington, empezando por sus colegas y amigos generales y coroneles, era ese prodigioso convoy repleto de maravillas que llevaba de Madrid a París el saqueo al completo de la desventurada España. Según la última información recibida de Madrid, el valor de lo que permanecía inmóvil al largo del camino de Gamarra, bien centrado en sus catalejos, podría superar el millón de libras esterlinas, de modo que no hacía falta arengar a las tropas invocando a la patria y todo eso (¡Think of England!, como solía exclamar el bobo de su amigo Lord FitzRoy Somerset). Mejor motivo que la posibilidad de hacerse con la clave para dejar para siempre la en verdad arriesgada e incómoda profesión que todos ellos padecían, no lo iban a encontrar en ninguna clase de palabrería encendida, por muy patriótica que fuera. También tenía claro que quienes antes llenaran el zurrón, que con fría lógica serían los jinetes, quedarían tan ahítos que no serían un peligro para su ciudad, pero los infantes sí que lo serían, sobre todo los que acabaran frustrados por no haber levantado nada. Lo había visto en Badajoz y en Ciudad Rodrigo, así que no tenía razón alguna para pensar que allí, en Vitoria, el desenlace sería diferente; de ahí que tuviera más que hablado con Wellington el poner a salvo la ciudad en cuanto ambos vieran claro que la batalla se ganaba, cosa que ocurrió a la caída de la tarde, las huestes de Gazan y Drouet d'Erlon ya corriendo como pollos sin cabeza por el camino de Salvatierra. 

Teniente General Don Miguel-Ricardo de Álava y Esquivel (1816), por Féreol Bonnemaisson
(cortesía de Gonzalo Serrats)

Álava tenía bien elegida la fuerza de caballería con la que defendería la ciudad de la infantería desmandada: el 1º de húsares KGL, demostradamente disciplinados como buenos alemanes que eran, aunque su jefe, el amable General Sir Charles Alten (o Herr Karl von Alten, según con quien hablara), que conocía bien a sus jinetes y no los tenía en la misma estima, prefirió acompañarle, por lo que pudiera pasar. A los dos se sumó el Prins Willem, que se aburría, y además tenía ganas de saber qué tal pinta tenía Doña Loreto de Arriola y Esquivel, la prima hermana de su amigo Don Miguel con quien éste pensaba casarse a la vuelta de un mes, o quizá de dos.  

Generalleutnant Herr Karl von Alten,
Comandante en Jefe de la KGL
(King's German Legion)

No está del todo claro con cuánta gente se apoderó Álava de Vitoria, aunque sí lo es que Alten contaba con dos regimientos de caballería ligera, el 14º de 'dragones ligeros' (así era como los ingleses llamában a sus húsares) y el 1º Husarenregiment KGL, y que entre los dos sumaban mil hombres. Debió de ser una fuerza de 500 jinetes, a todas luces insuficiente para proteger una ciudad como Vitoria, pues aunque había visto mermada su población en los últimos dos años, de 8.000 a 5.000 habitantes, sus largas, estrechas y empinadas calles seguían siendo las mismas. En la ciudad, además, aún quedaban soldados franceses; no por mucho tiempo, ya que los frustrados húsares de Hannover (no les dejaban meter mano al convoy) venían con sus banderas negras muy en alto, lo que para los conocedores de la semiótica germana, y raro era el soldado francés al que no le sonara, eso significaba ¡keine gefangenen! (sin prisioneros). 

El general Álava, el general Von Alten y el Prins Willem entran en Vitoria
por el portal de la Torre de Doña Orchanda, al frente del 1º Husarenregiment

Durante más de una hora el General Álava recorrió al trote corto la ciudad de la que había salido cinco años antes en el mayor de los secretos, tras testar (no veía nada claro su futuro personal) y con el azaroso ánimo de unirse al para él desconocido General Castaños, en esos mismos días en que SCM José I disfrutaba los ardores de la Marquesa de Montehermoso y de la benevolente beatitud de su marido el Marqués. No las recorría presa de la nostalgia, precisamente. Antes bien, y a grandes voces, ordenaba a sus paisanos encerrarse en sus casas y atrancar puertas y ventanas, '¡que los que vienen son peores que los que se han ido!' Conviene aquí tener en cuenta que Álava, pese a ser un tipo enjuto tirando a poquita cosa, era hombre de muy poderosa voz, la de hacerse oír en cubierta desde las cofas del Príncipe de Asturias en medio del fragor de Trafalgar.

Vitoria, hoy. La ciudad vieja no es demasiado
distinta a la de hace dos siglos.

Una hora después, o algo más, Wellington se unió a Álava, trayéndose consigo su regimiento favorito, los Blues & Royals de la Household Cavalry. La presencia en las calles de tanto jinete (alrededor de 1.500 hombres entre las dos fuerzas) ya fue suficiente para que Álava se relajara, y comenzase así a solazarse ante las ventanas que se abrían, las aliviadas gentes que se asomaban a ellas y que más o menos al unísono les vitoreaban a los dos, a Wellington y a él.

Goya no pintó esto en Vitoria, pero lo que vieron esa tarde
 Wellington y Álava no debió de ser muy diferente
La Batalla de Vitoria terminó aquí (el saqueo del convoy, no; se extendió toda la noche, de modo que al amanecer no quedaba carro sin vaciar, ni palafrenero o cochero sin zarandear, ni femme-de-campagne sin ser debidamente complacida, pero la guerra es así de horrible; lo único bueno del asunto fue que no hubo muchos muertos, o eso se cree), aunque no su repercusión. En el verano de 1813 se vivía una tregua en Centroeuropa; una tregua densa, y muy ominosa. En marzo había estallado una guerra entre Francia de un lado y Prusia y Rusia por el otro. Una Francia que meses antes había perdido en Rusia la mayor parte de su caballería, una Prusia ocupada por Francia en buena parte de su territorio que apenas disponía de recursos propios, y una Rusia que tardaría mucho en recuperarse de la devastación en que la dejó sumida su guerra contra Francia de un año antes. A eso se debió que tras dos serias derrotas, en Lützen y en Bautzen, las tres potencias aceptaran una tregua. Francia la dedicaba a rearmarse a la mayor velocidad posible, y a asegurarse la fidelidad de sus aliados de la Confederación del Rhin (Sachsen, Baden, Württemberg y Bayern), y Prusia y Rusia a buscar aliados con los que constituir una Sexta Coaliación que triunfara donde habían fracasado las cinco anteriores. La potencia imprescindible para que la coalición se hiciera realidad era Austria, pero su canciller, el Fürst Metternich, encontraba más ventajoso mantener el vigente pacto de familia con Napoleón, al cual habían casado cuatro años antes con una de las hijas del Kaiser Franz, la archiduquesa Marie-Louise. La guerra es siempre azarosa, y más contra un Napoleón que había masacrado a los ejércitos austríacos en Austerlitz (1805) y Wagram (1809). Los tres cancilleres, el austríaco, el prusiano (Fürst Hardenberg) y el ruso (Graf Nesselrode) se habían reunido en el Schloss Ratiborschitz, la residencia de verano de la dama más bella, rica, inteligente e intrigante de Europa, la Duquesa de Sagan, una decidida partidaria de la guerra contra Bonaparte, pues desde hacía siete años le mantenía confiscada la mitad de sus 250.000 hectáreas de posesiones agrícolas (las situadas en Prusia; las otras, que estaban en Austria, le seguían produciendo). En aquella reunión a tres donde la chatêlaine no era neutral, todos buscaban algo confesable y algo inconfesable, y lo inconfesable del Fürst Metternich era la cama de la Duquesa de Sagan, cuyo precio, ya lo iba viendo, era unir su país a la Sexta Coalición.

Schloss Ratiborschitz, Bohemia Oriental (hoy Ratiborice, Chequia)
Seguían hablando y hablando en un marasmo de dudas cuando les llegó la noticia: en la lejana España, un ejército de ingleses, alemanes, portugueses y españoles había derrotado a campo abierto a un gran ejército francés, mandado por el hermano mayor de Napoleón en persona. Les habían arrebatado 150 cañones y 400 carros de suministros, les habían puesto en fuga del modo más deshonroso, les habían hecho más de cinco mil bajas y cerca de tres mil prisioneros y, de colofón, les habían arrebatado la totalidad de lo que habían saqueado, esquilmado y robado en España durante cinco años de ocupación. No era como el año pasado en Rusia, donde casi todo el mundo aceptaba que no había sido el General Kutuzov el vencedor de Napoleón, sino los Generales Invierno e Inmensidad. En Vitoria había sido el primer día de verano y a quemarropa, y el vencedor, para mayor INRI, había sido un desconocido Lord inglés, no un prestigioso mariscal ruso, austríaco o prusiano. 

Klemens-Wenzel, Fürst Metternich und Wineburg
La conclusión, como la resuelta duquesa no dudó en sintetizar, era obvia: los franceses ya no eran invencibles; se les podía derrotar, y si sus tres invitados acababan por comportarse como los hombres deben hacerlo, y no como las débiles mujercitas como ella, todo el mundo saldría ganando, y Austria, Prusia y Rusia las que más.

Karl-August, Fürst von Hardenberg
No fue una arenga decisiva, aunque Metternich aceptó verse con Napoleón, a la sazón rearmándose en Dresden y de pésimo humor, pues también le había llegado la noticia de Vitoria. Es sus cálculos entraba retirarse de España, devolver su trono al pelmazo de Fernando, sellar la paz con él y volverse hacia el Este con todo lo que tenía, pero ahora era obvio que aquel condenado Wellington entraría en Francia cruzando los Pirineos como él cruzó los Alpes, y se lanzaría sobre París si Soult no lograba contenerle. Aquello significaba menos dinero, menos hombres, menos caballos y menos cañones contra los rusos y los prusianos, y aún sería peor si se les unían los austríacos. Así comenzó una serie de fintas palaciego-diplomáticas que acabaría en la formación de la Sexta Coalición: Austria, Prusia, Rusia, Inglaterra, Suecia, Holanda, Portugal y España contra Francia y sus cada día más dubitativos aliados, que desde las noticias de Vitoria se preguntaban si, a fin de cuentas, apostar por Bonaparte no sería un jugarse todo al caballo perdedor. Desde la reanudación de la guerra a finales de agosto de 1813 hasta la aplastante y definitiva derrota de Napoleón en Leipzig apenas pasaron dos meses. No fueron batallas comparables en tamaño, pues en Leipzig se enfrentaron 525.000 hombres entre todos los participantes, con un resultado global de 120.000 bajas frente a las 10.000 de Vitoria, pero aún así, en Leipzig, el espíritu de confianza en un orden nuevo y sin Napoleón, el que nació en Vitoria, revoloteó los cuatro días que duró la furiosa batalla sobre la destrozada ciudad. Lo que se alumbró en Vitoria culminó en Leipzig apenas cuatro meses después. Europa, finalmente, viraba en dirección de un nuevo futuro.

Karl-Robert, Graf Nesselrode
La Batalla de Vitoria, pese a lucharse en España, no fue una batalla española, o no solamente española. Fue, por encima de cualquier otra cosa, una batalla europea. De ahí que debiera conmemorarse como tal, como una de las mayores ocasiones europeas de todos los tiempos.

Whilhelmine-Katherine von Biron,
Prinzessin von Kurland,
Herzogin von Sagan

Es difícil encontrar reseñas de la Batalla de Vitoria que no citen la obra que Ludwig van Beethoven compuso en su conmemoración por encargo del empresario Johann Nepomuk Mäzel, su muy conocida 'Wellington Sieg oder die Schlacht bei Vittoria', Opus 91 ('El Triunfo de Wellington en la Batalla de Vitoria'; en España, más abreviadamente, se le suele llamar 'La Batalla de Vitoria', sin más). Con independencia de que los críticos y los entendidos no la consideren entre los mejores trabajos de Beethoven, y de que éste abjurase de ella y se negase a darle nombre por desacuerdos económicos graves con Mäzel, lo que importa a los efectos históricos es que si éste y Beethoven aceptaron componerla, estrenarla y representarla con frecuencia, fue porque supusieron que sería un excelente negocio (y lo fue, aunque no para Beethoven), ya que para los entusiasmados austríacos, prusianos y alemanes de a partir de la segunda mitad de 1813, Vitoria se convirtió en un lugar tan inspirador y tan merecedor de una peregrinación como Granada, El Escorial o Santiago de Compostela, y como un par de años después sería (y aún lo es) el campo de batalla de Waterloo.

(c) Ildefonso Arenas, 21 de mayo de 2013


Reseña en EDHASA


3 comentarios:

  1. Idelfonso, soy Patxo Sans guía del campo de batalla y miembro de la AHV2013 y te quiero dar las gracias por usar la imagen de la camiseta que se me ocurrió encargar a Kukuxumusu. Si no has visto la de San Sebastián dimelo y te la proporciono, aunque supongo que la sabrás encontrar en el facebook de la batalla de Vitoria que gestiono. También tenemos otra preparada para Irun cuya imagen puedes ver en la misma página.

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  2. Congratulo-o pelo artigo. Queria aqui deixar-lhe o número de militares portugueses que pertenciam ao Exército Aliado: 28 792 (de acordo com Sir Charles Oman). Ainda, uma outra nacionalidade estava neste exército, uma unidade francesa na 7.ª Divisão, os Chaussers Britaniques.

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